Dardos encendidos: la tormenta de John Bunyan
John Bunyan
Un mes después llegó la gran tormenta, que fue veinte veces peor que con lo que me había topado antes. Vino acercándose sigilosamente, primero de un lado, luego de otro. Primero, todo mi consuelo me fue arrebatado, y entonces las tinieblas se apoderaron de mí. Después de esto llegaron oleadas de blasfemias contra Dios, Cristo y las Escrituras que eran vertidas en mi espíritu para plena confusión y perplejidad mía. Estos pensamientos blasfemos levantaban dudas en mí mismo… contra la misma existencia de Dios y Su único Hijo amado —sobre si existía Dios o Cristo, o si las Sagradas Escrituras no eran sino fábulas y patrañas y no la pura y santa Palabra de Dios […]
Estas insinuaciones (con muchas otras que en ese tiempo no podía ni me atrevía a pronunciar ya sea por palabra o por escrito) se apoderaron de mi espíritu y oprimieron mi corazón con su cantidad, continuidad y fuerza ardiente, de modo que sentía como si no hubiera nada más que estas ideas de la mañana a la noche en mí. Ciertamente parecía como si no hubiera lugar para nada más. Concluí que, Dios en Su ira contra mi alma, me había entregado a ellas para que me arrastraran como un poderoso torbellino.
Solo por el mal sabor que estas le dieron a mi espíritu me negué abrazar estos pensamientos. Pero tuve esta consideración solo cuando Dios me concedió un momento de descanso y paz. De lo contrario, el tumulto, la intensidad y la fuerza de estas tentaciones hubieran ahogado y desbordado todo, y me hubieran hecho olvidar mi esperanza de paz en Jesucristo. Mientras estuve en esta tentación, con frecuencia me veía a mí mismo deseando maldecir o decir alguna cosa cruel contra Dios, o Cristo, Su Hijo, o contra las Escrituras.
En ese momento pensaba que debía estar ciertamente poseído por el demonio. Y en otras ocasiones, pensaba que me había vuelto loco, ya que en vez de alabar y engrandecer a Dios el Señor con los demás si había oído hablar de Él, inmediatamente me venían a la cabeza algunas de las blasfemias más horribles u otras que se engullían en mi corazón contra Él. Si pensaba que Dios existía o si pensaba no existía, no podía sentir amor, ni paz, ni una disposición misericordiosa en mí.
Estas cosas me hundieron en una desesperación profunda, porque llegué a la conclusión de que tales cosas no podían hallarse en alguien que amara a Dios. Cuando estas tentaciones venían con fuerza sobre mí, con frecuencia me comparaba al caso de aquel niño que fue arrebatado por la fuerza de los brazos de cierta gitana, y había sido llevado lejos de los suyos y de su tierra. Algunas veces pataleaba, gritaba y lloraba, pero permanecía ligado a las alas de la tentación, y el viento me arrastraba consigo. Pensaba también en Saúl y el espíritu maligno que lo poseía, y temía en gran manera que mi condición fuera como la suya: Entonces Samuel tomó el cuerno de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. “Y el Espíritu del Señor vino poderosamente sobre David desde aquel día en adelante. Luego Samuel se levantó y se fue a Ramá. El Espíritu del Señor se apartó de Saúl, y un espíritu malo de parte del Señor lo atormentaba” (1º Samuel 16.13–14).
En esos días, cuando oía a otros que hablaban del pecado contra el Espíritu Santo, el tentador me hacía desear cometer este pecado, de modo que fue como si no podía, no debía, ni debería tener descanso hasta haber cometido ese pecado. Solamente haría ese pecado particular. Si ese pecado consistía en decir alguna palabra contra el Espíritu Santo, entonces mi boca habría estado dispuesta a decir esa palabra, ya sea si lo quería o no. La tentación era tan grande que con frecuencia presionaba mi mentón con mis manos con el fin de impedir que mi boca se abriera. Con ese mismo objetivo, en otras ocasiones tuve pensamientos por los cuales me vi instado a meter mi cara en algunos hoyos llenos de estiércol para que mi boca no dijera nada.
En ese tiempo bendecía la condición de los perros y de los sapos, y consideraba la situación de todo lo que Dios había creado y en la que se encontraban mis compañeros mucho mejor que mi horrible estado. De buena gana habría intercambiado lugar con un perro o con un caballo, porque sabía que ellos no tenían almas que perezcan bajo las cargas eternas del infierno por el pecado, como probablemente la mía iba hacerlo. Aunque observé esto, experimenté esto, y fui despedazado con esto, lo que le añadió a mi aflicción fue que no podía encontrar que con toda mi alma deseara ser librado. En medio de estas angustias, Isaías 57:19-21 también desgarró mi alma: Poniendo alabanza en los labios. Paz, paz al que está lejos y al que está cerca,” Dice el Señor, “y Yo lo sanaré.” Pero los impíos son como el mar agitado, Que no puede estar quieto, Y sus aguas arrojan cieno y lodo. “No hay paz,” dice mi Dios, “para los impíos.” (Isaías 57.19–21)
Mi corazón estaba sobremanera endurecido. Si me hubieran ofrecido mil libras por derramar una lagrima, no podría haberlo hecho, y algunas veces ni deseaba hacerlo. Estuve muy desalentado en pensar que este sería mi destino. Veía que algunas personas podían lamentar sus pecados, y a otras que podían regocijarse y bendecir a Dios por Jesucristo. Otros podían hablar apaciblemente de la palabra de Dios y con gran alegría recordarla, mientras parecía que únicamente yo me encontraba en la tormenta o tempestad. Esto grandemente me deprimía. Pensaba que estaba solo en mi condición. Mientras me afligía o me lamentaba demasiado por mis circunstancias, no podía escapar de ellas o deshacerme de estas cosas.
