La disciplina bíblica de la Iglesia: Introducción
Daniel E. Wray
Es necesario en nuestros tiempos endurecidos y apóstatas que la Iglesia sea llamada a un retorno a la doctrina neo-testamentaria de la disciplina eclesiástica. En nuestros días, la Iglesia ha llegado a ser tolerante en cuanto al pecado aun cuando se encuentre en medio de ella. Esto acarrea la ira de Dios sobre la indiferencia de la Iglesia en cuanto a su santidad. La Iglesia moderna parece más dispuesta pasar por alto el pecado que a denunciarlo, y más dispuesta a comprometer la Ley de Dios que a proclamarla. Es un hecho lamentable que muchas iglesias rehúsen tomar en serio el pecado. No tenemos ningún derecho a dialogar sobre el pecado. Esa fue la equivocación de Eva. Las sugerencias del tentador deberían haber sido reprendidas oportunamente; pero, en vez, fueron discutidas (Gen 3:1–5). Esa discusión significó compromiso y pecado. La Iglesia no puede permanecer firme ante sus enemigos mientras pasa por alto el pecado en sus propias filas (cf. Josué 7:1–26).
Hoy, la Iglesia encara una crisis moral dentro de sus propias filas. Su fracaso en cuanto a tomar una posición fuerte contra la maldad (aun en medio de ella), y su tendencia a estar más preocupada por lo que es conveniente que por lo que es correcto, ha privado a la Iglesia de poder y honradez bíblica. Es verdad que, históricamente, la Iglesia ha errado a veces en esta materia de la disciplina, pero hoy el problema es de completa negligencia. Sería difícil mostrar otra área de la vida cristiana que esté más generalmente descuidada por la Iglesia evangélica moderna que la disciplina eclesiástica.
Es irónico que este rechazo se justifique frecuentemente en nombre del amor. Cuando el apóstol Juan escribió que deberíamos amarnos “los uno a los otros”, también escribió: “Y este es el amor: que andemos conforme a sus mandamientos” (2 Jn. 5,6). Como veremos, el ejercicio de la disciplina eclesiástica es un mandato del Señor de la Iglesia. Cuando se efectúa adecuadamente, es una profunda exhibición de amor cristiano. Para expresarlo de otra manera, el verdadero desafío del amor cristiano no pasa por alto la utilización de las diversas formas de disciplina dondequiera que sean aplicables. El amor necesariamente desafía el pecado en nosotros mismos y en nuestros hermanos. No es más amor el que un cristiano observe a un hermano en Cristo seguir un camino de pecado sin ser retado que es amor para un padre observar a su hijo caminar hacia el desastre sin impedírselo. Si buscamos la bendición de Dios en nuestras iglesias, es esencial que nos conduzcamos nosotros mismos según la Palabra de Dios. Él nos dice cómo conducirnos nosotros mismos en “la casa de Dios” (1 Ti. 3:15). No debemos mirar al mundo para tal guía. Si hemos de practicar el amor cristiano, debemos practicar la disciplina eclesiástica.
Por otra parte, no le va a hacer a la Iglesia ningún bien si practicamos las formas apropiadas de disciplina sin el espíritu de amor y la humildad que caracteriza a los discípulos del Señor Jesucristo. No pretendemos sugerir que la disciplina eclesiástica es una cura para todos los males de la Iglesia contemporánea; ni que la disciplina es la única o la manera principal como debemos mostrar nuestro mutuo amor. Más bien abogamos que ésta es parte de la reforma necesaria en la Iglesia hoy. La manera de reformar la Iglesia siempre se halla a lo largo del camino de la revelación bíblica. El propósito de este opúsculo, por tanto, es simplemente indicar el camino de regreso a la práctica bíblica de la disciplina eclesiástica.
El siguiente resumen dejará claro nuestro enfoque: (1) La necesidad y el propósito de la disciplina eclesiástica; esto contestará la pregunta: “¿Por qué practicarla?” (2) Los modos de disciplina eclesiástica; esto contestará la pregunta: “¿Cómo disciplinamos?” (3) Los receptores apropiados de la disciplina eclesiástica; esto contestará la pregunta: “¿Quién debe ser disciplinado?” (4) Objeciones previstas a la disciplina eclesiástica y nuestras respuestas a las mismas.
Usado con permiso