Un relato personal de la muerte de Martín Lutero
Felipe Melanchthon
El siguiente artículo está compuesto por las palabras del mismo Felipe Melanchthon, amigo personal de Martín Lutero, al dar el anuncio público de la muerte del reformador. Y también por las mismas palabras y oraciones del propio Lutero, cuando veía que la hora de encontrarse con su Salvador ya había llegado en ese momento.
El anuncio de Melanchthon acerca de la muerte de Lutero
“Amados estudiantes: como saben, estamos ocupados en una exposición gramatical de la carta a los Romanos, que contiene la verdadera doctrina sobre el Hijo de Dios, revelado a nosotros por Dios en este tiempo, por Su extraordinaria bondad, realizada por nuestro reverendo padre y amado maestro, el doctor Martín Lutero. Pero tristes noticias han llegado hoy aquí, haciendo tan grande mi dolor que no sé si podré seguir adelante con esta conferencia. Como aconsejan los demás señores, les contaré lo que sigue, para que sepan cómo sucedió en realidad, y no crean el falso rumor que se extiende, y para que ustedes mismos no difundan cuentos no veraces.
El miércoles 17 de febrero, justo antes de la cena, el doctor [Lutero] empezó a sufrir su padecimiento habitual, presión de líquido en la boca del estómago, de la que ya venía sufriendo en varias ocasiones. Después volvió a tener dolores. En medio de su sufrimiento pidió que lo llevaran a la habitación contigua, donde permaneció durante casi dos horas mientras el dolor iba empeorando. El doctor [Justas] Jonas estaba durmiendo en la misma habitación, de modo que el doctor Martín lo llamó y lo despertó pidiéndole que se levantara y diera instrucciones a Ambrosio, el tutor de sus hijos, para que calentara la habitación. Pero cuando este hubo salido, el conde Albert de Mansfeld y su esposa entraron, y otros muchos cuyos nombres no se mencionan en esta carta por razón de la premura. Poco antes de las cuatro de la madrugada del día siguiente, 18 de febrero, sintió que había llegado el final de su vida, y se encomendó a Dios con la siguiente oración:
“¡Mi Padre celestial, Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo! Te agradezco, Dios de todo consuelo, porque me has revelado a tu amado Hijo, a Jesucristo, en quien he creído, a quien he predicado y confesado, amado y alabado, pero a quien el perverso papa y todos los impíos condenan, persiguen y blasfeman. Oh mi querido Señor Jesucristo, a Ti oro y a Ti encomiendo mi alma. Oh padre celestial, aunque deba abandonar este cuerpo y partir de esta vida, sé verdaderamente que estaré contigo para siempre, y nadie me arrebatará de tus manos”. Y en latín dijo: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. También pronunció las palabras del salmo 68: “¡Dios, nuestro Dios ha de salvarnos, y de Jehová el Señor es el librar de la muerte!”. Luego, de manera rápida, repitió tres veces: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Tú me has redimido, Oh Dios de verdad”.
Tras haber pronunciado esta oración varias veces, Dios lo llamó al descanso y el gozo eternos, donde se regocijará en comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y con todos los profetas y apóstoles. ¡Ay! El auriga y carro de Israel ha muerto, aquel que guio a la Iglesia en esta última era del mundo. La doctrina del perdón de los pecados y de la fe en el Hijo de Dios no fue captada por medio de la sabiduría humana; no, sino que fue revelada por Dios a través de este hombre que percibimos que fue impulsado por Dios. De modo que atesoremos su memoria y la enseñanza que comunicó. ¡Seamos humildes y meditemos en los enormes desastres y los cambios de peso que vendrán a suceder después de su muerte!”.
