¿Qué ocurre en la Cena del Señor? Parte I
Cenas de Acción de Gracias, recepciones de boda. Nuestra cultura celebra comidas especiales cuyos menús y ocasiones tienen una importancia mayor que la de una comida normal. Lo mismo ocurre en la cultura del Reino de Cristo: hay una comida importante. Esa comida se llama “La Cena del Señor”. Nuestro Señor nos ordena: “Haced esto en memoria de mí” (Lc. 22:19). En la Mesa del Señor hay un “hacer”. No somos pasivos, sino activos, cuando hacemos esto. ¿Quiénes son los actores en la Mesa del Señor? ¿Qué acción tiene lugar allí? ¿Qué ocurre como resultado de los actos que tienen lugar en la Mesa del Señor? Considerad conmigo “lo que ocurre en la Mesa del Señor”.
El primer actor que debemos considerar es el Señor Jesucristo. Después de todo, se trata de la Mesa del Señor. Jesús es nuestro anfitrión porque Él es quien instituyó y autorizó esta comida sacramental. Por medio del ministerio de Su Espíritu, Jesús está presente para alimentar su Cuerpo, que es la Iglesia. Jesús instituyó la Santa Cena en relación a la Pascua del Antiguo Pacto. La Pascua convertía la liberación histórica de Egipto en algo contemporáneo para aquellos que la comían. El menú y el tiempo de su celebración servían para que el Éxodo fuese algo contemporáneo para aquellos que comían aquella cena. Al comer la Pascua, las generaciones posteriores se identificaban, por medio del pacto, con el Éxodo como si estuviesen realmente experimentando aquella redención histórica. La liberación histórica de Egipto se convirtió así en la definición de la realidad salvífica de todos los israelitas que comieron la Pascua y “recordaron”. La Cena del Señor actúa de la misma forma para nosotros, en el Nuevo Pacto. Al comer la Cena del Señor, nos identificamos con el evento redentor del Nuevo Pacto y nos definimos por medio de Jesús, en unión con Él, en su muerte y en su resurrección. La Cena del Señor tiene lugar el Día del Señor, el día de la victoria de la resurrección. El menú es simple: pan y vino, que representan el cuerpo y la sangre de Jesús. Lo que Jesús llevó a cabo por medio de su cuerpo partido y su sangre derramada es la acción determinante que sigue operando en esta comida del pacto. La acción que Jesús emprendió por nosotros incluye su vida justa, su muerte expiatoria como nuestra Pascua (1 Co. 5:7); su resurrección triunfante; su exaltación como el Cordero y el anticipo de su glorioso regreso (1 Co. 11:26). Su vida obediente constituye la sustancia de nuestra justicia. Su muerte obediente propicia la ira de Dios y es la base para el perdón de nuestros pecados. Su triunfante resurrección y su exaltación son el centro de nuestra fe y nuestra esperanza. Jesús llevó a cabo nuestra redención de forma activa, en el cuerpo y en la historia, para todo tiempo y para la eternidad. Cuando comemos su Cena quedamos definidos, por medio del pacto, en Cristo [quien] os amó y se dio a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios, como fragante aroma” (Ef. 5:2). Lo que ocurre en la Mesa del Señor queda determinado por lo que ocurrió en la cruz de Jesús. El amor de Cristo por nosotros se manifestó en la cruz y, cuando nos sentamos a su Mesa, ese amor sigue activo; Jesús se entrega por nosotros. El acto definitivo que tiene lugar en la Mesa del Señor es el amor dinámico de Cristo, que da la vida por nosotros. Lo que ocurre en la Mesa del Señor es que Jesús nos está amando con el amor que sintió por nosotros cuando se ofreció a sí mismo en nuestro lugar, como sacrificio de expiación pleno y definitivo por nuestro pecado, para propiciar la ira que Dios sentía contra nosotros. Lo que ocurre en la Mesa del Señor es que Jesús nos alimenta con la vitalidad de su resurrección triunfante y nos sustenta con la esperanza viva de su glorioso regreso. En la Mesa del Señor ingerimos el amor del Evangelio de Jesús. “Cristo Jesús es el que murió, sí, más aún, el que resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (Ro. 8:34b, 35a).
El segundo actor que debemos considerar es el Espíritu Santo. Jesús nos dice: “Él me glorificará, porque tomará de lo mío y os lo hará saber” (Jn. 16:14). Jesús está presente con nosotros y en nosotros en la Mesa del Señor, por medio de la persona y del ministerio del Espíritu. Es el Espíritu quien nos comunica las bendiciones de la cruz y del trono de Cristo. Al comer nuestra comida del pacto con fe, el Espíritu efectúa una conexión espiritual con la obra histórica de Jesús en la cruz y con su resurrección. Toma las cosas de Cristo y las revela, las comunica eficazmente al creyente. Establece un puente espiritual sobre la distancia del tiempo que hay entre nosotros y la obra histórica de Cristo, haciendo que ese suceso redentor sea algo presente en nuestra experiencia, y algo definitivo de nuestra identidad de modo que, por medio del Espírito, estamos tan unidos a Jesús como si hubiésemos muerto y resucitado en Él y como si estuviésemos sentados en los lugares celestiales con Él. Establece un puente espiritual sobre el espacio existente entre nosotros y nuestro Cordero exaltado. Aun ahora, como Señor entronizado, Jesús es “un Cordero, de pie, como inmolado” (Ap. 5.6). Está en pie en la victoria de la resurrección sobre la muerte, aunque se le describa como un Cordero inmolado: nuestro Cordero sacrificial. A lo largo del transcurso de la historia redentora, los adoradores saben lo que tienen que hacer con un cordero sacrificial. Se le come en la presencia de Dios como acto de adoración. En la Mesa del Señor, el Espíritu nos lleva a nuestro Cordero glorificado, para que comamos y bebamos en su presencia, en adoración, y nos acerca el Cordero para que lo ingiramos por fe, para que podamos ser alimentados en su gracia y en su amor. Al comer con fe, el Espíritu también obra dentro de nosotros para convertir la Santa Cena en un medio de gracia, que nos alimenta y nos fortalece en Cristo. Cristo mora en nosotros por su Espíritu y esa obra se describe al ingerir el pan y el vino. Como alimento digerido se convierte en algo que se integra en nuestro ser físico. De la misma manera, al compartir con fe la Santa Cena, Cristo, por su Espíritu se convierte en algo que forma parte de nuestro ser espiritual. Nuestra unión con Cristo se ve fortalecida y alimentada. El Espíritu obra para capacitarnos, con el fin de que podamos experimentar la unidad con Jesús. Luego, por medio de su Espíritu, Jesús se ministra a sí mismo, de forma activa, a nosotros; confirma la fe; conforta en el dolor; exhorta a la santidad, y nos disciplina en sabiduría y en amor. En la Santa Cena, el Espíritu nos capacita para que experimentemos a “Cristo en vosotros, la esperanza de la Gloria” (Col. 1:27). Al tener comunión con el Cordero glorificado, el Espíritu nos capacita para que seamos más como Él; para que perseveremos y venzamos.
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