Esta tentación duró aproximadamente un año y durante todo ese tiempo no podía participar en las ordenanzas de Dios sino con dificultad y gran aflicción, porque me encontraba de lo más angustiado con estas blasfemias. Si escuchaba la Palabra de Dios, entonces la inmundicia, las blasfemias y la desesperación me tomaban cautivo. Si leía las Escrituras, entonces algunas veces sobrevenían pensamientos inesperados que me hacían cuestionar todo lo que leía. Otras veces mi mente era rápidamente enfocada y tomada por otras cosas que no conocía, ni había considerado, de modo que no recordaba el pasaje que acababa de leer.
Estuve también grandemente afligido en la oración. Algunas veces pensaba que veía al diablo —incluso consideraba que lo había sentido detrás de mí, tirándome de la ropa. Continuamente también me asediaba cuando me disponía a orar, tratando de hacer que me apresurara, diciéndome que había orado suficiente, instándome a dejar de orar, siempre tratando de apartar mi mente. Algunas veces, también, me arrojaba tales pensamientos impíos como que debía orar a él o por él. Había pensado algunas veces de lo que él le dijo a Jesús: Póstrate, o “si Te postras y me adoras” (Mt. 4:9).
Y a causa de que mis pensamientos iban de un lado a otro mientras oraba, me esforzaba por restaurar mi mente y fijarlo en Dios. Sin embargo, Satanás el tentador con gran fuerza se esforzaba por distraerme y confundirme, tratando de alejar mi mente de Dios al poner ante mi corazón imaginaciones en forma de arbusto, toro y escoba o cualquier otra cosa, para que orara a alguna de estas formas. Y algunas veces se apoderaba de mi mente de tal forma que no podía pensar en nada más, sino en orar a este tipo de cosas.
Sin embargo, había momentos cuando tenía un fuerte y entrañable temor de Dios y de la realidad de la verdad de Su evangelio que afectaban mi corazón. Oh, cómo mi corazón, en estas ocasiones, vertía gemidos inefables. Mi alma entera se hallaba en cada palabra. Clamaba con punzadas de dolor delante de Dios para que tuviera misericordia de mí, pero entonces me desanimada nuevamente […]
Entonces venía el tentador también con palabras de desánimo como estas: “Te encuentras sediento de misericordia, pero yo voy a refrescarte. Este estado mental no va a durar para siempre. Ha habido muchos otros tan sedientos como tú, pero yo he saciado su celo”. Y con esto, algunos que habían caído eran colocados ante mis ojos. Entonces temí también parar de buscar la misericordia de Dios, pero me contenté que esto viniera a mi mente:
Bueno, haré todo lo posible para mantenerme vigilante y alerta”, pensaba. “Aunque trates de ser precavido —decía Satanás — seré muy problemático para contigo; voy a enfriarte sin que lo notes —gradualmente, poco a poco. Y qué importa —decía él— si tardo siete años en enfriar tu corazón si al final lo consigo. Así como el continuo balanceo duerme y sosiega al niño que llora, así haré contigo. Aunque deba esforzarme en ello, cumpliré con mi objetivo. Aunque ahora ardas de celo, iré apagando el fuego. No pasará mucho tiempo antes de que te enfríe.
Estas cosas me ponían en un terrible estado de ánimo, porque sabía que no estaba preparado para morir ahora. Y pensaba que vivir aún más solo me haría más inadecuado para el cielo, ya que el tiempo que haría olvidar todo, el recuerdo del mal del pecado, el valor del cielo y la necesidad que tenía de ser lavado por la sangre de Cristo. Pero le daba gracias a Jesucristo de que estas cosas no me hicieron cesar mi clamor a Dios, sino que hacían que clamara aún más, como la mujer que fue asaltada (cf. Dt. 22:27)
«No hubiera podido creer que Cristo me amaba. No hubiera podido creer que lo escuchaba, que lo veía, que lo sentía, ni que gozaba de ninguna de Sus cosas. Iba siendo arrastrado por la tempestad. Mi corazón quería ser impuro […] Vi que tenía un corazón que insistía en el pecado y que, por tanto, tenía que ser condenado […] Asimismo, en estos días mi corazón quería cerrarse a sí mismo contra el Señor y contra Su Santa Palabra. Mi incredulidad, por así decirlo, arrimaba el hombro contra la puerta empujando desde dentro para que Él no pudiera entrar, mientras estaba clamando con amargos suspiros: “Oh buen Señor, ‘[quebranta] las puertas de bronce y [desmenuza] los cerrojos de hierro’” (Sal. 107:16)»
Posteriormente el Señor de manera más plena y misericordiosa se mostró a Sí mismo ante mí, y me libró de la culpa y suciedad que yacía sobre mi conciencia a causa de estas cosas. La tentación fue eliminada, y me puso de nuevo en mi sano juicio como los demás cristianos.
Recuerdo un día cuando estaba viajando en el país y estaba considerando la maldad y la blasfemia de mi corazón y la enemistad que había en mí contra Dios, que vino a mi mente este pasaje de la Escritura que dice que Él ha hecho “la paz mediante la sangre de su cruz” (Col. 1:2). Y esto me hizo ver una y otra vez que Dios y mi alma eran amigos por esta sangre. Sí, que la justicia de Dios y mi alma pecaminosa podían abrazarse y besarse entre sí debido a la sangre de Jesús. Este fue un buen día para mí. Espero nunca olvidarlo.
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[John Bunyan, Gracia Abundante: Misericordia Divina para el más grande pecador; editorial Teología Para Vivir; Lima, Perú, 2019; páginas 91, 92, 99, 100-104, 105-106].