La autoridad bíblica
Jeff Pollard
«Sométase toda persona a las autoridades que gobiernan; porque no hay autoridad sino de Dios, y las que existen, por Dios son constituidas. Por consiguiente, el que resiste a la autoridad, a lo ordenado por Dios se ha opuesto; y los que se han opuesto, sobre sí recibirán condenación» (Romanos 13:1-2).
En el volumen 2 de la Teología sistemática reformada de Joel Beeke y Paul Smalley dice: “La autoridad de Dios o el derecho de gobernar surge, lógicamente, del hecho de que Él hizo todas las cosas y, por lo tanto, es el dueño de ellas”. Esa afirmación es digna de una meditación permanente. ¿No es asombroso que algo tan profundo, tan inmenso, tan incomprensible para las mentes humanas caídas, pueda decirse con tanta sencillez? Dios tiene el poder de crear todas las cosas; Él usó su poder para crear todas las cosas; Él es dueño de todas las cosas; por lo tanto, Él tiene el derecho de gobernar todas las cosas—eso significa todo lo que existe, ahora y para siempre—. Este Creador todopoderoso declara: “Yo soy Dios, y no hay más” (Is. 45:22). No existen otros dioses. Por lo tanto, no hay competencia por el derecho a gobernar. No existe poder mayor que pueda derribarlo de su Trono. Toda autoridad es suya.
Eso significa que cualquier autoridad que la gente ejerce en éste, el mundo de Dios, es delegada. No se origina en ellos. No es parte de su naturaleza. Nunca es de ellos como posesión permanente. Es real, pero es momentánea. Dios siempre la delega, es decir, Dios la asigna o autoriza a quien Él quiere. Una persona la ejerce, sólo mientras Dios lo permite. Después, desaparece. No acompaña a nadie hasta la tumba.
Las personas usan su autoridad para el bien o para el mal. “Cuando los justos dominan, el pueblo se alegra; mas cuando domina el impío, el pueblo gime” (Pr. 29:2). Dios manifiesta su autoridad para el bien. Él es todopoderoso, omnisciente y omnipresente. Sólo Él, entre todos los seres en el universo, puede hacer lo que Él quiere, cuando Él quiere, cuanto Él quiere, ¡porque Él quiere! No hay poder en el universo que pueda detenerlo o interferir con sus propósitos. Lo sorprendente—¿cuál sería una palabra mejor? ¿Desconcertante, impactante, alucinante?—. Tal vez, lo inconcebible es que Dios delega autoridad en todo el mundo, en todas las épocas, a hombres y mujeres pecadores y, a veces, incluso a niños. Maridos, esposas, padres, madres, reyes, reinas, príncipes, princesas, presidentes, gobernadores, alcaldes, concejales, senadores, congresistas, policías, soldados, pastores y muchos otros, todos probarán y ejercerán la autoridad para bien o para mal. Pero luego, desaparecerá. Y cada uno de ellos, comparecerá ante el Juez y Soberano, Quien les concedió la autoridad: darán cuenta de cómo la usaron. Algunos serán recompensados; otros serán arrojados al infierno. La historia del mundo es la larga historia del uso y abuso de la autoridad.
Por eso, en su infinito amor y absoluta autoridad, “Dios, habiendo hablado muchas veces a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (He. 1:1-2). Él autorizó a su Hijo, Jesucristo, para ser el Señor y Salvador de su pueblo. Podemos regocijarnos de que Jesús crucificado y resucitado dijera: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado” (Mt. 28:18-20). ¡Eso es autoridad!
Nuestras familias, iglesias y magistrados necesitan, desesperadamente, la autoridad de Dios para ordenar nuestro desordenado mundo. ¡Que podamos someternos a la autoridad de Dios en todas su manifestaciones! Y que sea para la gloria eterna del Padre, del Hijo y del Espíritu.
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