Unión de dos naturalezas
J.C. Ryle
Asegurémonos de entender claramente que hubo una unión de dos naturalezas, la divina y la humana, en la persona de nuestro Señor Jesucristo. Es una cuestión de crucial importancia. Debemos tener muy firme en nuestras mentes que nuestro Salvador es perfectamente hombre así como perfectamente Dios, y perfectamente Dios así como perfectamente hombre. Si olvidamos siquiera una vez esta gran verdad fundamental, podemos caer en temibles herejías. El nombre “Emanuel” envuelve este misterio por completo. Jesús es “Dios con nosotros”. Tenía una naturaleza como la nuestra en todos los sentidos, exceptuando únicamente el pecado. Pero aunque Jesús estaba “con nosotros” en carne y hueso humanos, al mismo tiempo seguía siendo Dios.
Al leer los Evangelios hallaremos con frecuencia que nuestro Salvador se cansaba y tenía hambre y sed; que lloraba, gemía y sentía dolor como cualquiera de nosotros. En todo esto vemos a Jesucristo “hombre”. Vemos la naturaleza que adoptó cuando nació de la virgen María.
Pero también hallaremos en esos mismos Evangelios que nuestro Salvador sabía lo que había en el corazón de los hombres, y conocía sus pensamientos; que tenía poder sobre los demonios, y podía hacer los más grandiosos milagros con una sola palabra; que fue atendido por ángeles; que permitió que uno de sus discípulos le llamara “Dios mío”, y que dijo: “Antes que Abraham fuese, yo soy”. En todo esto vemos “el Dios eterno”. Vemos a Aquel que “es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén” (Romanos 9:5).
Si queremos tener un cimiento fuerte para nuestra fe y nuestra esperanza, debemos tener siempre presente la divinidad de nuestro Salvador. Aquel en cuya sangre se nos invita a confiar es el Dios todopoderoso. Todo el poder en el Cielo y el la Tierra es suyo. Nadie puede arrebatarnos de su mano. Si de veras creemos en Jesús, nuestro corazón no debe tener preocupación ni temor.
Si queremos recibir un dulce consuelo en nuestros sufrimientos y pruebas, debemos tener siempre presente la humanidad de nuestro Salvador. Él es Jesucristo hombre, quien estuvo en el regazo de la virgen María cuando era un bebé, y conoce el corazón del hombre. Él puede compadecerse de nuestras debilidades. Él mismo ha experimentado las tenciones de Satanás. Ha pasado hambre. Ha derramado lágrimas. Ha sentido dolor. Podemos confiarle absolutamente todas nuestras aflicciones. Él no nos rechazará. Podemos derramar nuestros corazones en oración delante de Él sin temor, sin guardarnos nada. Él puede compadecerse de su pueblo.
Dejemos que estos pensamientos penetren hasta lo más profundo de nuestras mentes. Bendigamos a Dios por las alentadoras verdades que contiene el primer capítulo del Nuevo Testamento. Nos habla de uno que “salva a su pueblo de sus pecados”. Pero eso no es todo. Nos dice que este Salvador es “Emanuel”, Dios mismo y, no obstante, Dios con nosotros: Dios, manifestado en carne humana, como la nuestra. Esto son buenas noticias. Nutramos nuestros corazones de estas verdades, por la fe, con acción de gracias.
Extracto de “Meditaciones sobre los evangelios” por J.C. Ryle, Cortesía de Editorial Peregrino. Derechos Reservados.