INSTITUCIÓN DE LA RELIGIÓN CRISTIANA
Juan Calvino
Libro 1, Capítulo 16
DIOS, DESPUES DE CREAR CON SU POTENCIA EL MUNDO Y CUANTO HAY EN ÉL, LO GOBIERNA Y MANTIENE TODO CON SU PROVIDENCIA
1. Dios Creador y Gobernador perpetuo del mundo
Sería vano y de ningún provecho hacer a Dios Creador por un poco de tiempo, como si de una vez para siempre hubiera terminado su obra. Y es necesario que nos diferenciemos de los paganos y de los que no tienen religión alguna, principalmente en considerar la potencia de Dios no menos presente en el curso perpetuo y en el estado del mundo, que en su primer origen y principio. Pues, aunque el entendimiento de los impíos se ve forzado a elevarse a su Creador solamente por el hecho de contemplar el cielo y la tierra, sin embargo la fe tiene una manera particular de ver, en virtud de la cual atribuye a Dios la gloria de ser creador de todo. Es lo que quiere decir el texto ya citado del Apóstol, que sólo por la fe entendemos que ha sido constituido el. universo por la palabra de Dios (Heb. 11,3), porque si no penetramos hasta su providencia, no podremos entender qué quiere decir que Dios es Creador, por más que nos parezca comprenderlo con la inteligencia y lo confesemos de palabra. El pensamiento natural, después de considerar en la creación la potencia de Dios, se para allí; y cuando más penetra, no pasa de considerar y advertir la sabiduría, potencia y bondad del Creador, que se muestran a la vista en la obra del mundo, aunque no queramos verlo; después concibe una especie de operación general en Dios para conservarlo y mantenerlo todo en pie, y de la cual depende la fuerza del movimiento; finalmente, piensa que la fuerza que Dios les dio al principio en su creación primera basta para conservar todas las cosas en su ser.
Pero la fe ha de penetrar mucho más adelante: debe reconocer por gobernador y moderador perpetuo al que confesó como creador de todas las cosas; y esto, no solamente porque Él mueve la máquina del mundo y cada una de sus partes con un movimiento universal, sino también porque tiene cuidado, mantiene y conserva con una providencia particular todo cuanto creó, hasta el más pequeño pajarito del mundo. Por esta causa David, después de haber narrado en resumen cómo creó Dios el mundo, comienza luego a exponer el perpetuo orden de la providencia de Dios: “Por la palabra de Jehová”, dice “fueron hechos los cielos, y todo el ejército de ellos por el aliento de su boca” (Sal. 33,6); y luego añade: “Desde los cielos miró Jehová; vio a todos los hijos de los hombres” (Sal. 33,13), y todo lo que sigue referente a esto. Porque, aunque no todos razonen con la propiedad que sería de desear, sin embargo, como sería increíble que Dios se preocupase de lo que hacen los hombres si no fuese creador del mundo, y nadie de veras cree que Dios haya creado el mundo sin estar convencido de que se preocupa de sus obras, no sin razón David, con muy buen orden pasa de lo uno a lo otro. Incluso los filósofos enseñan en general que todas las partes del mundo tienen su fuerza de una secreta inspiración de Dios, y nuestro entendimiento lo comprende así; sin embargo ninguno de ellos subió tan alto como David, el cual hace subir consigo a todos los fieles, diciendo: “Todas las cosas esperan en ti, para que les des su comida a su tiempo. Les das, recogen; abres tu mano, se sacian de bien. Escondes tu rostro, se turban; les quitas el hálito, dejan de ser y vuelven al polvo. Envías tu Espíritu, son creados, y renuevas la faz de la tierra” (Sal. 104,27-30). Asimismo, aunque los filósofos estén de acuerdo con lo que dice san Pablo, que “en él vivimos, y nos movemos, y somos” (Hch. 17,28), con todo están muy lejos de sentirse tocados en lo vivo del sentimiento de su gracia, cual la predica san Pablo; y la causa es, que ellos no gustan de aquel cuidado particular que Dios tiene de nosotros, con lo cual manifiesta el paterno favor con que nos trata.
