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El que ama el placer será pobre

George Lawson

Proverbios 21:17: El que ama el placer será pobre; el que ama el vino y los ungüentos no se enriquecerá.

“No améis al mundo ni las cosas que están en el mundo”, porque “si alguno ama al mundo, [o los apetitos de la carne, o cualquier otra cosa mundana] el amor del Padre no está en él” (1 Jn. 2:15).

¿Entonces tenemos que renunciar al placer y todas las satisfacciones terrenales? ¿Quién va a entrar en los caminos de la Sabiduría si se pone esta condición? No hay que renunciar al
placer de forma absoluta. El hombre que es verdaderamente religioso halla más placer, aun en sus diversiones terrenales, que el sensualista más feliz; pero no tenemos que amar el placer como si fuera la fuente de nuestra felicidad. Debemos entregar nuestros corazones a Dios y no permitir que nada terrenal usurpe su lugar en el trono de nuestras almas.

No es ninguna desgracia que se nos imponga la prohibición de amar el placer, porque el sensualista, con su amor a los deleites de la carne, destruye todo lo que más quiere. No solo hace daño a su alma, sino que también deteriora su salud y desperdicia sus bienes; si es rico, se hace pobre; si es pobre, se ve obligado a mendigar, y quizá hasta acabe en la cárcel. Aun en la tierra de Canaán, donde abundaban las vides y las olivas, la pobreza era la consecuencia habitual de la disipación y la juerga; ¿y cómo puede escapar de la pobreza el que vive en un país donde el entorno coincide con la Escritura a la hora de prohibir los excesos y amenazar con la pobreza como recompensa?

Todos los días vemos ejemplos de la veracidad de este proverbio en hombres que se han visto abocados al hambre y a la pobreza por satisfacer sus ansias de placer. Los glotones, los borrachos y los juerguistas son unos necios en este mundo, así como en el venidero; agotan con su desenfreno las fuentes mismas de sus placeres y, después de contraer, por la fuerza de la costumbre, el deseo incontenible de saciarse de vino y de otros placeres de los sentidos, acaban careciendo, no solo de los lujos, sino también de las necesidades más básicas de la vida.

Si queremos ser felices, sigamos, pues, la regla del Apóstol: “El tiempo es corto; que […] los que se alegran [sean] como si no se alegrasen; […] y los que disfrutan de este mundo, como si no lo disfrutasen” (1 Co. 7:29-31 RVR 1960).

Celebrar fiestas entra dentro de lo legítimo, pero cuando los hombres banquetean sin temor (cf. Jud. 1:12), su alegría los lleva al desenfreno, cosa que la Escritura condena expresamente. No pensemos en proveer para las lujurias de la carne; antes bien, vistámonos del Señor Jesucristo (cf. Ro. 13:14).

Todos los derechos reservados

Este libro está disponible en Cristianismo Histórico.

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