Tiempos peligrosos: Un diagnóstico de nuestro cristianismo
José Grau
¿Cómo nos ven los de fuera?
Un conocido, y muy leído, columnista de la prensa norteamericana, Michael Novak, declara recientemente que la cristiandad evangélica, a la que él contempla desde fuera, como observador secular, se define en nuestro tiempo por tres síntomas lamentables:
- Credulidad, más que fe bíblica.
- Gracia barata, tal como la definió Bonhoeffer, y
- Piedad hera.
Según N. Novak, las iglesias protestantes americanas comparten con grandes sectores del país una confusión cultural que afecta a los valores morales e incide en los espirituales.
En otras épocas, las iglesias protestantes en Estados Unidos ejercieron una tremenda influencia en la vida cultural y social del país, hasta tal punto que fueron capaces de contrarrestar otras corrientes y dirigir en gran medida el curso de la vida y el pensamiento de millones de ciudadanos de la gran República. En aquel entonces, las iglesias protestantes eran iglesias del Libro —la Biblia, se entiende— sin paliativos, y como a tales, supusieron una fuerza moral poderosa y positiva —hasta arrolladora, no solamente en el plano religioso, sino en el moral y cívico también— especialmente en el período fundacional de la nación. Después, desgraciadamente, la superficialidad y las nuevas modas secularización acabaron imponiéndose.
Aunque muchos no se dan cuenta de ello, el hecho escueto es que la comunidad cristiana se halla contaminada del espíritu mercantilista y relativista que prevalece en la cultura contemporánea.
Credulidad más que fe bíblica
Lo que definía la fe de un cristiano evangélico, de un protestante —en el sentido histórico, clásico, del vocablo— era su lealtad a la Sola Escritura y su fidelidad al Solo Cristo Hoy, por el contrario, ha surgido lo que el historiador Charles Frankel ha denominado el nuevo irracionalismo.
¿En qué consiste el nuevo irracionalismo? Básicamente, se trata de la credulidad en su sentido más lastimoso. La base de la fe es más el conjunto de experiencias y sentimientos subjetivos que no la sana doctrina inteligentemente pensada, sentida y razonada.
Pero hay más. Junto al nuevo irracionalismo aparece la nueva igualdad, que consiste en no reconocer, ni admitir, ninguna diferencia apoyada en la cultura, en la experiencia académica o vital, en la pericia, el esfuerzo o simplemente el trabajo.
Los niños son tan capaces como los catedráticos (el fenómeno de El libro rojo del cole es elocuente al respecto) y, en la misma línea, el miembro de iglesia con escasa cultura piensa que su opinión es tan autorizada como la del predicador experimentado o el creyente de muchos años. En la península Ibérica tenemos el mismo problema agravado por la falta de tradición bíblica en el ámbito religioso. La lógica (?) de la nueva igualdad viene a decir: ¿No somos todos iguales delante de Dios? ¿A qué viene, pues, hablar de diferentes dones y distintos ministerios y responsabilidades?
Desaparecen las nociones de autoridad y enseñanza. Tenía que ocurrir. Puesto que más que aprender unos de otros y todos de la Palabra de Dios, se trata de compartir experiencias en el plano humano (aunque este plano se pretenda religioso y aun “carismático”); es el “acontecimiento cultural”, en donde el centro es el hombre y no Dios, y en todas las palabras que más se escuchan son las humanas y no las divinas.
En nuestros medios ha proliferado una fauna que difícilmente podríamos calificar de protestante si aplicáramos las definiciones tradicionales. La creencia de muchos es actualmente la fe en nuestra propia fe (subjetiva) más que en el Cristo (objetivo); se confía más en lo que uno imagina que el Espíritu hace en el creyente que no en lo que Cristo hizo en la cruz por nosotros. El punto de apoyo ya no es la Roca inamovible del Hijo de Dios contra la que se estrellan las olas de la vacilación, la duda y la incredulidad, sino la corriente movediza y voluble de nuestros entusiasmos y estados de ánimo. Teóricamente, no se reniega de Cristo ni de su Palabra, pero la autoridad final a efectos prácticos ya no es la del Señor sino la del corazón del creyente. No la Palabra sino las mil y una palabras —o gritos— del culto —acontecimiento— en que, pese a todos los “Aleluyas” y todos los gestos y voces de factura espiritual, la celebración redunda más a la mayor gloria de los creyentes que a la de Dios. Apariencias aparte.
Al lado del nuevo irracionalismo y de la nueva igualdad se coloca otra novedad: el nuevo individualismo que, en cierta manera, es consecuencia de lo anteriormente descrito.