2. Nada es efecto del azar; todo está sometido a la providencia de Dios
Para mejor hacer ver esta diferencia, es necesario saber que la providencia de Dios, cual nos la pinta la Escritura, se opone a la fortuna y atodos los casos fortuitos. Y como quiera que esta opinión de que todas lascosas acontecen al azar, ha sido comúnmente recibida en todo tiempo, e incluso hoy en día casi todos la profesan, lo que debería estar bien claro dela divina providencia, no solamente se ve oscurecido por esta falsa opinión, sino casi por completo sepultado. Si alguno cae en manos de ladrones o se encuentra con bestias feroces, si por una tormenta se pierde en el mar, si la casa o algún árbol se cae y lo coge debajo; o si otro, errante por el desierto encuentra remedio para su necesidad, si llega a puerto traído por las mismas olas escapando milagrosamente a la muerte por un dedo; todos estos sucesos, tanto los prósperos como los adversos, la razón carnal los atribuye a la fortuna. Pero cualquiera que haya aprendido por boca de Cristo que todos los cabellos de nuestra cabeza están contados (Mt. 10,30), buscará la causa mucho más lejos y admitirá como cierto que todo cuanto acontece está dispuesto así por secreto designio de Dios.
En cuanto a las cosas inanimadas debemos tener por seguro que, aunque Dios ha señalado a cada una de ellas su propiedad, no obstante ninguna puede producir efecto alguno, más que en cuanto son dirigidas por la mano de Dios. No son, pues, sino instrumentos, por los cuales Dios hace fluir de continuo tanta eficacia cuanta tiene a bien, y conforme a su voluntad las cambia para que hagan lo que a Él le place.
El Sol no es sino un medio al servicio de la providencia. No hay entre todas las criaturas virtud más noble y admirable que la del Sol. Porque, además de alumbrar con su claridad a todo el mundo, ¿cuál no es su poder al sustentar y hacer crecer con su calor a todos los animales, al infundir con sus rayos fertilidad a la tierra, calentando las semillas en ella arrojadas, y luego hacerla reverdecer con hermosísimas hierbas, las cuales hace él crecer, dándoles cada día nueva sustancia hasta que lleguen a echar tallos; y que las sustente con un perpetuo vapor hasta que echen flor, y de la flor salga el fruto, al cual el mismo Sol hace madurar; y que los árboles, y asimismo las cepas, calentadas por él, primero produzcan las yemas y echen las hojas, y luego la flor, de la que brota su fruto? Pero el Señor, para atribuirse y reservarse a sí toda la gloria de estas cosas, quiso que hubiese luz y que la tierra estuviese llena de toda clase de hierbas y de frutos, antes de crear el Sol (Gn. 1, 3. 11). Por esto, el hombre fiel no hará al Sol causa ni principal ni necesaria de las cosas que tuvieron ser antes de que el mismo Sol fuese creado, sino que lo tendrá únicamente como instrumento del cual Dios se sirve, porque así lo quiere; pudiendo muy bien, sin usar de este medio, obrar por sí solo sin dificultad alguna. Asimismo, cuando leemos que el Sol, por la oración de Josué estuvo parado en un mismo grado por espacio de dos días (Jos. 10, 13), y que en favor del rey Ezequías su sombra volvió atrás diez grados (2 Re. 20, 11), con estos pocos milagros mostró Dios que el Sol no sale y se pone cada día por un movimiento ciego de la naturaleza, sino que Él gobierna su curso, para renovarnos la memoria del favor paternal que nos tiene y que demostró en la creación del mundo.
