Esperanza de resurrección para un mundo de tsunamis Parte II
En 1 Co. 15:44, 45 Pablo define al Jesús resucitado como el último Adán. En la victoria de la resurrección, Él consiguió un orden nuevo para la existencia humana: el Espíritu que da la vida, la vida humana resucitada, un cuerpo vivo cuyo principio de animación será la energía del Espíritu de Dios. Este es el contraste que hay con el cuerpo natural del primer hombre. Pablo no sólo contrasta nuestro cuerpo de resurrección con el de la post-Caída, plagado de pecado, perecedero, deshonrado y débil. Asimismo, establece un contraste entre el cuerpo resucitado de Jesús y el cuerpo natural de Adán que se convirtió en un ser viviente (cita de Gn. 2:7 con respecto al cuerpo de Adán en la pre-Caída). El cuerpo resucitado de Jesús se ha convertido en el postrer Adán. Pero, ahora, recuerde: Adán no es “Adán” sin la tierra, la suciedad, el planeta que debe estar sujeto a él. Sin la tierra, Adán no es un hombre. Para que el hombre sea hombre, debe haber tierra. Por consiguiente, Jesús, el postrer Adán resucitado ¡tiene que tener una tierra resucitada! Este mundo de tsunamis tiene, pues, esperanza porque Jesús resucitó y su cuerpo resucitado es la garantía de una tierra resucitada.
En un principio la tierra fue creada y, posteriormente, Adán fue hecho a partir de ella y colocado sobre ella. En la nueva creación, el postrer Adán ha resucitado y el cosmos que ha sido hecho de nuevo tiene necesariamente que seguir su estela. La fisicalidad de Jesús es la única esperanza que tiene este planeta. Jesús es el Hijo de Dios encarnado. Fue físicamente concebido en la matriz de una virgen por el poder del Espíritu. Vivió físicamente sin pecado, en obediencia a Dios y tuvo éxito en aquello en lo que Adán había fracasado. Murió físicamente en la cruz, llevando el castigo de la muerte que Adán había provocado. Fue físicamente enterrado en la tumba. Físicamente resucitó de la tumba. Físicamente ascendió al trono de Dios. Físicamente volverá al final de este siglo para transformar nuestros cuerpos y todas las cosas, para que estén en conformidad con la gloria de su resurrección (Fil. 3:20-21). Nuestra salvación es de carne y sangre, de agua y barro, en el espacio y en el tiempo. Todos los que están en Cristo heredan su Reino de gloria inimaginable: un cosmos que ha sido creado de nuevo y que se describe en los capítulos finales de Apocalipsis como el Jardín del Edén prístino en el que dará comienzo una humanidad resucitada, sólo que esta vez estará hecha de nuevo y en unión con el postrer Adán, gloriosamente conformada al primogénito de entre muchos hermanos (Ro. 8:29).
Dios hizo la tierra y luego creó a Adán a partir de la tierra; posteriormente, Adán pasó por la muerte y volvió al polvo. Jesús encarna al hombre sin pecado, pasó por la muerte al polvo y la conquistó cuando resucitó corporalmente como el postrer Adán. Al salir de la tumba sacó consigo la suciedad que constituía a este planeta y la llevó a la gloria de la resurrección. De la muerte a la resurrección. Este es el paradigma de la redención, por la cual gime con ansia este planeta: la redención de los cuerpos de los hijos de Dios (Ro. 8:18-23) y la regeneración cósmica. El camino para esa gloriosa regeneración es el de la cruz. Es el camino que siguió Jesús. Es el camino que nosotros, los que poblaremos los nuevos cielos y la nueva tierra, también seguiremos. Pero al pasar la tierra por su propia sentencia de muerte, se retorcerá y tendremos anomia. En algunos momentos no la reconoceremos y nos sentiremos separados de ella, como si se hubiese vuelto en contra nuestra. Sí, estamos siendo juzgados. Pero nosotros, los que estamos en Cristo, no tenemos condenación y ¡estamos siendo salvados! Veremos las convulsiones de la tierra y las consideraremos contracciones escatológicas que acabarán dando a luz a un nuevo y glorioso cosmos de vida resucitada. Este mundo se ha visto impregnado por la vida de la era venidera. El Espíritu del Cristo resucitado ha sido dado a su pueblo que ha pasado por la resurrección espiritual y el mundo se retuerce en sus dolores de parto, esperando el nacimiento de nuestros cuerpos resucitados para que, junto con nosotros, también sea liberado de la esclavitud de la corrupción a la libertad de la gloria de los hijos de Dios (Ro. 8:21).
Si queremos experimentar esa gloria, debemos estar en Jesús. Jesús, el Señor resucitado, el postrer Adán, es nuestra única conexión física con el mundo que ha de venir. Este mundo y sus obras serán quemados, pero todos los que están en Jesús, como todos los que estaban en el arca de Noé, serán salvos para poblar este mismo cosmos, pero reactivado, donde viviremos y trabajaremos por toda la eternidad, convirtiendo a todo el universo entero en el templo de nuestro Dios que guarda el pacto.
De modo que la próxima vez que sienta la anomia, esa sensación desconcertante de desconexión de este mundo y de esta vida, ejercite la fe en su Señor resucitado. El Espíritu que está en usted le dará la sensación de estar a salvo y bien conectado con el Jesús resucitado, y le dará la tranquilidad de saber que su conexión con Él es aún más sólida que el suelo que hay debajo de sus pies. Levante la cabeza y sepa que su redención se está acercando. Y empiece a cantar: “Estoy sobre la Roca firme que es Cristo, cualquier otro lugar no es más que arenas movedizas; cualquier otro lugar es arenas movedizas”.
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