Señor, vuélveme a ti y no a los ídolos (Sal. 119:36)
Inclina mi corazón a tus testimonios
Y no a la ganancia deshonesta (Sal. 119:36).
Se dé usted cuenta o no, su corazón se halla por completo en las manos de Dios y, por decirlo de algún modo, Él hace con él lo que le plazca. Esto es cierto con respecto a todo el mundo, ya sea que se conviertan en objeto de su misericordia o de su ira y, con todo, esto no destruye ni en lo más mínimo nuestra responsabilidad moral.
Esta confesión de la absoluta soberanía de Dios, incluso sobre el estado moral y las acciones de todas las personas, queda implícito en la oración del salmista. El reconocimiento de la soberanía absoluta de Dios tiene las implicaciones más prácticas en lo que le pedimos a Dios para nosotros mismos.
Deberíamos orar y pedir estar inclinados hacia Dios.
DIOS LE INCLINA HACIA LO BUENO O HACIA LO MALO
La santa e inspirada petición de nuestro texto tiene este significado: “[Señor] inclina mi corazón a tus testimonios y no [inclines mi corazón] a la ganancia deshonesta”. Otras traducciones utilizan las palabras “volver” y “doblar” en el caso del verbo, pero son sustancialmente lo mismo que “inclinar”.
Como con casi todos los versículos del Salmo 119 y, algo muy característico de la poesía hebrea en general, aquí existe un manifiesto paralelismo. La clara creencia del salmista es que el Señor tiene poder para inclinar su corazón hacia los mandamientos de Dios (y, por tanto, hacia Dios mismo), y que Él también tiene el poder de inclinar su corazón hacia las ganancias deshonestas (es decir, hacia los ídolos; cf. Col. 3:5). Tal y como explican las notas de la Biblia de Ginebra de 1599, “esto [las ganancias deshonestas] significan todos los demás vicios, porque la avaricia es la raíz de todos los males”.
¿A qué se opondrá más un pecador sino a un Dios soberanos, sobre todo en lo personal? Recuerdo un poema que explica esto de forma rotunda:
Cuando dices a los hombres que “Dios es Dios”
Parecen ver la verdad y asienten.
Y cuando dices que “Él puede hacer cualquier cosa”
Con toda seguridad amarán ese anillo ortodoxo.
Pero cuando dices “Él elige”,
Sus mentes se empiezan a cerrar.
Porque han aprendido por rutina,
Que la humanidad es quien tiene el voto decisivo.
No importa lo que digan las Escrituras;
El hombre moderno debe tener su dominio.
“¡Que Dios sea Dios, pero no sobre mí!”,
Es la súplica que Adán grita en todos los hombres.
Porque en cada hombre habla una voz,
¡Gracias, pero yo haré mi propia elección!
Que Dios sea Dios y haga lo que digo.
Si no lo hace, yo no juego.
Luego hace alarde y apela a la razón,
“Elijo a Dios y no hablo en broma”.
“La razón contestará —declara el hombre—
Nosotros le elegimos a Él, y esto le hace justo1”.
En nuestro camino hacia los conceptos bíblicos de la soberanía divina, muchos de nosotros llegamos primero a reconocer que cuando un pecador se arrepiente de sus pecados, cree en el Evangelio y, después, cuando ese creyente se vuelve cada vez más santo y obediente a los mandamientos de Dios, Él mismo es la causa eficaz de estos benditos acontecimientos. Los arminianos y los pelagianos niegan esto, pero es necesario preservar la gloria de Dios en el hecho de que demuestra su gracia a quien a Él le place. Si nosotros fuésemos la causa final o eficaz de nuestra propia salvación, mereceríamos al menos la mayor parte de la gloria por ello, y esto jamás podría ser así.
Lo que ha resultado más difícil para muchos de nosotros es, en realidad, aquello a lo que innumerables cristianos se siguen resistiendo, quizás con la mejor de las intenciones, y esto es el corolario inevitable de que Dios es también la causa final o principal incluso del pecado de los hombres. A algunos esto les suena a herejía, pero no es más que la plena aceptación de la enseñanza bíblica de la soberanía absoluta de Dios sobre todas las personas y las cosas sin excepción.
Hay que reconocer que pocos están dispuestos a decir, como yo lo he hecho, que Dios inclina a los hombres hacia el mal. Incluso John Gill, firme calvinista, comenta:
No es que Dios incline el corazón al mal como lo hace con respecto al bien sino que puede soportar que el corazón esté inclinado y puede dejar que el hombre siga las inclinaciones naturales de su corazón, las tentaciones de Satanás y las trampas del mundo que puedan tener gran influencia sobre él; esto es lo que reprueba aquí2”.
Gill se refugia en la pasividad divina, es decir que Dios solo “soporta” o permite que el corazón esté inclinado sin tomar parte activa en que esto sea así.
En primer lugar, esto es contrario a las claras declaraciones de las Escrituras. Cuando habla, por ejemplo, de los egipcios y del antisemitismo de éstos, el Salmo 105:2 dice: “Cambió el corazón de éstos para que odiaran a su pueblo, para que obraran astutamente contra sus siervos”. Compare también Prov. 16:9; 20:24; 21:1; Jer. 10:23.