No hay cosa más natural que después del invierno venga la primavera, y después de la primavera el verano, y a éste siga el otoño; sin embargo en esta sucesión se ve tanta diversidad, que fácilmente se cae en la cuenta de que cada año, cada mes y cada día es gobernado con una nueva y especial providencia de Dios.
3. Dios no es sólo causa primera; también lo gobierna y dirige todo
De hecho, el Señor se atribuye a sí mismo la omnipotencia, y quiere que reconozcamos que se encuentra en Él, no cual se la imaginan los sofistas, vana, ociosa y casi adormilada, sino despierta, eficaz, activa y siempre en acción; ni tampoco a modo de principio general y confuso del movimiento de las criaturas – como cuando después de hacer un canal y de preparar el camino por donde ha de pasar el agua, se la deja luego correr por sí misma -, sino que ella gobierna y tiene en cuenta todos los movimientos particulares. Pues es llamado Todopoderoso, no porque puede hacer todas las cosas, y sin embargo, está en reposo, o porque mediante un instinto general continúe el orden que dispuso en la naturaleza, sino porque gobernando con su providencia el cielo y la tierra, de tal manera lo rige todo que nada acontece sino como Él lo ha determinado en su consejo (Sal. 115,3). Porque cuando se dice en el salmo que hace todo cuanto quiere, se da a entender una cierta y deliberada voluntad. Pues sería muy infundado querer interpretar las palabras del profeta según la doctrina de los filósofos, que Dios es el primer agente, porque es principio y causa de todo movimiento. En lugar de esto es un consuelo para los fieles en sus adversidades saber que nada padecen que no sea por orden y mandato de Dios, porque están bajo su mano. Y si el gobierno de Dios se extiende de esta manera a todas sus obras, será pueril cavilación encerrarlo y limitarlo a influir en el curso de la naturaleza. Evidentemente, cuantos limitan la providencia de Dios en tan estrechos límites, como si dejase que las criaturas sigan el curso ordinario de su naturaleza, roban a Dios su gloria, y se privan de una doctrina muy útil, pues no habría nada más desventurado que el hombre, si estuviese sujeto a todos los movimientos del cielo, el aire, la tierra y el agua. Añádase a esto que así se menoscaba indignamente la singular bondad que Dios tiene para cada uno. Exclama David que los niños que aún están pendientes de los pechos de sus madres son harto elocuentes para predicar la gloria de Dios (Sal. 8,2), porque apenas salen del seno de la madre encuentran su alimento dispuesto por la providencia divina. Esto es verdad en general; pero es necesario contemplar y comprender lo que la misma experiencia nos enseña: que unas madres tienen los pechos llenos, y otras los tienen secos, según que a Dios le agrade alimentar a uno más abundamente y al otro con mayor escasez.
Los que atribuyen a Dios el justo loor de ser todopoderoso, sacan con ello doble provecho; primero, que Él tiene hartas riquezas para hacer bien, puesto que el cielo y ja tierra son suyos, y que todas las criaturas tienen sus ojos puestos en El para sometérsele y hacer lo que les mande; segundo, que pueden permanecer seguros bajo su amparo, pues todo cuanto podría hacernos daño de cualquier parte que viniera, está sometido a su voluntad, ya que . Satanás con toda su furia y con todas sus fuerzas se ve reprimido por su mandato, como el caballo por el freno, y todo cuanto podría impedir nuestro bien y salvación depende de su arbitrio y voluntad. Y no hay que pensar en otro medio para corregir y apaciguar el excesivo y supersticioso temor que fácilmente se apodera de nosotros cuando tenemos el peligro a la vista. Digo que somos supersticiosamente temerosos, si cada vez que las criaturas nos amenazan o nos atemorizan, temblamos como si ellas tuviesen por sí mismas fuerza y poder para hacer mal, o nos pudiesen causar algún daño inopinadamente, o Dios no bastase para ayudarnos y defendernos de ellas. Como por ejemplo, el profeta prohibe a los hijos de Dios que teman las estrellas y las señales del cielo, como lo suelen hacer los infieles (Jer. 10, 2). Cierto que no condena todo género de temor; pero como los incrédulos trasladan el gobierno del mundo de Dios a las estrellas, se imaginan que su bienestar o su miseria depende de ellas, y no de la voluntad de Dios. Así, en lugar de temer a Dios, a quien únicamente deberían temer, temen a las estrellas y los cometas. Por tanto, el que no quiera caer en esta infidelidad tenga siempre en la memoria que la potencia, la acción y el movimiento de las criaturas no es algo que se mueve a su placer, sino que Dios gobierna de tal manera todas las cosas consu secreto consejo, que nada acontece en el mundo que Él no lo haya determinado y querido a propósito.
