Hijo mío, no rechaces la disciplina del SEÑOR
George Lawson
Hijo mío, no rechaces la disciplina del SEÑOR ni aborrezcas su reprensión (Proverbios 3:11).
Con esta exhortación, igual que en muchas otras, se nos habla como a hijos; y es una señal de ingratitud en los hijos de la Sabiduría olvidarla, consintiendo que se borre de sus memorias o que no tenga ninguna influencia práctica sobre ellos (cf. He. 12:5).
Aquí se nos advierte contra el peligro de rechazar la reprensión divina o de desanimarse por ella. Las reprensiones de la Providencia se tienen en poco cuando las personas no estiman la mano suprema que las aflige, cuando no consideran el designio de Dios al afligirles, o cuando por la estupidez de su mente o la dureza de su corazón no se someten a ellas. Esto es una gran afrenta contra Dios. Es como si un niño dijera a su padre cuando le pega: “No me importa, haz lo que quieras conmigo; no pienso comportarme mejor”. El rey Acaz era un hombre extremadamente malvado, pero la prueba más grande de la tozudez de su corazón fue esta: cuando el Señor le envió una tremenda angustia, él siguió caminando de modo contrario a Dios (cf. 2 Cr. 28:22).
El pueblo de Dios puede caer en este pecado si sigue durmiendo, como Jonás, en medio de la tormenta que Dios le envía para demostrarle su disgusto con su comportamiento. Pero sus amados despertarán; a veces el Señor logra este objetivo por medio de terribles tempestades de calamidad que rugen a su alrededor y a través de terror en su interior, con la fuerza suficiente como para levantarlos del más profundo sueño. Al igual que el cristiano despierto está agradecido a Dios por la más mínima de sus misericordias, así las aflicciones que otros desprecian él las considera como llamadas divinas a la reflexión.
Las aflicciones pueden despreciarse en otro sentido, el cual parece concordar mejor con el argumento que se emplea en el versículo siguiente. Los hombres las desprecian cuando no las valoran como necesarias y útiles. Necesitamos las aflicciones y, sin embargo, somos dados a pensar que bien podríamos pasarnos sin ellas y que la obra que producen podría efectuarse por medios menos drásticos. Debemos rechazar esta idea con horror, porque implica un reproche hacia la sabiduría y el amor de nuestro Padre celestial, que no aflige deliberadamente, ni hace sufrir a los hijos de los hombres; aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, sean afligidos porque las consecuencias beneficiosas son mucho más que suficientes para compensar el dolor que puedan producir (cf. 1 P. 1:6, 7). La palabra original suele tener el significado de “aborrecer”.
Fatigarse por la corrección divina es otra falta común que debemos evitar con todo cuidado. Nuestros corazones no deben murmurar contra el Señor, ni tampoco podemos consentir que surjan en ellos pensamientos de reproche, porque Dios nunca sobrepasa la debida medida de la angustia a la cual nos somete. Ningún ingrediente se vierte en la copa de la aflicción más que por su infinita sabiduría y por su gracia; la vara del Señor no descansará sobre la tierra de los justos más tiempo del necesario (cf. Sal. 125:3). El cansancio hará que el corazón se hunda como una piedra en el agua, y levantará duras sospechas contra la bondad divina. Esto inhabilitará nuestra mente para gozar de las consolaciones de Dios y responder a los designios del Todopoderoso.
Para guardar nuestras mentes de no desmayar, consideremos quién es el que nos corrige. Es el Señor, y toda carne debe callar en su presencia y recibir con reverencia y resignación todos los males que Él desee enviarles. Es el Señor, dejémosle hacer con nosotros lo que estime conveniente. Él es “grande […] en juicio y en multitud de justicia” (Job 37:23, RVR 1960) y no puede hacer mal a ninguna de sus criaturas. Pero es mucho más dulce tener en cuenta que también es un Padre que nos castiga con amor.
Extracto de “Comentario a Proverbios” por George Lawson. Reservados todos los derechos. Este libro está disponible en Cristianismo Histórico.