La seguridad del cristiano II
Arthur Pink
“Y sabemos que a los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien, esto es a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28).
“Para aquellos que aman a Dios”. Esta es la gran distinción que identifica todo verdadero cristiano.
Lo contrario distingue a los que no han sido regenerados, pero los santos son los que aman a Dios. Su credo puede diferenciarse en pequeños detalles; sus relaciones eclesiásticas pueden variar en formas exteriores; sus dones y gracias pueden ser muy diferentes; y sin embargo, en este particular hay una unidad esencial. Todos creen en Cristo, y todos aman a Dios. Lo aman por el don del Salvador; lo aman como un padre en quien pueden confiar; lo aman por sus excelencias personales – su santidad, sabiduría, fidelidad. Lo aman por su conducta; por lo que retiene y por lo que nos da; por lo que reprende y por lo que aprueba. Lo aman aun por su vara de corrección, sabiendo que Él hace bien todas las cosas. No hay nada en Dios, y no hay nada de Dios, por lo cual los santos no lo amen. Y acerca de esto están todos seguros: “Nosotros lo amamos porque Él nos amó primero”.
“Para aquéllos que aman a Dios”. Pero, ¡qué poco yo amo a Dios! ¡Tan a menudo deploro esa falta de amor, y me reprocho por la frialdad de mi corazón! Sí, hay tanta abundancia de amor propio y amor al mundo, que a veces me pregunto seriamente si yo en verdad le tengo algún amor real a Dios. Pero, ¿acaso no es un buen síntoma mi deseo de amar a Dios? ¿Acaso no es mi pesar de que yo lo ame tan poco, una evidencia segura de que no lo aborrezco? A través de todas las edades, los santos han deplorado la existencia de un corazón duro e ingrato. “Amar a Dios es una aspiración celestial, que se mantiene restringida por el arrastre y la limitación de una naturaleza terrenal, y de cuyas cadenas no nos desprenderemos hasta que el alma haya escapado de nuestro vil cuerpo, y haya limpiado su senda de amarras, hacia el reino de la luz y la libertad” (Dr. Chalmers).
“A los que son llamados”. La palabra “llamados” en las epístolas del Nuevo Testamento, nunca se aplica a aquellos que son recipientes de un llamamiento externo de las invitaciones del evangelio y nada más. El término siempre señala un llamamiento interno y eficaz. Fue un llamamiento sobre el cual no tuvimos control, en su origen o en su frustración. Así lo vemos en Romanos 1:6, 7 y en muchos otros pasajes. “Entre los cuales estáis también vosotros, llamados a ser de Jesucristo; a todos los que estáis en Roma, amados de Dios, llamados a ser santos”. Amado lector, ¿has recibido tú este llamado? Los ministros te han llamado, el Evangelio te ha llamado, la conciencia te ha llamado; pero, ¿te ha llamado el Espíritu Santo con un llamamiento interno e irresistible? ¿Has sido espiritualmente llamado de las tinieblas a la luz, de muerte a vida, del mundo a Cristo, de tu propio yo, hacia Dios? Es de gran importancia que tú sepas si verdaderamente has sido llamado por Dios. ¿Ha sonado y vibrado en todos los rincones de tu alma la emocionante melodía que da vida? Pero, ¿cómo estaré seguro de que he recibido ese llamado? Hay algo en este texto que te puede ayudar a estar seguro. Aquellos que han sido llamados eficazmente, aman a Dios. En vez de odiarlo, ahora lo estiman; en vez de huir de Él en terror, ahora lo buscan; en vez de no importarle que su conducta lo honre o lo deshonre, ahora su ferviente deseo es agradarle y glorificarle.
“De acuerdo a su propósito”. El llamamiento no es de acuerdo a los méritos de los hombres, sino de acuerdo al divino propósito: “Quien nos salvó, y nos llamó con llamamiento santo, no conforme a nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los tiempos de los siglos” (2Timoteo 1:9). El designio del Espíritu Santo al manifestar esta última cláusula, es demostrar que la razón por la cual algunos hombres aman a Dios y otros no, se debe atribuir únicamente a la soberanía de Dios; no debido a nada en ellos mismos, sino solamente debido a su gracia que los ha distinguido.
