Testificando con amor: usando la espada correctamente
Christopher Doulos
“Palabra sana e irreprochable, de modo que el adversario se avergüence, y no tenga nada malo que decir de vosotros” (Tito 2:8).
Por la gracia de Dios, he estado 30 años en la fe, 30 años entre los hermanos, y he visto muchas cosas admirables y dignas de imitar: hombres de Dios que admiro y respeto de todo corazón, cuya entrega y abnegación exceden a cualquier soldado que haya ganado la Medalla de Honor. Pero en mis años también he presenciado, de primera mano, actitudes imprudentes y no sabias a la hora de testificar de Cristo a las almas perdidas; ya sea cuando se les habla a amigos, familiares, vecinos, o a personas en la calle.
Con actitud imprudente me refiero a la forma en cómo el creyente se expresa cuando está intentando traer a esa alma a Cristo; pero que, lamentablemente, solo está causando el efecto contrario: alejando a esa alma, repeliéndola, ahuyentándola. Puede ser con una actitud agria, prepotente, altanera, ruda, tosca, indolente, con un tono de voz golpeado y con un aire farisaico que se le puede oler a kilómetros; o a veces puede ser con una falsa humildad, con un forzado “tono más espiritual”, en donde puede percibirse que la persona que habla no está siendo auténtica, genuina, real, y carece de esa cálida sinceridad de corazón a corazón. Ambas formas están mal, porque no es el ejemplo que Cristo nos dejó.
A veces las palabras pueden ser las correctas, teológicamente hablando; pero la actitud y la forma con la que esas palabras están siendo expresadas son como las moscas muertas que hacen heder y dar mal olor al perfume del perfumista (Ecl. 10:1). En este caso, las palabras no están siendo irreprochables, pues van impregnadas con esa actitud agria que las hace amargas; no son sanas ni irreprochables, pues tienen algo que se les reprocha. Y a veces, incluso igualmente las palabras en sí mismas también son incorrectas, pues quien las está diciendo no está pensando bien antes de pronunciarlas, y está diciendo palabras hirientes, duras, ásperas, que más proceden de un corazón rígido y altanero, antes que de un corazón manso y humilde. No está siguiendo el consejo de Pedro (1 Pd. 3:15), ni está tomando en cuenta la exhortación que nos dice Pablo (Col. 4:6).
Hermanos, con esa actitud no estamos logrando nada; y en lugar de traer almas a Cristo y ser considerados como sabios por ello (Prov. 11:30), lo que estamos haciendo en realidad es ahuyentándolas y dando un mal testimonio del evangelio, y lo que nos ganaremos es una reprensión de nuestro Señor (Luc. 9:55-56). Seamos sabios de corazón y hagamos prudente nuestra boca, y añadamos gracia a nuestros labios; y así nuestras palabras serán como miel que destila el panal, y darán suavidad al alma y serán medicina para los huesos (Prov. 16:23-24).
Recuerdo una historia que leí de un soldado en la Segunda Guerra Mundial, de la bien conocida Compañía Easy, del 506° Regimiento de Infantería de Paracaidistas, 101° División aerotransportada, del ejército de los Estados Unidos. Una compañía reconocida por sus hazañas, por su buen liderazgo, por su distinguida disciplina, y por su notable valentía y coraje. Muchos libros han sido escritos referente a ella, pero es más conocida por la serie Band of Brothers, y por el libro de ese mismo nombre. Pero hay un libro en específico, escrito por dos de sus hombres, íntimos amigos, en donde leí una historia que me impactó y que nos servirá muy bien como un ejemplo perfecto para ilustrar lo que estamos tratando. En el libro Hermanos en la Batalla – Mejores amigos, el soldado Edward Heffron nos relata:
Algo ocurrió en Düsseldorf, con lo que he tenido pesadillas durante sesenta y tres años. Es sobre lo que podría haber pasado, no sobre lo que pasó. Yo dirigía una patrulla con tres chicos de mi escuadrón. Nuestras órdenes eran limpiar un lado de la ciudad. Íbamos casa por casa, cuando nos topamos con un refugio antiaéreo. El procedimiento operativo estándar era lanzar una granada al búnker y luego abrir la puerta de una patada. Una voz en mi cabeza me dijo: «¡No tires esa granada!» Le dije a uno de los chicos con los que estaba, un muchacho de Carolina del Norte, que retuviera su granada, y yo retenía la mía. Yo tenía una ametralladora Tommy en una mano y una granada en la otra. Me arriesgué y solo abrí la puerta de una patada.