Sermón fúnebre de Melanchthon para Lutero
Este es el sermón que Felipe Melanchthon predicó en el funeral de Martín Lutero:
Algunas personas, sin la intención de ser maliciosas, han dado voz a la sospecha de que Lutero era demasiado extremista. No lo negaré, sino que sencillamente citaré la opinión de Erasmo: “En estos últimos tiempos, Dios nos ha enviado a un médico violento, a causa de la naturaleza extrema de nuestras enfermedades”. No niego que las almas ardientes en ocasiones se desvíen hacia un celo exagerado; nadie está del todo libre de las enfermedades de la naturaleza humana. Sin embargo, tales almas suelen merecer el elogio otorgado por el antiguo proverbio: “ásperas, ciertamente, pero caracterizadas por los más altos principios”. En la iglesia de Cristo, el apóstol Pablo habla de aquellos que “pelean la buena batalla, conservando la fe y una buena conciencia”, quienes son tanto aceptables a Dios como dignos de estima entre las personas piadosas. Lutero fue de este clase. Incesantemente defendió las enseñanzas puras del cristianismo, y conservó una honrosa integridad de carácter. Nadie encontró jamás en él una vana degradación ni consejos subversivos; muy al contrario, con frecuencia abogó por las medidas más pacíficas, y nunca, nunca metió la política de manera encubierta en sus reformas de la iglesia con el fin de magnificar su propio poder.
¿Qué más diré de sus otras excelencias? Con frecuencia iba a verle, sin avisar, y lo descubría empapado en lágrimas y oraciones por la Iglesia de Cristo. Dedicaba un tiempo específico casi todos los días para la ferviente lectura de los Salmos de David, y con ellos mezclaba sus propias oraciones acompañadas de suspiros y llanto. Solía decir lo enojado que se sentía por esas personas que hacían sus ejercicios devocionales a toda prisa, ya fuera por pereza o con el pretexto de tener otras cosas que hacer. Por esta razón —decía— la sabiduría de Dios ha designado algunas formas establecidas de oración, para que al leerlas nuestras mentes se enciendan con devoción espiritual. En su opinión, leer estas oraciones en voz alta era especialmente útil como lecha para encender la piedad.
Cuando una multitud de graves problemas han excitado las mentes del pueblo respecto a las amenazas contra la seguridad pública, nosotros mismos hemos visto la asombrosa energía mental de Lutero, su intrépida e inconmovible fortaleza. Su ancla era la fe, y estaba decidido, con la ayuda de Dios, a nunca ser separado de ella. Su entendimiento era tan grande que sabía de inmediato lo que se necesitaba hacer en medio de las circunstancias más confusas. No actuaba, como muchos han imaginado, descuidando al bienestar de la comunidad, ni era despectivo frente a las inclinaciones de los demás. Sabía muy bien lo que exigía el interés público, y era sumamente astuto a la hora de discernir las capacidades y las disposiciones de todos los que le rodeaban. Aunque tenía esta mente extraordinariamente aguda, leía con avidez tanto los escritos antiguos cristianos como los modernos, y toda clase de historias, aplicando sus ejemplos a las realidades presentes con asombrosa destreza. Los registros permanentes de su elocuencia están con nosotros, y a mi juicio él fue como cualquiera de los que han sido más famosos por sus poderes de oratoria en público.
Y, ahora, este gran hombre nos ha sido quitado. Fue bendecido con la más grande competencia intelectual; fue bien enseñado y poseía una larga experiencia en la comprensión de la verdad cristiana; estaba adornado de muchas nobles cualidades, con virtudes encajadas en el molde más heroico. La providencia de Dios lo eligió para reformar la Iglesia. Cargaba un amor verdaderamente paternal hacia todos nosotros. Y, ahora, como digo, nos ha sido arrebatado. Nuestra pérdida exige y justifica las lágrimas que derramamos. Somos como huérfanos que ha perdido a un padre admirable y fiel. Debemos someternos a la voluntad del Cielo. Pero no permitamos que perezca la memoria de sus virtudes y los servicios que nos prestó.
Extracto tomado del libro 2000 años del poder de Cristo, Vol. 3
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