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Deberes mutuos de maridos y esposas IV

John Angell James

“Amaos unos a otros, entrañablemente, de corazón puro” (1Pedro 1:22).

La compasión mutua es necesaria.

La enfermedad puede ser un llamamiento para la compasión mutua, y las mujeres parecen formadas y tener esta inclinación por naturaleza.


“¡Oh mujer! en tiempos de comodidad
Eres incierta, esquiva y difícil de complacer
Variable como la sombra del álamo temblón
Que se agita bajo la luz;
Pero cuando llega el dolor y la angustia
Eres un ángel ministrador”.

No deseo y, en realidad no puedo, suscribir la primera parte de esta descripción. Sin embargo, asiento totalmente con la verdad de la segunda parte. Si pudiéramos apañarnos sin ella, y ser felices cuando tenemos buena salud, ¿qué somos sin su presencia y sus tiernos cuidados cuando estamos enfermos? ¿Podemos mullir la almohada sobre la que reposa la cabeza del enfermo como ella lo hace? No. Tampoco podemos administrar la medicación o los alimentos como ella.

Existe una suavidad en su toque, una agilidad en sus pasos, una habilidad en la forma de preparar las cosas, una compasión en los ojos sonrientes con que nos mira… Muchas mujeres han conseguido, en un momento enfermedad por medio de sus atenciones abnegadas y tiernas, recuperar ese corazón frío de una manera en que ni sus encantos ni sus reclamaciones podrían haber conseguido.

Por consiguiente, os ruego a vosotras mujeres casadas, que utilicéis todo vuestro poder para suavizar y agradar a vuestros maridos cuando estén pasando por una enfermedad. Que vean que estáis dispuestas a sacrificar vuestro placer, comodidad o sueño para atender a sus necesidades y su bienestar.

Sed tiernas en vuestro comportamiento, que en vuestra mirada haya una atención vigilante y compasión, algo que parezca decir que su único consuelo en su aflicción es que vosotras os empleéis a fondo para aliviarle. Escuchad con paciencia y bondad el relato de sus ligeros dolores, o incluso de aquellos que son imaginarios.

Esta compasión tampoco debe ser exclusivamente el deber de la esposa; también le corresponde en la misma medida al esposo. Es cierto que él no puede hacer lo mismo por ella, pero puede hacer mucho y debe hacer todo lo que pueda. Las enfermedades de ella suelen ser más numerosas y duras que las de él. Es posible, por lo tanto, que ella necesite con más frecuencia su tierno interés y atención.

Muchos de sus achaques son la consecuencia de que se haya convertido en su esposa: quizás tuvo una buena salud y todo su vigor hasta que fue madre. Quizás desde ese momento, no haya vuelto a tener una tranquilidad perfecta o no haya conseguido volver a recuperar sus fuerzas. Ese acontecimiento que llenó su corazón con la alegría de ser padres hizo disminuir en ella el bienestar de la salud.

¿Debería él mirar con contrariedad, indiferencia e insensibilidad a esa flor delicada que, antes de que él la trasplantara a su jardín, lucía en toda su belleza y su fragancia, y todos la admiraban? ¿Debería él ahora dejar de contemplarla con placer o compasión, como si estuviera deseando que se marchara y dejara su lugar a otra? ¡Maridos, apelo a vosotros para que volquéis en vuestras esposas toda la habilidad y la ternura del amor, cuando se sientan débiles o enfermas!

Velad junto a su cama, hablad con ellas, orad con ellas, despertaos con ella: sentíos afligidos por sus aflicciones. No escuchéis sus quejas con despreocupación. ¡Os imploro en nombre de todo lo sagrado del amor conyugal que no las descuidéis con frialdad, que no utilicéis expresiones petulantes ni las miréis con contrariedad! No provoquéis con todo esto que, en esos momentos en que están más sensible, puedan llegar a pensar que la enfermedad que ha destruido su salud ha tenido el mismo efecto en vuestro afecto por ellas.

Os ruego que evitéis que sientan en su pecho punzadas de agonía al pensar que están siendo una carga para vuestro corazón decepcionado. Esa crueldad del hombre, que niega su compasión a una mujer que sufre, cuyo pecado es simplemente una constitución débil y cuya calamidad es el resultado de su matrimonio, merece un nombre. El problema es que no conozco ninguno que me parezca lo suficientemente enfático..

El marido y la esposa no sólo deberían practicar la compasión con respecto a sus mutuas enfermedades, sino con todas sus aflicciones, ya sean personales o relativas. Todas las tristezas deberían ser comunes, como dos cuerdas que suenan al unísono. El acorde del dolor no debería producirse en el corazón de uno de ellos sin causar la correspondiente vibración en el corazón del otro.

Estos son los deberes comunes a ambos conyugues.

Publicaciones Aquila ©2009

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