Lo que vimos nos dejó sin aliento. Una joven de unos veinte años estaba allí de pie, con dos niños pequeños agarrados a su vestido y una pareja de ancianos de pie detrás de ella. Estaban muertos de miedo. La madre les hablaba a los niños en alemán tratando de calmarlos. Debieron oírnos llegar y, cuando abrí la puerta de una patada, pensaron que los matarían. Los miramos y no dijimos ni una palabra, sino que arrojamos al suelo algunos caramelos y chocolate de nuestros bolsillos, y nos fuimos. Si hubiéramos seguido las órdenes y hubiéramos arrojado la granada, una familia inocente habría muerto. Niños inocentes habrían muerto. Tengo pesadillas en las que sueño que sí lanzó la granada.
Estando ya afuera, los otros soldados y yo nos miramos unos a otros. Uno de ellos me dijo. «¿Qué te hizo retener esa granada?» Le dije: «Por la forma en cómo ustedes me están mirando, sé que hice lo correcto». Me quedé pensando profundamente durante días: ¿Qué habría sido de mí? ¿Qué me habría ocurrido? ¿Me habría afectado tanto que hubiera quedado en estado vegetal? Sé que no habría podido aguantar, que no habría podido vivir, después de matar a niñitos pequeños.
Muchas veces los que testifican solo lanzan la granada, no considerando las repercusiones que esto pueda tener. Muchas veces los que testifican actúan imprudentemente, no midiendo los efectos que causará su actitud, y no considerando pausadamente las repercusiones de sus palabras. Actúan como robots sin afecto natural, con un terrible desequilibrio teológico que, en la práctica, los lleva a un desequilibrio en su actitud, haciendo que causen heridas innecesarias en las personas, alejándolas del evangelio en lugar de acercándolas a un Cristo que es manso y humilde de corazón. Tales personas dicen en su corazón: “¡Ah, pero es mi deber decir esto! ¡Ah, es que se me ordena ser un atalaya!”, y sí, pero el atalaya no dispara al pueblo, sino que con compasión busca que ellos vivan. Fue Dios quien susurró esas palabras en el corazón del soldado Heffron antes de entrar, para que no derramara sangre inocente y esa familia se pudiera salvar; y él, aunque tenía ciertas órdenes y deberes, siguió la prudencia y la clemencia, las cuales también eran su deber ante Dios. Él hizo lo correcto, y no entró como caballo desbandado a ese lugar. Ay de él si lo hubiera hecho; no hubiera podido vivir consigo mismo. Ahora bien, alguien pudiera decir: “¡Pero es que a mí se me ordena hacer esto!”, y yo le respondo: Sí, pero Dios no nos manda a que actuemos como robots sin afecto natural. Ese no es nuestro Dios. A los rígidos e inclementes, Jesús les volvería a decir: “Id, pues, y aprended lo que significa: Misericordia quiero, y no sacrificio” (Mat. 9:13).
Pero algunos mantienen una actitud rígida, tan rígida, que son capaces de lanzar esa granada, porque “son las órdenes”, y con sus palabras hirientes forman una barrera en el corazón de sus familiares y amigos, en lugar de ser una cuerda de amor que los traiga a su Salvador. Es verdad que el orgullo del pecador lo lleva a ofenderse por la verdad, pero eso no significa que también lo ofendamos por nuestra actitud al decirles esa verdad. Dios quiere que les transmitamos esa verdad con amor, porque así es cómo Él la transmite; y tenemos que entender esto: Que Dios les hace llegar Su verdad por amor; y es por eso que, si los hombres rechazan la verdad, “se pierden por cuanto no recibieron el amor de la verdad para ser salvos” (2 Tes. 2:10b); se pierden por cuanto ellos rechazaron el amor de Dios. Por tanto, si hemos de ser verdaderos heraldos de Dios, actuemos como Dios nos pide: En amor. No debemos alejar a la gente por nuestro comportamiento legalista y farisaico, y por nuestras palabras faltas de amor e inclementes. Entendamos esto, y cumplámoslo sinceramente, para que no se diga de nosotros: “¡Ay de vosotros… hipócritas! porque cerráis el Reino de los cielos delante de los hombres; pues ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que están entrando” (Mat. 23:13).
