Los últimos días de John Bunyan: La gloriosa entrada a la Ciudad Celestial
AGOSTO 31, 1688
Un amigo personal de él, un hermano en Cristo que lo conoció, que compartió con él, que lo oyó predicar y conoció su vivir, escribió de él lo siguiente:
«Finalmente, gastado por los sufrimientos, la edad y las enseñanzas, se acercó el día de su muerte, para soltar de la prisión a su alma. Sucedió que un vecino del Sr. Bunyan, un joven, se hallaba bajo el desagrado de su padre y había oído que su padre tenía la intención de desheredarle. Y pidió al Sr. Bunyan que hablara con su padre. Y él, siempre deseoso de hacer algún bien a otros, fue. Cabalgó hasta Reading, en Berkshire, y allí usó argumentos convincentes contra la ira y la pasión y en favor del amor y la reconciliación, y así el padre fue ablandado y deseaba ver a su hijo.
Pero cuando el Sr. Bunyan hubo terminado su tarea, y regresaba a Londres, fue alcanzado por una recia lluvia, y llegó a su alojamiento muy mojado. Al poco se puso enfermo con una fiebre violenta. Lo llevó todo con mucha paciencia y dijo que no deseaba otra cosa que estar con Cristo (Fil. 1:23), y que este suceso sería para él una gran ganancia (Fil. 1:21). Vio que se moría y puso en orden su mente y los asuntos tan bien como pudo en vista de lo corto del tiempo y la violencia de su enfermedad. Entregó su alma a las manos de su misericordioso Redentor, siguiendo al Peregrino desde la Ciudad de Destrucción a la Nueva Jerusalén; porque había estado ya allí en sus visiones y sus deseos.
Y así, después de diez días de enfermedad, murió en la casa del Sr. Straddock, un tendero en la Estrella, en Snow-hill, en la Parroquia de St. Sepulchres, Londres, el 31 de agosto de 1688, a la edad de cincuenta y nueve años. Fue enterrado en un cementerio nuevo, cerca de los terrenos de la Artillería. Allí descansa su cuerpo hasta la mañana de la resurrección (1 Tes. 4:16), cuando habrá un glorioso despertar a la gloria y a la felicidad (Mat. 25:34). No habrá más tribulaciones ni más penas para él, y todas sus lágrimas serán enjugadas (Apoc. 21:4). Allí los justos pasarán a ser miembros de Cristo, su cabeza, y reinarán con Él como reyes y sacerdotes, para siempre». [Tomado de Un relato que continúa a la vida de Bunyan].
El 19 de agosto de 1688, 12 días antes de morir el 31 de ese mes, John Bunyan predicaría su último sermón en la congregación que se reunía en la casa de un amigo suyo. El sermón hace referencia al nuevo nacimiento, y a que son los que han nacido de nuevo aquellos que en realidad son contados como el pueblo de Dios, la Iglesia, hablando también de las marcas que los distinguen. En la parte final de su sermón, como quien sin saberlo se está despidiendo de los hermanos en este mundo, los exhorta con las siguientes palabras:
«Si ustedes son hijos de Dios, vivan juntos en amor. Si el mundo pelea con ustedes, no importa; pero es triste si se pelean entre ustedes; si esto pasa entre ustedes, es señal de mala enseñanza; no está acorde a las reglas que tienen en la Palabra de Dios. ¿Ves un alma que tiene la imagen de Dios en ella? ámala, ámala. Debes decir: “Este hombre y yo hemos de ir al Cielo un día”. Sírvanse los unos a los otros, háganse bien los unos con los otros. Si alguien les falla, oren a Dios para que los corrija, y amen a los hermanos […] Consideren que el Dios santo es su Padre, y permitan que esto les constriña a vivir como hijos de Dios, que ustedes puedan mirar a vuestro Padre al rostro, con consuelo, otro día más». [Tomado de El último sermón de John Bunyan].
Luego, su violenta fiebre y enfermedad que lo tuvieron en cama por varios días, lo harían atravesar “el río de la muerte” hacia la “Ciudad Celestial”, en donde el Rey del camino lo esperaba para recibirlo en Sus brazos, haciéndole desbordar en un gozo indescriptible y glorioso, recostado en el pecho de Jesús, su Amado. Allí, Bunyan vivió las palabras que él mismo escribió en sus días en este peregrinaje:
«”¡¿Quién me librará?!” ha sido el grito de muchos de los siervos fieles de Dios, que al mismo tiempo han sido queridos por Jesús. El pecado es el gran peso sobre los santos durante su vida en la carne corrompida. Por lo tanto, cuando ponen sus cuerpos debajo de la tierra, sus almas son como un pájaro liberado de su jaula, y con gozo celestial se elevan hasta el cielo. Pues aquí la guerra ha terminado, y la muerte ha sido devorada en la victoria. En la tierra, sus almas estaban deformadas y teñidas por el pecado, pero aquí sus brillantes almas, por el siempre bendito Jesús, se presentan al Padre “sin mancha ni arruga”». [Tomado de Visiones del Cielo y del Infierno].
¡Oh, ahora podía verlo! ¡Ahora podía recostarse en Su pecho! ¡Ahora podía mirar esos ojos que son como de paloma y a la vez como llama de fuego! ¡Oh, qué privilegio! Ahora lo veía, lo que una vez plasmó en uno de sus escritos ahora lo vivía; y aunque cuando lo escribió lo comprendía, ahora ya no era oscuramente, sino completamente:
«Dios bien puede ser llamado el Dios de la gloria; por Su presencia el Cielo es lo que es. Los ríos de placer continuo brotan de la presencia Divina, e irradian alegría, gozo y esplendor a todos los benditos habitantes del Cielo, la sede de Su imperio eterno […] La visión de tanta gloria es demasiado grande para que yo pueda soportar, sin embargo, es tan refrescante y deliciosa que, aunque me muera, yo deseo mirar. Pero la muerte no puede entrar en ese bendito lugar, ni pecado ni dolor puede soportar lo que es la gloria de ese lugar feliz, que está siempre libre de todo lo que es malo». [Tomado de Visiones del Cielo y del Infierno].
John Bunyan fue un pecador salvado por la sobreabundante gracia de Dios. Y él sinceramente se consideraba el mayor de los pecadores, el peor de todos, el menos digno de siquiera una mirada, siquiera tan solo una mirada de Cristo; de que esos tiernos y cálidos ojos lo miraran a él, un pecador, “un perro muerto” como dijo una vez Mefi-Boset (2 Sam. 9:8). Y al ver que Cristo sí lo había mirado, y desde la eternidad lo había amado y considerado, y que vino a morir en nuestro lugar por nuestros pecados… eso, eso quebrantó su corazón, lo rompió en pedazos, y lo asombró hasta el último día que latió su corazón. Y estoy seguro que lo sigue asombrando; pues ahora, en este momento, ahora que estoy escribiendo o que tú estás leyendo, mi querido John está en los brazos de su Salvador, recostado en el pecho de su Amado, por siempre abrazado, abrazado a Aquel que lo amó hasta la muerte; y que también me ama a mí y a ti de la misma manera y con la misma intensidad y fuerza, aún más allá de la que podamos siquiera imaginar.
Christianós Doulos
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