Hay además un valor práctico en esta cláusula. Las doctrinas de la gracia fueron designadas para otro propósito además del de constituir un credo. Uno de sus principales propósitos es conmover los sentimientos, y más especialmente, reavivar los afectos, inclusive el amor a Dios, lo cual un corazón oprimido por temores, o cargado con afanes, no tiene fuerzas suficientes para hacer. Para que ese amor pueda fluir perennemente de nuestros corazones, tiene que recurrirse constantemente a aquello que lo inspiró y que está calculado para aumentarlo; igual que para reavivar la admiración hacia una bella escena o un buen cuadro, uno debe volver de nuevo a contemplarlo. Es este principio el cual la Escritura enfatiza al mantener vivas en nuestra memoria aquellas verdades en que creemos: “Por el cual asimismo, si retenéis la palabra que os he predicado, sois salvos, si no creísteis en vano” (1Corintios 15:2). El Apóstol dijo: “Amados, esta es la segunda carta que os escribo, y en ambas despierto con exhortación vuestro limpio entendimiento” (2Pedro 3:1). “Haced esto en memoria de Mí”, dijo el Salvador. Por lo tanto, nuestros afectos se conservarán vivos si nuestra mente vuelve de nuevo a esa hora en que Dios nos llamó, a pesar de nuestra desventura y nuestra indignidad. Tu corazón será atraído en gratitud y adoración al recordar la asombrosa gracia que llamó a un pecador merecedor del infierno y lo rescató de sus llamas. Tu amor por Él se tornará más hondo al descubrir que esto se debió solamente al soberano y eterno propósito de Dios que tú fueras llamado, mientras otros fueron pasados por alto.
Volviendo a las palabras iniciales de nuestro texto, encontramos al Apóstol (expresando la experiencia normal de los santos) declarando: “Sabemos que todas las cosas obran a bien”. Es algo más que una creencia especulativa. Que todas las cosas obren para bien es más que un ferviente deseo. No es que meramente esperamos que las cosas marchen así, sino que se nos asegura completamente que así será. El conocimiento de que se habla aquí, no es intelectual, sino espiritual. Es un conocimiento que ha echado raíces en nuestros corazones, que produce confianza en esta verdad. Es el conocimiento de la fe, que lo recibe todo de la benevolente mano de la Sabiduría Infinita. Es cierto que no derivamos mucho consuelo de este conocimiento si no estamos en comunión con Dios. Ni tampoco nos sostendrá cuando nuestra fe no está viva. Pero cuando estamos en comunión con el Señor, cuando en medio de nuestras debilidades descansamos en Él, entonces esa bendita seguridad es nuestra. “Tú guardarás en completa paz aquel cuyo corazón en Ti persevera; porque en Ti ha confiado” (Isaías 26:3).
La historia de Jacob, a quien nosotros nos parecemos en distintas maneras, es un ejemplo notable. La nube que se posó sobre él era oscura y espesa. La prueba fue severa, y su fe estuvo espantosamente zarandeada. Sus pies casi se deslizaron. Escuchen su triste lamento: “Entonces su padre Jacob les dijo: Me habéis privado de mis hijos; José no parece, ni Simeón tampoco, y a Benjamín le llevaréis; contra mí son todas estas cosas” (Génesis 42:36). Y sin embargo, esas circunstancias que a la mirada oscura de su fe se presentaban con tintes tan sombríos, en ese momento estaban desarrollando y perfeccionando los acontecimientos que derramarían la aureola de una puesta de sol gloriosa y sin nubes sobre la noche de su vida. ¡Todas las cosas estaban obrando para su bien! Y así, alma afligida, las “muchas tribulaciones” pronto pasarán y cuando estés entrando en el reino de Dios verás no “a través de un opaco espejo” sino en la radiante luz del sol de su divina presencia que “todas las cosas” sí “obraron juntas” para tu bien personal y eterno.
Traducido por Magda Fernández. Reservados todos los derechos.