Hermano, si tus familiares y amigos se van a ofender por la verdad, pues que se ofendan por la verdad de la Palabra, pero no por una actitud farisaica y legalista en ti; no seamos culpables de las muertes de ellos; no seamos culpables de que ellos se alejen por haber usado nosotros nuestras espadas para cortarles la cabeza en lugar de para traspasar sus corazones con la Palabra que da vida a los muertos. No seamos como Joab que derramó sangre inocente en dos ocasiones, matando a Abner y a Amasa, cuando David ya había sido misericordioso con ellos. Hermano, analiza los textos: Joab pensaba que estaba haciendo lo correcto, que estaba impartiendo justicia, que “era su deber”, pero solo estaba manchando sus manos por una mentalidad y actitud rígidas, implacables e inmisericordes en él (2 Sam. 3:27-29; 2 Sam. 20:9-10), lo cual se le consideró pecado y deshonra hasta el día de su muerte (1 Reyes 2:5-6). Las palabras de David cuando se refirió a Joab deberían hacernos meditar: “Estos hombres, los hijos de Sarvia, son muy duros para mí” (2 Sam. 3:39).
Aprendamos de este ejemplo, y no seamos como Joab en esto. Porque así como el Hijo de Dios no vino al mundo para condenar al mundo sino para que el mundo sea salvo por Él (Juan 3:17), así mismo nosotros no debemos, ni con palabras hirientes ni con una actitud agresiva, alejar a los hombres como empujándolos con una patada hacia el infierno, en lugar de darles la mano para rescatarlos de ese camino al infierno. Es verdad que luego en el versículo 18 dice que el que no cree en Él ya ha sido condenado, pero debemos buscar transmitirles esta verdad con un espíritu manso (1 Pd. 3:15). Sí, debemos advertirles acerca del infierno, pero no nos corresponde empujarlos hacia el infierno. ¡Lo que nos corresponde es hacer todo lo que esté a nuestro alcance para salvarlos! (1 Cor. 9:22). Se nos ha dado una espada no para cortar cabezas, sino para traspasar los corazones de los hombres, para que se hallen desnudos ante Aquel a quien tendrán un día que rendir cuentas, reconociendo su necesidad de Cristo, y así clamen por misericordia y salvación. No hemos sido llamados a perderlos, sino a salvarlos; no hemos sido llamados a alejarlos y empujarlos hacia el horno, sino a atraerlos y a rescatarlos, salvándolos de las llamas del infierno. Quizás alguien pueda estar pensando: “Oh, no es correcto usar ese tipo de lenguaje; no es propio para un hombre usar esas palabras, porque nosotros no salvamos a nadie, sino que es el Espíritu el que salva”. Hermano, ¿podrías dejar tu estorbosa rigidez a un lado por un momento, y recordar que Pablo y Judas usaron este mismo lenguaje y sin disculparse? (Jud. 1:23; Rom. 11:14; 1 Cor. 9:22), porque es obvio que solo Dios es el Único Salvador, y que a lo que se refieren al usar este lenguaje es que estamos llamados a ser esas “cuerdas humanas”, esas “cuerdas de amor” con la que Dios atrae a los hombres a Sí mismo (Oseas 11:4). Meditemos bien en esas palabras: CUERDAS DE AMOR.
No seamos como el hombre necio cuyas palabras son como golpes de espada, sino que más bien procuremos que nuestros labios sean medicina (Prov. 12:28), que nuestro corazón medite bien antes de responder, y así no derrame lo que no debe (Prov. 15:28); para que no lancemos granadas sin pensar en las consecuencias, sino que más bien seamos sabios de corazón y hagamos prudente nuestra boca, añadiendo gracia a nuestros labios, como destilando miel del panal, y así nuestras palabras darán suavidad al alma y serán medicina para los huesos (Prov. 16:23-24). Así como el soldado Heffron, que, en lugar de lanzarles la trágica granada, lo que les terminó lanzando fueron dulces de sus bolsillos, así nosotros, en lugar de duros golpes, démosles “miel… palabras agradables, dulces al alma” (Prov. 16:24).
