Lo que los tiempos exigen de nosotros
En los últimos años, se ha producido en nuestro país un sustancial aumento de lo que, a falta de una expresión mejor, denominaría religión pública. Se han multiplicado extrañamente los cultos de todo tipo…Los cultos en las reuniones en grandes auditorios públicos se han convertido en cosas habituales y familiares. Son, de hecho, instituciones de arraigo contemporáneo, y las multitudes que las frecuentan hablan a las claras de su popularidad. En resumen, nos encontramos…en una época con una inmensa cantidad de religión pública.
Ahora bien, no le voy a sacar defectos a tal cosa. Por el contrario, doy gracias a Dios por el avivamiento de la vieja “agresividad” apostólica en la religión, y por la evidente propagación de un deseo de que “para que de todos modos […] salve a algunos” (1 Co. 9:22). Doy gracias a Dios por las misiones nacionales y movimientos evangelísticos…Cualquier cosa es mejor que el torpor, la apatía y la inacción. Si Cristo es predicado me regocijo, sí, y me regocijaré (cf. Fil. 1:18).
Pero, si bien debemos sentirnos agradecidos por este aumento en la religión pública, jamás debemos olvidar que, a menos que vaya acompañado de una religión privada, no tiene valor real alguno y que puede llegar a tener efectos perniciosos. Correr incesantemente en busca de predicadores sensacionales, asistir incesantemente a reuniones multitudinarias…la búsqueda incesante de nuevas emociones y de novedades sabrosas en los púlpitos; todo ello tiene como consecuencia un tipo de cristianismo malsano y, mucho me temo, en muchas ocasiones conduce a la destrucción absoluta del alma. Porque, por desgracia, quienes dan la máxima importancia a la religión pública se dejan llevar a menudo por meras emociones pasajeras tras algún despliegue de gran oratoria eclesiástica, y acaban profesando mucho más de lo que sienten en realidad. Después de esto, solo pueden mantenerse a la altura de lo que creen haber conseguido por medio de una sucesión constante de emociones religiosas. Al final, como sucede con los comedores de opio y los bebedores de licores, llega un momento en que la dosis va perdiendo su efecto y la sensación de agotamiento e insatisfacción empieza a apoderarse de sus mentes. Me temo que, demasiado a menudo, la conclusión de todo ello es el relapso al estado inerte e incrédulo, y a un retorno absoluto al mundo. ¡Y todo ello a resultas de no tener más que una religión pública! Ojalá que recordáramos que no fue el viento, el fuego o el terremoto lo que le reveló a Elías la presencia de Dios, sino un “silbo apacible” (1 R. 19:12).
Ahora bien, deseo hacer una advertencia en lo relativo a esta cuestión. No quiero que se produzca una disminución en la religión pública, no lo olvidemos; lo que sí quiero es fomentar y aumentar la religión privada, entre cada hombre y su Dios. La raíz de una planta o de un árbol no es visible, y si excavamos para examinarla veremos que es algo pobre, sucio y de apariencia grosera, que no es remotamente tan hermoso como el fruto, la hoja o la flor. Sin embargo, esa despreciada raíz, es la verdadera fuente de toda la vida, la salud, el vigor y la fertilidad que ven nuestros ojos y, sin ella, la planta pronto moriría. Ahora bien, la religión privada es la raíz de todo cristianismo vital. Sin ella podemos hacer valientes manifestaciones en la reunión o en el estrado, cantar en alta voz, derramar muchas lágrimas, labrarnos una reputación y granjearnos la alabanza de los demás. Pero, sin ella, no tenemos traje de boda y estamos “muertos ante Dios”. Digo con franqueza a todos mis lectores que los tiempos exigen de nosotros una mayor atención a nuestra religión privada.
Este artículo es un extracto del libro La santidad por J.C. Ryle (capítulo 19, “Carencias de los tiempos”), usado con permiso.
Recomendamos este libro:
Afirma el autor en su introducción:
“Durante muchos años he sentido la profunda convicción de que la santidad práctica y la consagración absoluta de las personas a Dios no reciben la suficiente atención por parte de los cristianos modernos de este país. La política, la controversia, el espíritu partidista o la mundanalidad han socavado los cimientos de la piedad viva en muchos de nosotros. La cuestión de la piedad personal ha quedado lamentablemente relegada a un segundo plano y el listón vital ha caído deplorablemente bajo en muchas áreas. Con frecuencia, la inmensa importancia de ‘[adornar] la doctrina de Dios nuestro Salvador’ (Tit. 2:10) y de hacerla hermosa por medio de nuestros hábitos se pasa completamente por alto […]. La sana doctrina […] es inútil si no va acompañada de una vida santa. Es peor que inútil: es perniciosa […]. Tengo la clara convicción de que precisamos un profundo avivamiento en lo referente a la santidad bíblica”.
Acerca del autor
John Charles Ryle sirvió durante casi cuarenta años como ministro del evangelio antes de ser nombrado primer obispo de Liverpool, en 1880. Otras obras suyas publicadas en lengua española incluyen Meditaciones sobre los Evangelios, Cristianismo práctico, Sendas antiguas, Advertencias a las iglesias, El camino de salvación, ¿Vivo o muerto?, Seguridad de salvación, El Aposento Alto, Nueva vida, El secreto de la vida cristiana y Sencillez en la predicación.
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