El menor de los santos II
Christopher Doulos
“El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor,y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos”
(Mateo 20:26-28)
En el artículo anterior hemos visto el latente y siempre presente peligro del orgullo que sabe ocultarse en cada de nosotros, y que sabe disfrazarse incluso de cosas buenas y legítimas; y es que el diablo se disfraza como ángel de luz. Pero veo la necesidad de tocar aclarar algo importantísimo; y es que, conociendo la inclinación natural del hombre, de irse hacia uno de dos extremos y de pensar en términos de blanco o negro, debo también decir esto: Que es totalmente bíblico que busquemos siempre lo espiritual, que nuestra mirada se dirija siempre hacia lo eterno, que nuestros ojos estén siempre puestos en Jesús. Debemos anhelar crecer en santidad, y animarnos unos a otros en la espiritualidad y en el amor a Dios, dejando a un lado las cosas vanas que no aprovechan. Todo eso es cierto y es bíblico, y debiese ser impreso con letras de fuego en nuestros corazones. Así que tampoco nos vayamos ahora a la acera de enfrente, la de la frivolidad y la banalidad. Pero mi intención al escribir esto es advertir del orgullo secreto que aún mora en nuestra carne; y que, a la misma vez que buscamos lo celestial y lo eterno, debemos también ser humildes, pues solo así creceremos en el Señor y en amor y devoción a Él, pues no hay espiritualidad sin humildad. Donde no hay humildad, no hay espiritualidad; y todo lo que tenga apariencia de espiritual, si no tiene humildad, no es más que un seco y podrido envoltorio, corrompido con los trapos sucios de nuestro orgullo.
Nunca, pero jamás nunca nos pongamos a nosotros mismos un peldaño más arriba que nuestros hermanos, creyéndonos que somos más espirituales porque leemos más u oramos más, mirando con un desprecio secreto y oculto a quienes no se ajusten a nuestros estándares. Eso es una grave señal de orgullo, y el orgullo es esa raíz amarga que envenena todo jardín, por más plantas hermosas que tenga. No debemos darle ni un milímetro de descuido cuando aparezca esta raíz, porque avanzará como gangrena, pudriéndolo todo. Debemos ser cuidadosos en esto. No debemos ser engreídos, hermanos, ni en lo más mínimo. Si leemos más, no es para jactarnos, sino para ayudar y guiar a nuestros hermanos; si oramos más, no es para tenerlo como medalla en nuestro pecho, sino para usar esas oraciones en servicio de nuestros hermanos. ¿Has orado para que tus hermanos crezcan en el Señor incluso más de lo que tú has llegado a crecer? Si hacemos más cosas en servicio a Dios, no debe ser para pensar que los que hacen menos están en un rango más bajo que nosotros, sino que debe ser para servirlos precisamente a ellos, viéndonos como servidores de ellos, para que ellos puedan avanzar en su caminar con Cristo incluso más de lo que nosotros hemos avanzado, y puedan ser usados por Dios incluso más de lo que a nosotros nos ha usado. Somos sirvientes que servimos la comida para que otros coman y disfruten; somos como el soldado que entrena para cuidar a su nación aun a riesgo de su propia vida, o como el médico por vocación que estudia por años para sanar a otros y sigue y sigue estudiando, o como el policía que se arriesga día a día para proteger a sus conciudadanos, o como el bombero que se ejercita no para cargarse a sí mismo y presumir de su físico sino para poder llevar en sus hombros a otros que necesiten su ayuda.
Ahora bien, aquel que tiene una mentalidad desequilibrada (generalmente el neófito, aunque también el veterano experimentado si no se cuida), caerá por cualquiera de los dos lados del barranco. O bien se volverá una persona frívola, que no le importa estar en medio de lo absurdo y no le inquieta el corazón que la Iglesia del Señor se entregue a lo trivial y a la falta de espiritualidad y fervor; o bien caerá en el precipicio del orgullo espiritual, creyendo que es el nuevo “Juan Bautista”, apartándose de todos sus hermanos, así como viviendo solo en el desierto, para orar y leer, mientras los “no espirituales” están en sus asuntos mundanos en la ciudad, poniéndose a sí mismo, secretamente en su corazón, en un nivel más alto que sus semejantes, mirándolos en menos porque no oran como él, porque no leen como él, no predican como él, no evangelizan como él, ¡no son como él! Se enorgullecen de ser más serios y de tomarse las cosas del Señor más en serio. ¿Puedes ver que se puede tomar incluso lo santo y mezclarlo en las ollas de nuestros corazones con las obras de nuestra carne de cerdo, haciendo así un caldo inmundo, corrompido por nosotros mismos? Estemos muy atentos a lo que nos dice Ezequiel: “Contaminaron mis santuarios; entre lo santo y lo profano no hicieron diferencia, ni distinguieron entre inmundo y limpio” (Ezeq. 22:26).
Muchos hombres han caído en uno de estos dos lados del barranco, porque el angosto camino que está por encima es imposible para nosotros en nuestras fuerzas; debe caminarse en las fuerzas del Señor, mirándolo siempre a Él, pues en el momento en el que apartemos de Él la vista, en ese mismo momento caeremos en el lado al cual más se inclina nuestro corazón. En cambio, el creyente con una verdadera mentalidad espiritual, movida e influenciada por el Espíritu Santo, con el amor de Cristo en su corazón, anhelará lo espiritual y eterno a la misma vez que se ve como el menor, como “el más pequeño de todos los santos” (Ef. 3:8). Aquel hombre mirará a sus hermanos, y anhelará con corazón sincero y humilde que ellos crezcan en piedad, en espiritualidad, en fervor y amor a Dios, no mirándolos despectivamente, sino mirándolos con amor, incluso con tristeza en su corazón, deseando que ellos conozcan a Dios más de lo que ya lo conocen, que amen a Dios más fervientemente aún, que crezcan en la gracia aún más, que sirvan a Dios más abnegadamente. Él anhela servirlos, no para ser visto, sino por sincero y genuino amor a ellos. He ahí un corazón de siervo (2 Cor. 12:15).
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