En segundo lugar, “la defensa de la pasividad divina” fracasa a la hora de justificar a Dios de ser el responsable final (es decir, la causa) del pecado de los hombres y esto basándonos en la razón, porque si Dios sabía de antemano los resultados que su comprensión iba a provocar y aún así no hubiera hecho nada para evitarlos, sino que libre y voluntariamente “soportara” que ocurrieran, ¿en qué se diferenciaría esto, en lo que a la moral se refiere, del punto de vista alternativo de que Dios causa activamente que todas las cosas ocurran, incluso los pecados de los hombres? Calvino trata, de forma decisiva, este error de “la pasividad divina” en sus Institutes of the Christian Religion [Institución de la religión cristiana], Libro I, capítulo 18, que recomiendo firmemente.
Todos los pecados cometidos han formado parte del plan de Dios desde la eternidad y están incluidos en su buena providencia. El Catecismo Mayor de Westminster define las obras de providencia de Dios como “su santa, sabia y poderosa preservación y gobierno de todas sus criaturas alas cuales ordena así como a todas las acciones de ellas, para su propia gloria (# 18). Esta fiel declaración no convierte a Dios en el autor ni en la causa imputable del pecado al menos por tres razones3.
En primer lugar, las escrituras dicen: “Dios es luz, y en el no hay tiniebla alguna” (1 Jn. 1:5), y la misma verdad aparece a lo largo de toda la Biblia.
En segundo lugar, Dios decretó que todas las cosas sucedieran según la naturaleza de las “segundas causas” para que sus criaturas actúen libremente, es decir, voluntariamente, sin que se ejerza violencia alguna sobre la voluntad de la criatura. Por tanto, cualquier estado de pecado que tenga lugar a continuación solo procede de los hombres, de los ángeles, pero no de Dios.
En tercer lugar, solo las criaturas de Dios son responsables ante el Dador de la Ley, pero Dios es libre de hacer lo que le plazca sin tener que dar cuentas a nadie. Él es la Fuente y, al mismo tiempo, el Nivel de la santidad infinita; no necesita convencer a ninguna de sus criaturas de que sus acciones sean buenas y justas. Este punto es el más devastador para el orgullo humano. Dios es Dios y debemos rendirle cuentas a Él, pero Él no tiene que darnos ninguna cuenta de lo que Él es ni de lo que ha hecho. En el Día del Juicio, solo nosotros estaremos ante el tribunal, no Dios.
Por consiguiente, deberíamos aceptar por fe el testimonio de Dios cuando dice que es soberano sobre todas sus criaturas y las acciones de ellos, y que permanece infinitamente justo en todo su ser y sus actos, mientras que algunas de sus criaturas cometen la más atroces abominaciones.
Hemos hecho un fuerte hincapié en estas verdades porque se las suele menospreciar generalmente y por lo fundamentales que son para entender y aceptar esta oración para nosotros mismos.
USTED ES RESPONSABLE DE INCLINARSE HACIA DIOS Y NO HACIA EL MAL
Una de las protestas más comunes contra la soberanía absoluta de Dios, incluso sobre los actos morales de sus criaturas, es que en cierto modo es incompatible con la responsabilidad moral del hombre, pero las Escrituras afirman ambas cosas sin reparo y sin ninguna insinuación de supuesta incoherencia. Por ejemplo, en Josué 24:23, se nos insta a que oremos para que Dios haga por nosotros: “Ahora pues, quitad los dioses extranjeros que están en medio de vosotros, e inclinad vuestro corazón al SEÑOR, Dios de Israel”. ¿Qué relación hay entre que Dios nos restaure a Él y que nos restauremos nosotros? “Restáuranos a ti, oh Señor, y seremos restaurados” (Lam. 5:21).
ORE PARA QUE DIOS RESTAURE O INCLINE SU CORAZÓN HACIA ÉL EN LUGAR DE INCLINARLO A LOS ÍDOLOS
Esta es la conclusión del asunto. A menos que Dios obre y siga obrando en su corazón mediante la gracia, en lugar de endurecerle justamente en sus pecados, usted perecerá con toda certeza. La oración es un medio que Dios ha ordenado para que recibamos su misericordia. Dios es completamente capaz de salvarle y mantenerle salvo, pero es usted quien tiene que pedirle que lo haga para su gloria. Suplicándole persistentemente que incline su corazón hacia Él, usted muestra su total dependencia de él para recibir la gracia que se necesita para hacer esto y también demuestra que se ha dado cuenta de que, lejos de su gracia, usted no conseguirá la salvación final.
El Evangelio anuncia que este tipo de personas que oran con sinceridad, pidiendo misericordia por Jesucristo y basándose en su sacrificio expiatorio la recibirán ciertamente de Dios que es propicio a todos los pecadores. Dios se deleita en mostrar su poder salvífico hacia la persona humilde que clama a Él. Por tanto, este texto alienta a todos los oyentes a que ejerzan la fe y se hagan dueños de la súplica que no fracasa a la hora de recibir la salvación: “Inclina mi corazón a tus testimonios y no a la ganancia deshonesta”. ¡Que el Señor nos ayude a todos a creer y a buscarle! Amén.
Notas:
1. http://mycrosscenteredlife.weebly.com/god-is-god.html
2.
3. La obra de Robert Reymond fue la que mejor trató esta cuestión tan difícil que encontré en su A New Systematic Theology of the Christian Faith [Una nueva teología sistemática de la fe cristiana], capítulo 10, The Decree of God [El decreto de Dios] del que he tomado prestados los comentarios que hago más arriba. Os animamos a que leáis todo el capítulo.