No seas sabio a tus propios ojos
No seas sabio a tus propios ojos, teme al SENOR y apártate del mal (Proverbios 3:7).
El hombre vano se juzga sabio, aunque cuando nace es tan ignorante como un “pollino de asno montés” (cf. Job 11:12). El mundo está lleno de hombres sabios, o que dicen serlo; pero no podemos ser verdaderamente sabios a menos que nos hagamos necios, renunciando completamente a depender de nuestra propia inteligencia y confiando con humildad en el Señor para que nos proporcione la sabiduría que necesitamos para iluminar nuestras mentes y dirigir nuestros caminos. Cuando fingimos pedir consejo a Dios pero seguimos manteniendo una secreta dependencia de nosotros mismos y ocultamos en nuestro interior el propósito de no hacer caso de su Palabra ni de su providencia siempre que nos lleve la contraria, entonces jugamos a ser hipócritas con Dios y a cubrirnos con esa confianza en nosotros mismos que Él aborrece, con falsas profesiones de fe y de resignación a su voluntad. Johanán y sus orgullosos compañeros recibieron la terrible advertencia del profeta Jeremías por caer en esta misma simulación (cf. Jer. 42:19-22).
Tener muy buena opinión de la sabiduría humana es tan peligroso que Isaías lo condena rotundamente. Claro está que no debemos cerrar los ojos a la realidad, ni renunciar a nuestro propio entendimiento, ni creer contradicciones; pero ciertamente deberíamos mantener nuestro raciocinio en sujeción a la Palabra de Dios, ser conscientes de nuestra fuerte tendencia a errar y de la absoluta necesidad que tenemos de la dirección divina, especialmente en los asuntos relacionados con la religión (cf. Jer. 10:23; 1 Co. 2:14, 15).
Para que nuestros caminos se enderecen, debemos también temer al Señor y apartarnos del mal. Hay una promesa de instrucción divina para todos aquellos que temen al Señor (cf. Sal. 25:12-14). Este sentimiento religioso tiene la facultad de evitar de forma natural que el hombre se aleje del camino de verdad. Por el temor del Señor los hombres se apartan del mal; actúa como un centinela para el alma e impide que se infiltre allí la tentación. Dios hace uso de la virtud del temor, así como de la fe, para repeler la tentación y subyugar la corrupción.
“Infundiré mi temor —dice el Señor— en sus corazones para que no se aparten de mí” (Jer. 32:40). Abraham mostró su temor de Dios, al igual que su fe inquebrantable, cuando nada pudo evitar ni por un momento que obedeciera el mandamiento más extraño que ningún mortal haya recibido. “Ahora sé que temes a Dios —dijo el ángel— ya que no me has rehusado tu hijo, tu único” (Gn. 22:12).
El temor de Dios guarda al hombre de la enfermedad corporal, así como del pecado.