Albert Mohler
Una carta reciente a la columnista Carolyn Hax, del periódico The Washington Post, parecía bastante sencilla y directa. «Soy ama de casa y madre de cuatro hijos. He intentado educar a mi familia bajo los mismos valores cristianos firmes con los que yo crecí —escribía la mujer—. Por tanto, me desconcertó cuando mi hija mayor, Emily, anunció de repente que había dejado de creer en Dios y que había decidido “salir del armario” y declararse atea».
James W. Alexander
Una carta a mi querido hermano:
Hay muchas cosas a las cuales es correcto que atiendas, pero hay una sola cosa que tiene importancia por encima de todas las demás: la salvación de tu alma. Aprender es bueno, pero si obtuvieras todo el aprendizaje posible, solamente te haría desgraciado si fueras echado al Infierno. Y así es con todo lo demás. Si, mediante la bendición de Dios, finalmente vas al Cielo, te irá infinitamente bien aun si has sido pobre y despreciado, miserable e ignorante.
Sabes que no deseo que descuides tu aprendizaje, pero tengo mucho más temor a que descuides las cosas eternas. Este es el verdadero aprendizaje; esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado1. Eso es lo que la Biblia llama sabiduría. Puede que un hombre sea un erudito en las cosas terrenales y, sin embargo, muy necio. ¿Qué puede ser más necio que regalar el gozo eterno para obtener unos cuantos años de placer? Eso es lo que hacen muchos hombres sabios según el mundo. El temor del Señor es el principio de la sabiduría2. Un niño a quien se le enseña sobre Dios sabe más de las cosas divinas de lo que sabía Sócrates.
Alan Dunn
En 1 Co. 15:44, 45 Pablo define al Jesús resucitado como el último Adán. En la victoria de la resurrección, Él consiguió un orden nuevo para la existencia humana: el Espíritu que da la vida, la vida humana resucitada, un cuerpo vivo cuyo principio de animación será la energía del Espíritu de Dios. Este es el contraste que hay con el cuerpo natural del primer hombre. Pablo no sólo contrasta nuestro cuerpo de resurrección con el de la post-Caída, plagado de pecado, perecedero, deshonrado y débil. Asimismo, establece un contraste entre el cuerpo resucitado de Jesús y el cuerpo natural de Adán que se convirtió en un ser viviente (cita de Gn. 2:7 con respecto al cuerpo de Adán en la pre-Caída). El cuerpo resucitado de Jesús se ha convertido en el postrer Adán. Pero, ahora, recuerde: Adán no es “Adán” sin la tierra, la suciedad, el planeta que debe estar sujeto a él. Sin la tierra, Adán no es un hombre. Para que el hombre sea hombre, debe haber tierra. Por consiguiente, Jesús, el postrer Adán resucitado ¡tiene que tener una tierra resucitada! Este mundo de tsunamis tiene, pues, esperanza porque Jesús resucitó y su cuerpo resucitado es la garantía de una tierra resucitada.
Alan Dunn
Los existencialistas tienen una palabra que utilizan para denominar la sensación de desconexión, la caída libre en el vacío del sinsentido subjetivo, el desconcierto desorientador de sentirse despegado del resto de las personas, de las cosas y hasta de uno mismo. Esa palabra es “anomia”: ausencia de ley y de orden; caos y confusión causados por la desconexión de todo lo que nos resulta seguro y familiar. Todos los puntos de referencia han desaparecido y la existencia resulta intrínsecamente extraña. Las imágenes que llegan de Japón muestran la anomia mientras la gente deambula por los vecindarios, antes familiares y ahora extraños, cortada de todo punto de conexión. Anomia es la sensación de muerte, la ruptura de las unidades que Dios creó para constituir la estructura de la vida.
¿Tienen algo que decir las Escrituras cuando un terremoto y un tsunami alteran tanto el paisaje de la vida que ya no quedan puntos de conexión con la propia tierra sobre la que caminamos? ¿Qué podemos decir a esas personas que han visto cortada su propia relación con el terreno?
J.C. Ryle
Vemos que nuestro Señor dice: “El que me rechaza, y no recibe mis palabras, tiene quien le juzgue; la palabra que he hablado, ella le juzgará en el día postrero”.
¡Hay un día postrero! El mundo no seguirá siempre igual que ahora. Comprar y vender, sembrar y cosechar, plantar y construir, casarse y dar en casamiento: todo eso tocará un día a su fin. El Padre ha acordado un momento en el que toda la maquinaria de la Creación se detendrá y la dispensación actual será sustituida por otra. Tuvo un comienzo y también tendrá un final. Entonces los bancos cerrarán sus puertas para siempre. Los mercados de valores no abrirán más. Los parlamentos quedarán disueltos. El mismísimo Sol, que tan fielmente ha llevado a cabo su cometido diario desde el Diluvio de Noé, ya no saldrá ni se pondrá más. Nos iría mejor si pensáramos más en ese día. A menudo, los días de bodas y nacimientos o el día del pago del alquiler absorben todo nuestro interés. Pero nada es comparable al día postrero.
¡Hay un Juicio venidero! Los hombres tienen días de ajuste de cuentas, y al final, Dios también tendrá el suyo. Sonará la trompeta. Los muertos se levantarán incorruptibles. La vida será transformada. Toda persona de todo nombre, pueblo, lengua y nación se presentará ante el tribunal de Cristo. Se abrirán los libros y se presentarán las pruebas. Nuestro verdadero carácter quedará expuesto ante el mundo. Nada se ocultará ni se encubrirá, nada se podrá camuflar. Todo el mundo rendirá cuentas ante Dios y será juzgado según sus obras. Los malos irán al fuego eterno y los justos a la vida eterna.