Hermano, si le testificas a tus amigos y a tu familia (lo cual debes hacer), o si sales a evangelizar a las calles, recuerda ser como Aquel que te amó, Aquel que cuando miró al joven rico “lo amó” (Mar. 10:21). Cuando testificamos, no debemos cortar cabezas con una actitud y voz altaneras. Nuestro corazón debe arder de amor por Dios, y, por tanto, de amor por las almas que van caminando perdidas vagando por este mundo. El misionero David Brainerd decía que cuando su alma estaba más cerca de Dios, más amaba él a las almas perdidas; que cuando su corazón más se elevaba en afectos santos hacia Cristo y más percibía la Presencia de Dios, más amor y compasión sentía por los perdidos; que cuando estaba en los periodos de más devoción en la oración y en la Palabra, más se conmovía su alma por las almas que no conocían a Dios, y más dolor sentía por ellas. ¿Por qué? ¡Porque estaba más cerca de Dios, y Dios más le transmitía lo que había en Su Divino corazón, sumergiéndolo en Su amor! (1 Juan 4:7-8).
Hermanos, que nuestros afectos sean sinceros, sintiendo compasión de ellos; una compasión que emana de un amor sincero y genuino, como Jesús, quien “al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor” (Mat. 9:36). Y la compasión no emana por sí sola, sino que es fruto del amor. “Jesús, mirándole, le amó” (Luc. 10:21). No tengamos miedo de usar este lenguaje, pues Jesús no lo tuvo; y fue bastante claro en Sus palabras (Juan 3:16).
Nuestro corazón debería apretarse y nuestras entrañas conmoverse al ver a esas almas a los ojos y ver el vacío en sus miradas. Y ellas, al vernos a los ojos, puedan ver el sincero amor de Cristo hacia ellas, el cual, mirándolas, las ama (Luc. 10:21). No estamos evangelizando correctamente si no amamos a las almas sincera y genuinamente. Si nos mostramos prepotentes, no estamos dando fiel testimonio de Cristo, pues no era esta Su actitud. Incluso los niños podían acercarse a Él; pues veían en Él un corazón cálido, manso, genuino y humilde. Y el corazón de Cristo es el mismo corazón de Dios, Quien no quiere la muerte del impío, sino que se arrepienta y viva. Pero a veces pareciera ver en las calles a predicadores de la escuela de Jonás, que con su actitud pareciera como si quisieran que las almas se perdieran. ¡No, no! “¡¿Qué espíritu hay en vosotros?!”, les diría el mismo Señor Jesús (Luc. 9:54-56).
Y referente a Jonás, cuando estudiamos aquel libro, vemos que realmente no se trata acerca de Jonás, sino que el tema principal del libro es la Misericordia de Dios; el protagonista del libro es Dios, un Dios misericordioso que amó a los pecadores de Nínive y sintió compasión de ellos; un Dios tan Misericordioso, que también fue Compasivo con el rígido y sectario israelita Jonás, a quien en gracia le enseñó: “¿Tanto te enojas?… Tú tuviste lástima de la calabacera, en la cual no trabajaste, ni tú la hiciste crecer; que en espacio de una noche nació, y en espacio de otra noche pereció. ¿Y no tendré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad donde hay más de ciento veinte mil personas que no saben discernir entre su mano derecha y su mano izquierda, y muchos animales?” (Jon. 4:9-11).
Hermanos, si realmente queremos atraer a las almas a Cristo, si realmente queremos ser esas cuerdas humanas con las que Dios atraiga a los perdidos hacia Él, entonces analicemos nuestra actitud, analicemos nuestras palabras. ¿Estamos siendo esas cuerdas “de amor”? Seamos honestos, hermanos, y reconozcamos en qué estamos fallando, y clamemos a Dios: “Crea en mí, oh Dios, un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí… espíritu noble me sustente. ENTONCES enseñaré a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a Ti” (Sal. 51:10-13).
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