Esclavos por amor: los dos misioneros moravos
“Con Cristo estoy juntamente crucificado, y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20).
En Europa, en el siglo XVIII, en los años de la esclavitud, dos jóvenes cristianos moravos, movidos por su amor a Cristo y su compasión por las almas, comprendieron lo que significa ser «siervos» (esclavos) de Cristo. Tenían sus vidas, sus planes, su juventud y sus años por delante; pero algo más glorioso capturó sus corazones: la gloria de Dios y del Cordero.
Un hombre muy adinerado tenía plantaciones en una de las muchas islas del Caribe, con miles de esclavos en ellas, los cuales vivían en condiciones precarias, donde nadie podía entrar, sino los esclavos. Estos dos jóvenes se enteraron que este hombre quería comprar 2.000 esclavos más en África, y llevarlos a sus plantaciones, en donde en unos años más morirían por las condiciones de vida y el arduo trabajo. Era una isla que, además de ser la tumba de quien entrara allí, estaba alejada de toda obra misionera, pues el dueño de las plantaciones no admitía a nadie que no fueran sus esclavos.
Estos jóvenes, indignados por la dureza de tal hombre y quebrantados por las almas que se perderían, fueron donde el dueño y le solicitaron su permiso para ir como misioneros a sus esclavos. El hombre, reacio al cristianismo, se lo negó. Pero estos jóvenes, preocupados realmente por la salvación de las miles de almas de aquella isla, fueron a sus casas, vendieron todo lo que tenían, dieron el dinero a su iglesia y a los pobres, y volvieron donde el hombre con esta petición: «Cómprennos como esclavos». El hombre, viendo el beneficio de dos esclavos más, accedió. Los jóvenes arreglaron todos sus asuntos, seguros de lo que hacían.
Cuando estaban en el puerto, despidiéndose de sus familias y hermanos de su congregación, muchos familiares se preguntaban ¿por qué hacían esto? Mientras el barco se alejaba de la costa, escucharon las últimas palabras que oirían de la voz de uno de ellos. El joven, mientras se iban, gritó desde la barandilla de la cubierta con todas sus fuerzas: «¡EL CORDERO QUE FUE SACRIFICADO, ¿ACASO NO ES DIGNO DE RECIBIR LA RECOMPENSA COMPLETA POR SU SACRIFICIO?!»
Muchas décadas después, algunos hombres fueron a esta isla. Y encontraron un cementerio con cientos de cruces, y en medio de este, dos monumentos a dos cristianos moravos que habían predicado el evangelio en ese lugar. Habían confiado en el Señor, predicaron y formaron una congregación. Almas se salvaron y Cristo fue glorificado.
Estos jóvenes entendían lo que somos como seguidores de Jesús: esclavos por amor, sirvientes del Señor, embajadores de Cristo, llamados no a vivir nuestros sueños terrenales, sino a cumplir la voluntad de Dios y hacer Su obra. Y «esta es la obra de Dios, que creáis en el que Él ha enviado» (Juan 6:29). Cueste lo que cueste, demande lo que demande, porque nuestro Amo y Amado dijo: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará. Porque ¿qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?» (Mateo 16:24-26).
Nuestros planes y sueños deberían ser dar nuestras vidas para la gloria de Dios. El mundo puede tener muchas luces que llaman la atención, pero como Pablo deberíamos decir: «Pero de ninguna cosa hago caso, ni estimo preciosa mi vida para mí mismo, con tal que acabe mi carrera con gozo, y el ministerio que recibí del Señor Jesús, para dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios» (Hechos 20:24). Eso es ser cristiano, eso es ser discípulo del Mesías crucificado. Ya no somos de este mundo, ya no nos pertenecemos, «No sois vuestros; porque habéis sido comprados por precio» (1 Cor. 6:19,20). Ya no vivimos nosotros, sino que ahora Cristo vive en nosotros, y lo que ahora vivimos en la carne, lo vivimos en la fe del Hijo de Dios, el cual nos amó y se entregó a Sí mismo por nosotros (Gálatas 2:20).
Para estos jóvenes moravos fue más dramático y notorio, pero todos estamos llamados al mismo principio. Cristo te mira a los ojos, mientras estás sentado en tu banco de trabajo como Leví, o en tu barca con tus redes y familia como Simón y Andrés, y extendiéndote Su mano dice: «Sígueme». Es un llamado a morir a ti mismo; es un llamado a poner tus sueños, planes y proyectos a los pies de Cristo, y a decir: «¿Qué quieres que yo haga?» (Hch. 9:6), y voluntariosamente decir: «Heme aquí, envíame a mí» (Isa. 6:8). Es un llamado a morir, pero es un glorioso llamado a una gloriosa vida, porque «todo el que pierda su vida por causa de mí, la hallará».
David Brainerd, misionero entre los indios americanos, poco antes de morir de tuberculosis a los 29 años dijo: «Ahora que estoy muriendo, digo, ni por todo lo que hay en el mundo hubiera yo vivido mi vida de otra manera». ¡Gloria al Cordero, Quien es digno de recibir toda la recompensa de Su sacrificio!
«Ellos le han vencido por medio de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio de ellos, y menospreciaron sus vidas hasta la muerte. Por lo cual alegraos, cielos, y los que moráis en ellos…» (Apoc. 12:11-12).
Ahora bien, no todos los creyentes hemos sido llamados a servir literalmente como misioneros o como pastores en una iglesia, pero todos, como miembros de un solo cuerpo, tenemos la obligación de ir con ellos mediante la oración, las ofrendas y el apoyo espiritual. De una u otra manera, todos somos llamados a sacrificarnos en amor. Unos bajan al pozo, y otros les sostienen la cuerda a los que bajan; pero todos tienen cicatrices en sus manos. «¿Son todos apóstoles? ¿Son todos profetas? ¿Todos maestros?» (1 Cor. 12:29). No, pero a todos se nos dice: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame» (Mat. 16:24).
Y aunque no todos tenemos el mismo llamado específico, todos, como esclavos por amor a Cristo, tenemos la solemne obligación de vivir conforme al evangelio, para no desacreditarlo (Tito 2:10); si no, más bien, ser un ejemplo vivo de su poder transformador, un monumento a la gracia de Dios que salva del pecado y de la miserable y triste vida de vivir para nosotros mismos (Isa. 55:2; Sal. 107:10-21); lo cual servirá como un consistente testimonio al momento en que aparezca la oportunidad para hablarle a otros del evangelio, y testificarle de este tesoro escondido, que es digno de que entreguemos todo lo que poseemos para obtenerlo; testificarles de esta preciosa perla invaluable, que sobrepasa a todas las demás, que es digna de que vendamos todo lo que tenemos para obtenerla (Mat. 13:44-46). Cristo y Su Reino es el tesoro escondido.
Él nos ha comprado a nosotros con Su sangre. Somos Sus siervos, somos Sus esclavos por amor. «Porque el amor de Cristo nos constriñe, pensando esto: que si uno murió por todos, luego todos murieron; y por todos murió, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor. 5:14-15).
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