El que justifica al impío, y el que condena al justo, ambos son igualmente abominación al SEÑOR
C.H. Spurgeon
El que justifica al impío, y el que condena al justo, ambos son igualmente abominación al SEÑOR (Proverbios 17:15).
No hay duda de que condenar al justo es una falta grave. Pero algunos se sorprenderán de la afirmación del sabio de que justificar al impío es un delito de la misma naturaleza y malignidad.
Sin embargo, nos rebelamos contra Dios cuando nos desviamos hacia la derecha, igual que cuando nos desviamos hacia la izquierda, para apartarnos de ese camino en que se nos ordena que andemos.
Justificar al impío tiene una apariencia de misericordia, pero los actos irrazonables de bondad a favor de un individuo son una crueldad hacia millones de personas. Con razón un senador comentó al emperador Marco Coceyo Nerva (cuyo odio hacia la crueldad de su predecesor le había inducido a actuar con una lenidad extrema) que era malo vivir en un Estado en que todo estuviera prohibido, pero que era aún peor vivir en uno donde se tolerara todo. Los historiadores nos dicen que las provincias del imperio sufrieron más opresión durante el gobierno de este pacífico príncipe que a lo largo del reinado del sanguinario Domiciano.
Los jueces son culpables de este detestable pecado no solo cuando pronuncian sentencias injustas, sino también cuando ponen obstáculos innecesarios para la resolución de las causas, con lo que en parte, o durante un tiempo, se quita a los justos su justicia. Los abogados, los testigos y los miembros del jurado son culpables de estos delitos en varios grados cuando contribuyen de forma voluntaria con su influencia a la perversión de la Justicia, o cuando no aprovechan el poder que tienen en sus respectivas posiciones para apoyar la causa justa que se les llama a defender.
No es habitual poder acusar a individuos particulares en la vida común de haber justificado al impío, porque en la mayoría de los casos no están llamados a condenarlo; y, sin embargo, pueden incurrir en esta culpa en algunas ocasiones si defienden la causa del impío en contra de la verdad, o en contra de esa justicia que debemos al inocente y al oprimido, o si se ponen de parte de los transgresores tolerando sus pecados.
Pero el pecado de condenar al justo, o de pronunciar sentencias demasiado severas contra los que son sorprendidos en alguna falta, es muy común en la conversación ordinaria y la Escritura nos advierte a menudo contra ese error.
Los pastores son culpables de este pecado cuando predican doctrinas más rígidas de lo que pide la Escritura, declarando pecaminosas cosas que la Palabra de Dios no condena, llevando los requisitos para obtener gracia a un nivel demasiado alto como para que lo alcancen la mayoría de los cristianos verdaderos, o aplicando a ciertas personas aquellos terrores que no les pertenecen en justicia.
Esas fueron las faltas de los amigos de Job.
En los predicadores es un error aún más peligroso interpretar los mandamientos de Dios al estilo de los antiguos fariseos, o equiparar el carácter de los cristianos auténticos al de los hipócritas por medio de quejas poco sólidas acerca de su comportamiento, o lisonjear al pecador para que crea que es un hombre justo. Con todos estos métodos se pone freno a la Justicia y se fomenta la impiedad, en contradicción con la voluntad de Dios.
Dios jamás condena al justo, sino que se gloría en justificar a los que no son piadosos por medio de la ejecución de la maldición sobre su Hijo justo. En cada uno de estos actos del Señor, la injusticia que condena nuestro texto se manifiesta como algo detestable para Dios, porque la justicia brilla con un esplendor mayor en la aplicación del castigo sobre nuestro Fiador (cf. He. 7:22) y en nuestra absolución de la culpa, que en las llamas del lago de fuego y azufre (cf. Ap. 20:10). Dios no quiso exculpar a sus propios elegidos con el consiguiente menosprecio de su inflexible justicia, sino que condenó todos sus pecados y los castigó en Cristo; y “Él [es] justo y [es] el que justifica al que tiene fe en Jesús” (Ro. 3:26).
Esta lectura es un extracto del libro Comentario a Proverbios por George Lawson, publicado en español por Publicaciones Aquila, Derechos reservados © 2011.