Vosotros, pues, orad de esta manera: “Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre” (Mateo 6:9).
Todo cristiano que anhele orar debidamente reconocerá que las palabras: “Santificado sea tu nombre”, son la primera petición de la oración que el Señor Jesús enseñó a sus discípulos. El que agrada al Señor en sus oraciones tiene que prestar atención a sus instrucciones. Hay que orar, y hay que hacerlo “así”, porque Él dijo: “Vosotros, pues, oraréis así…” (Mateo 6: 9). No es opcional. No es según tu gusto. O tú oras y lo haces así o tu oración no será conforme a la voluntad de Dios, no es de fe, porque no estás obedeciendo en ella al Señor.
“Santificado sea tu nombre” es la primera petición, porque no hay nada más importante en el universo que el nombre del Padre celestial. En tu vida no existe una necesidad tan importante como esta. Ni tu propia salvación se puede comparar con la glorificación del nombre de Dios. Todas las Escrituras nos enseñan que las obras divinas han sido hechas por amor del nombre del Señor. “Porque de Él, y por Él, y para Él, son todas las cosas. A Él sea la gloria por los siglos. Amén” (Romanos 11:36).
J.C. Ryle
Juan 17:1-8
Adviértanse los términos en que habló el Señor Jesucristo de sus discípulos. Vemos cómo nuestro Señor mismo dice de ellos: “Han guardado tu palabra; han conocido que todas las cosas que me has dado proceden de ti; las palabras que me diste, les he dado; y ellos la recibieron; han conocido verdaderamente que salí de ti; han creído que tú me enviaste”.
Estas son palabras maravillosas si tenemos en cuenta el carácter de los doce hombres a los que hacen referencia. ¡Qué débil era su fe! ¡Qué limitados sus conocimientos! ¡Qué superficiales sus logros espirituales! ¡Qué poco valor demostraban en momentos de peligro! Sin embargo, poco después de que Jesús pronunciara estas palabras, todos ellos le abandonaron y hubo uno que le negó tres veces con juramentos. En resumen, nadie puede leer los cuatro Evangelios atentamente sin advertir que nunca hubo un señor tan grande con unos siervos tan débiles como en el caso de Jesús y los once Apóstoles. Sin embargo, es de estos mismos hombres de quienes la misericordiosa Cabeza de la Iglesia habla aquí en términos tan elogiosos y honrosos.
R.C. Sproul
Cuando alguien nos ordena hacer algo, o nos impone una obligación, es natural que hagamos preguntas. La primera pregunta es: «¿Por qué debería?» y la segunda es «¿Quién dice?». El por qué y la autoridad que existe detrás de ese mandato es muy importante con respecto a la cuestión del perdón.
Para poder responder a la pregunta de por qué deberíamos ser gente que perdona, consideremos brevemente la enseñanza de Jesús en el Nuevo Testamento. En el Evangelio de Mateo, capítulo 19, versículo 21 y siguientes leemos el siguiente relato: «Entonces se le acercó Pedro, y le dijo: Señor, ¿cuántas veces pecará mi hermano contra mí que yo haya de perdonarlo? ¿Hasta siete veces?
J.C. Ryle
La unión entre el pámpano de una vid y su tronco es la más íntima que cabe imaginar. Constituye el secreto de la vida, la fuerza, el vigor, la belleza y la fertilidad del pámpano. Sin el tronco principal, carece de vida propia. La savia que fluye del tronco proporciona la energía que necesitan sus hojas, brotes, flores y frutos. Si se arranca del tronco, pronto se marchitará y morirá.
La unión entre Cristo y los cristianos es igual de íntima y real. Los creyentes carecen de vida, fuerza o poder espiritual propios. Toda su vida religiosa procede de Cristo. Son lo que son, sienten lo que sienten y hacen lo que hacen porque obtienen de Jesús un suministro continuo de gracia, ayuda y capacidad. Unidos a Cristo por fe y de forma misteriosa por medio de su Espíritu, se mantienen en pie, caminan, corren y perseveran en la carrera cristiana. Pero todo lo bueno que hay en ellos procede de Jesucristo, su Cabeza espiritual.
J.C. Ryle
Obedecer los mandamientos de Cristo es la mejor demostración del amor hacia Él.
Esta es una lección de inmensa importancia y sobre la que es preciso insistir constantemente a los cristianos. La prueba de que somos creyentes verdaderos no es que hablemos de religión y lo hagamos con soltura y con acierto, sino que cumplamos constantemente la voluntad de Cristo y sigamos sus caminos.
Las buenas intenciones no sirven de nada si no van acompañadas de actos. Pueden llegar a ser perniciosas para el alma, al endurecer de la conciencia. Las ideas pasivas que no se materializan en actos van insensibilizando y paralizando al corazón. La única demostración real de la gracia es vivir rectamente y hacer el bien. Dondequiera que esté el Espíritu Santo, siempre habrá una vida santa. Vigilar celosamente nuestra conducta, nuestras palabras y nuestros actos; esforzarnos constantemente en guiarnos por el Sermón del Monte en nuestras vidas; esa es la mejor demostración de que amamos a Cristo.