El menor de los santos I
Christopher Doulos
“El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:26-28).
Hay una creciente búsqueda por lo espiritual en nuestros días, en donde muchos se han dado cuenta que este mundo no es sino vanidad de vanidades, y que nuestro corazón solo se regocija con gozo eterno en Cristo. Es algo muy bueno, algo por lo cual debemos agradecer a Dios que nos da de Su lluvia espiritual. Pero hay un peligro en nosotros mismos, del cual debemos cuidarnos, pues puede estropear algo tan hermoso en nuestros corazones, y puede privarnos de disfrutar el fruto en nuestro paladar. Este devorador de cosechas es el orgullo secreto que se esconde aún en cosas lícitas y buenas. Como dijo Jonathan Edwards: “El orgullo puede venir en muchos disfraces, incluso en el de una aparente humildad”.
Algunos han comenzado a anhelar lo espiritual, pero no se han cuidado del orgullo que sigue morando en sus corazones, y sus palabras y acciones, por más bien intencionadas que sean, se ven mezcladas con esta amarga planta de ese sentimiento oculto de superioridad, y el “suave” aire de la jactancia personal secreta arranca de las ramas las pequeñas formaciones aún verdes de las flores que hubieran podido ser dulces frutos en un futuro. ¡Cuidémonos de esto, hermanos, pues nadie está libre! Quien diga que esto no aplica a él, ya ha sido mordido por el orgullo, y su veneno se ha estado esparciendo secretamente por su cuerpo. ¡Necesita la medicina de la humillación, esa que Dios aplica a Sus hijos para que no se entreguen a la locura! Una medicina amarga de probar, pero cuyo resultado es dulce y deleitoso al final.
Aún los siervos más espirituales han tenido que beber esta medicina, para que así sean más humildes, más semejantes a Cristo, más parecidos a Dios. Podemos ver al conocido misionero David Brainerd lamentándose: “Me sentí extremadamente deprimido en espíritu. Me duele y me hiere el corazón el pensar cuánta auto-exaltación, orgullo espiritual, ardor de temperamento y tibieza de corazón había mezclado anteriormente con mis esfuerzos para promover la obra de Dios… Que el Señor me perdone”. Dios le hizo darse cuenta del pecado que estaba cometiendo, aún en medio de sus esfuerzos por servir a Dios. Y una vez que pudo verlo y luchar contra su orgullo secreto, puede aconsejarnos: “Procurar que los demás noten y admiren nuestra desenvoltura en la religión es una arrogancia abominable”.
Este no es un peligro nuevo, pues Dios habla por medio del profeta Isaías: “[Aquellos] que dicen: ‘Estate en tu lugar, no te acerques a mí, porque soy más santo que tú’; éstos son humo en mi furor, fuego que arde todo el día” (Isa. 65:5). Y previo a eso, Dios les había dicho que “en sus ollas hay caldo de cosas inmundas” (Vers. 4), pues mezclar el orgullo y la altivez (cosas inmundas), con el servicio a Dios y a Su Hijo (cosas santas), es un pecado abominable. Es el pecado que cometían los fariseos, pues Jesús dice que “ellos aman el orar en pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos de los hombres”, que “hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres. Pues ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus mantos; y aman los primeros asientos en las cenas, y las primeras sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas, y que los hombres los llamen: ‘Rabí, Rabí’…” ¡Querían ser conocidos como “los maestros”, los “súper espirituales”! Pero a nosotros nos advierte de esto, y nos dice: “Pero vosotros no queráis que os llamen ‘Rabí’; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo, y todos vosotros sois hermanos [Nos pone a todos en un mismo plano]. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra; porque uno es vuestro Padre, el que está en los cielos. Ni seáis llamados maestros; porque uno es vuestro Maestro, el Cristo. El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo. Porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido” (Mateo 23:5-8).
En el libro 2000 Años del Poder de Cristo, Nick Needham, su autor, cita un hermoso extracto de un antiguo libro clásico del siglo XVI:
Un orgullo secreto suele surgir en los principiantes espirituales. Llegan a sentirse satisfechos de sí mismos y de lo que están haciendo. Empiezan a considerarse a sí mismos ricos por su fervor espiritual y por sus esfuerzos en la piedad. (Pero a pesar de esto, la verdadera naturaleza de la santidad sigue siendo producir humildad). Pero a causa de la imperfección en estos principiantes, sienten la necesidad de hablar sobre cosas espirituales delante de los demás, e incluso de enseñar (cuando deberían estar aprendiendo). Esto se debe a su vanagloria. Condenan en sus corazones a aquellos que no tienen la devoción espiritual que ellos desean tener. A veces incluso hablan como el fariseo que alababa a Dios por sus propias buenas obras y despreciaba al publicano.
El diablo suele trabajar en tales personas para que quieran comportarse de esta manera cada vez más y más. El resultado es que su orgullo y arrogancia crecen. Porque el diablo sabe que tales actividades espirituales no solo son inútiles, sino que pueden llegar a ser altamente depravadas. Estas personas pueden alcanzar tal grado de maldad, ¡que piensan que nadie más, excepto ellos mismos, es bueno! De modo que siempre cuando surge la oportunidad, condenan y denigran a otros en palabra y en hechos, viendo la paja de aserrín en el ojo de su hermano, pero ignorando la viga que sobresale de sus propios ojos. Cuelan el mosquito de otra persona y se tragan su propio camello.
Algunas veces, cuando sus supervisores espirituales —[pastores, maestros, hermanos antiguos en la fe]— no aprueban la actitud o conducta de ellos, entonces suponen que están siendo malinterpretados. Su única preocupación consiste en ganar aplausos y que los tengan en alta consideración. Como sus supervisores no los aprueban ni están de acuerdo con ellos, entonces llegan a la conclusión de que los propios supervisores no son lo bastante espirituales. De manera que ansían y buscan a otro, alguien que se adapte mejor a sus gustos. Por lo general quieren hablar de cosas espirituales con alguien que los alabe. Evitan como a la muerte a aquellos que les señalan sus errores e intentan guiarlos a una senda más segura. De hecho, pueden incluso sentir resentimiento contra tales personas. Y así, teniendo un concepto demasiado elevado de sí mismos, naturalmente pretenden y quieren casi todo y no consiguen casi nada. A veces desean mostrar a los demás lo grande que es su propia espiritualidad y piedad, demostrárselo a los ojos y oídos de otros, con gestos, suspiros, etc. A veces experimentan éxtasis espirituales en público en lugar de hacerlo en soledad. El diablo les echa una mano en estas cosas. Están tan deleitados de llamar la atención, y anhelan cada vez más este reconocimiento.
¡A cuántos pareciera estar describiéndonos en algún momento de nuestro caminar! Cuando no vigilamos este peligro latente, seremos como el soldado que se duerme en su puesto de guardia y de pronto, por su propia negligencia, es tomado prisionero por el enemigo… o asesinado por este. Como dijo Spurgeon: “Todos los días debo cortar de mi jardín la mala hierba del orgullo, pues si no lo hago, ¡a la semana la tengo hasta el cuello!”.
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