Traición Cósmica
“La pecaminosidad del pecado” suena como redundancia insustancial que no añade ninguna información al tema que vamos a debatir. Sin embargo, la necesidad de hablar de la pecaminosidad del pecado nos viene impuesta por una cultura e incluso una iglesia que ha reducido la relevancia del pecado en sí. En nuestros días, el pecado se define como “cometer equivocaciones” o “hacer malas elecciones”. Cuando paso un examen o una prueba de deletrear palabras, cometo un error si me salto una palabra en concreto. Una cosa es cometer un error y otro mirar el papel de mi vecino y copiar sus respuestas con el fin de conseguir una nota mejor. En este caso, mi error se eleva al nivel de una transgresión moral. Aunque el pecado se pueda ver involucrado en la comisión de un error como resultado de la pereza con la que se lleve a cabo la preparación, el hecho de engañar lleva este ejercicio a un nivel aún más serio. Decir que el pecado es “hacer una mala elección” es verdad, pero también es un eufemismo que puede descontar la severidad de la acción. La decisión de pecar es realmente una mala elección pero, una vez más, es más que un error. Es un acto de transgresión moral.
En mi libro The Truth of the Cross [La verdad de la cruz] dedico todo un capítulo entero a debatir esta noción de la pecaminosidad del pecado. Comienzo ese capítulo utilizando la anécdota de mi absoluta incredulidad cuando recibí una edición reciente de Bartletts’s Familiar Quotations [Citas familiares de Bartletts]. Aunque me alegré de recibir esta edición gratuita, pensé lleno de asombro por qué alguien me mandaría aquello a mí. A medida que fui hojeando las páginas de citas, vi que incluía declaraciones de Emanuel Kant, Aristóteles, Tomás de Aquino y otros, y me quedé perplejo al llegar a una cita mía. Me sorprendió ver que me nombraban en una colección tan culta y me sentí completamente aturdido pensando en qué podía haber dicho que pudiera merecer que lo incluyeran en dicha antología; la respuesta se encontraba en una simple declaración que se me atribuía: “El pecado es una traición cósmica”. Lo que yo quise decir con esa declaración es que incluso el más ligero de los pecados que una criatura cometa en contra de su Creador es un acto violento en contra de la santidad de éste, su gloria y su justicia. Cada pecado, sin importar que pueda parecer insignificante, es un acto de rebelión contra el Dios soberano que reina y gobierna sobre nosotros y, como tal, es un acto de traición contra el Rey cósmico.
La traición cósmica es una forma de caracterizar la noción de pecado, pero cuando comprobamos las formas en las que las Escrituras describen el pecado, vemos que hay tres que destacan en importancia. En primer lugar, el pecado es una deuda; en segundo lugar es una expresión de enemistad; y en tercer lugar se describe como un crimen. En el primer ejemplo, las Escrituras nos describen a nosotros, que somos pecadores, como deudores que no podemos pagar nuestras deudas. En este sentido no estamos hablando de una deuda financiera, sino de una deuda moral. Dios tiene el derecho soberano de imponer obligaciones sobre sus criaturas. Cuando fallamos a la hora de cumplir estas obligaciones, somos deudores de nuestro Señor. Esta deuda representa nuestro fracaso por no poder cumplir una obligación moral.
La segunda forma en la que se describe bíblicamente el pecado es una expresión de enemistad. A este respecto, el pecado no se restringe simplemente a una acción externa que transgrede una ley divina. Más bien representa un motivo interno, guiado por una hostilidad inherente hacia el Dios del universo. Rara vez se debate en la iglesia o en el mundo que la descripción bíblica del estado caído del ser humano incluya la acusación de que somos, por naturaleza, enemigos de Dios. En nuestra enemistad hacia Él no queremos ni siquiera tenerle en nuestro pensamiento, y esta actitud es de hostilidad hacia el hecho mismo de que Dios nos manda que obedezcamos su voluntad. Es a causa de este concepto de enemistad que el Nuevo Testamento describe tan a menudo nuestra redención como una “reconciliación”. Una de las condiciones necesarias para la reconciliación es que previamente debe haber enemistad al menos entre dos partes. Esta enemistad es lo que se presupone en la obra redentora de nuestro mediador, Jesucristo, que vence esta dimensión de enemistad.
La tercera forma en la que la Biblia habla de pecado es bajo el término de “transgresión de la Ley”. El Catecismo Menor de Westminster responde la pregunta número catorce, que dice: “¿Qué es el pecado?”, con la siguiente respuesta: “El pecado es la falta de conformidad con la ley de Dios o la transgresión de ella”. Aquí vemos que el pecado se describe como una desobediencia pasiva y, a la vez, activa. Hablamos de pecados de comisión y de omisión. Cuando no hacemos lo que Dios nos pide, vemos esa falta de conformidad con su voluntad, pero no solo somos culpables de no hacer lo que Dios nos pide, sino que hacemos activamente aquello que Dios prohíbe. De este modo, el pecado es una transgresión contra la ley de Dios.
Cuando las personas violan las leyes de los hombres de forma grave, decimos que sus actos no son meras faltas sino que el análisis final cataloga estos hechos de crímenes. Del mismo modo, Dios no considera nuestros actos de rebeldía y transgresión de su ley como simples faltas; para Él son actos criminales. Son criminales en su impacto. Si tomamos en serio la realidad del pecado en nuestras vidas, vemos que cometemos crímenes contra un Dios santo y contra su reino. Nuestros crímenes no son virtudes, son vicios y cualquier transgresión contra un Dios santo es un vicio por definición. Hasta que no entendemos quién es Dios no podemos conseguir una comprensión real de la gravedad de nuestro pecado. Al vivir en medio de gente pecaminosa, donde los principios del comportamiento humano quedan establecidos por los patrones de la cultura de nuestro entorno, la gravedad de nuestras transgresiones no nos afecta. En realidad nos sentimos a gusto en Sión. Sin embargo, cuando el carácter de Dios se nos muestra con claridad y podemos medir nuestros actos en términos absolutos con respecto a Dios, en lugar de hacerlo en términos relativos con respecto a otros seres humanos, su carácter y su ley, es entonces cuando empezamos a despertarnos y a darnos cuenta del carácter atroz de nuestra rebelión. Hasta que no nos tomemos a Dios en serio no podremos tomarnos en serio el pecado. Pero si reconocemos el carácter justo de Dios podremos, como los santos de la antigüedad, cubrir nuestra boca con nuestras manos y arrepentirnos delante de Él, en polvo y ceniza.
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