El nuevo individualismo exige y proclama todas las libertades personales sin ninguna responsabilidad social. Ha confundido el personalismo cristiano (la fe es algo eminentemente personal) con el individualismo ácrata (la fe es personal, pero no individualista), y así solamente sabe de derechos pero no de deberes. Esta mentalidad, que en la calle es moneda corriente, se introduce subrepticiamente en las iglesias y trata de tomar carta de naturaleza al amparo de textos retorcidos y sentimentalismos enfermizos.
Gracia barata
Los ingredientes apuntados concurren para producir lo que el teólogo alemán Bonhoeffer denunció ya en la década de los treinta: la gracia barata. Es decir: fe sin arrepentimiento, vida cristiana sin consagración, vida eclesiástica más que vida eclesial, sectarismo con preferencia a “todo el consejo de Dios”, etc.
La credulidad fácil, que en algunas latitudes raya en la superstición, estriba fundamentalmente en una experiencia puramente subjetiva sin el rigor de una doctrina sanamente razonada y a prueba de críticas. Esta credulidad se encuentra a merced de las presiones de cualquier viento de doctrina. De ahí que un soplo —sin precisar huracanes— produzca tantas tempestades sectarias. De ahí la proliferación de tantos particularismos y tantos capillismos; de ahí también lo fácil que tienen la entrada en nuestras congregaciones los exaltados, los sectarios y los “iluminados” (?). Sin darnos cuenta, les preparamos el terreno al permitir esta clase de “fe” y credulidad.
Se trata de una gracia tan barata la de estos “nuevos evangelio” —tan bajamente valorada— que fácilmente se convierte en la cómoda aceptación del perdón sin un sentido simultáneo de la tragedia que supuso el coste de nuestra redención: sin una percepción clara de la seriedad y majestad que conlleva nuestra salvación. Nos acercamos a las cosas santas sin la reverencia que toda la Biblia exige al pecador que se allega a Dios.
Piedad huera
Confundimos la familiaridad con lo santo y con el Salvador con la irrespetuosidad. Se diría que nuestro Dios es una especie de “Papa Noel”, bonachón y despistado al que hasta se le puede tomar el pelo.
A esta piedad le cuadra el legalismo y el tradicionalismo denominacional que cubren y disfrazan todas las penurias espirituales y la falta de inquietudes serias. La devoción y la consagración solo se conciben en el plano individual, y nada quieren saber de compromisos éticos en las esferas públicas, ni de cuestiones morales en lo colectivo, social o cultural. La fe es cada vez más una cosa privada y privatizada.
Pero, a medida que corre el tiempo y algunos creyentes superan la superficialidad de sus primeros comienzos, surgen problemas e inquietudes. Y estos cristianos sienten cierta incomodidad ante la presencia de las grandes cuestiones que preocupan a sus semejantes y al pueblo en medio del cual viven. Otro malestar se hace evidente cuando a los eslóganes de la llamada “vida victoriosa” y triunfalista —lugares comunes que a fuerza de repetición algunos asumen durante más o menos tiempo— les sucede la cruda realidad del pecado, los fallos y los yerros del cristiano.
La vida cotidiana no es lo mismo que las “jornadas especiales de consagración”; la existencia de cada día presenta más complejidades que los simples arrebatos de un instante “carismático” o unos momentos místicos.
El abismo entre el entusiasmo del culto y la prosa del trabajo diario va ensanchándose. Vida secular y vida religiosa enfrentadas, con peligros de “esquizofrenia espiritual” y de doble vida. No por hipocresía sino por superficialidad.
Se piensa: Si uno ha nacido de nuevo no puede tener dudas. Si se tiene a Cristo en el corazón, ¿por qué complicar, e implicar, al intelecto con ello? La inteligencia es sospechosa y solo los sentimientos son considerados como “espirituales” en esta nueva versión del gnosticismo; lo sencillo se confunde con lo mediocre y la teología bíblica es temida como cosa de brujas.
¿Qué será de nuestro futuro?
¿Qué será de las frutas generaciones de cristianos si su equipaje doctrinal, cultural y devocional es tan pobre? ¿Qué harán, qué dirán sin una ética personal y social coherente y aplicada? ¿Qué testimonio serán capaces de difundir las iglesias si el único legado que les queda es tan falto de reflexión, tan carente de realismo y tan poco responsable?
La tarea posible aún de la generación actual de evangélicos consiste en la superación de la credulidad, la gracia barata y la piedad huera. Una superación que signifique, al mismo tiempo, la implantación de un cristianismo evangélico caracterizado por la fe bíblica, la gracia realista y la piedad responsable.
Lo que más necesita nuestro pueblo evangélico, aquí y ahora, es arrepentimiento y revisión de vida. Restablecer las prioridades y reencontrar la propia identidad que nos devolverá la comprensión inequívoca de nuestra vocación.
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Cortesía de la revista Nueva Reforma. Usado con permiso. Todos los derechos reservados.