4. La providencia de Dios no es presciencia; es algo actual
Por tanto, téngase en primer lugar por seguro que cuando se habla de providencia de Dios, esta palabra no significa que Dios está ocioso y considera desde el cielo lo que sucede en el mundo, sino que es más bien como el piloto de una nave que gobierna el timón para ordenar cuanto se ha de hacer. Por eso la providencia se extiende tanto a las manos como a los ojos; es decir, que no solamente ve, sino que también ordena lo que quiere que se haga. Pues, cuando Abraham decía a su hijo: Dios proveerá (Gn.22,8), no quería decir solamente que Dios sabía lo que había de acontecer, sino también ponía en sus manos el cuidado de la perplejidad en que se hallaba, pues oficio suyo es hallar solución para las cosas confusas. De donde se sigue que la providencia de Dios es actual, según se suele decir; y los que admiten una mera presciencia sin efecto alguno, no hacen más que divagar en necios devaneos.
No sólo es universal la providencia, sino también particular. No es tan grave el error de los que atribuyen a Dios el gobierno, pero general y confuso, pues admiten que Dios impulsa y mueve con un movimiento general la máquina del mundo con todas sus partes, aunque sin tener en cuenta a cada una de ellas en particular. Sin embargo, tampoco es admisible tal error. Porque ellos dicen que con esta providencia, que llaman universal, no se impide a ninguna criatura que vaya de un sitio a otro, ni que el hombre haga lo que quiera según su albedrío. Con esto hacen una división entre Dios y los hombres. Dicen que Dios inspira con su virtud al hombre un movimiento natural mediante el cual puede aplicarse a lo que su naturaleza le inclina; y que el hombre, con esta facultad gobierna según su determinación y voluntad cuanto hace. En suma, quieren que el mundo, los asuntos de los hombres, y los mismos hombres, sean gobernados por la potencia de Dios, pero no por su disposición y determinación.
No hablo aquí de los epicúreos – de cuya peste siempre ha estado el mundo lleno -, los cuales se figuran a Dios ocioso y, según suele decirse, mano sobre mano. Ni menciono tampoco a otros no menos descaminados que éstos, que antiguamente se imaginaron que Dios dominaba de tal manera lo que está por encima del aire, que dejaba completamente al azar cuanto está debajo. Pues las criaturas, aun las mismas que no tienen boca para hablar, gritan lo suficiente contra tan manifiesto desvarío. Mi intento al presente es refutar la opinión de la mayoría, la cual atribuye a Dios no sé qué movimiento ciego, dudoso y confuso, y entretanto le quitan lo principal; a saber, que con su sabiduría incomprensible encamina y dispone todas las cosas al fin al que las ha ordenado. Por lo tanto esta opinión hace a Dios gobernador del mundo solamente de palabra, mas no en realidad, pues le quita el cargo de ordenar lo que se ha de hacer. Pues, pregunto, ¿qué otra cosa es gobernar, sino presidir de tal manera que las cosas sobre las que se preside sean regidas por un consejo determinado y un orden cierto?
No repruebo del todo lo que se dice de la providencia general, con tal de que se me conceda que Dios rige el mundo, no solamente porque mantiene en su ser el curso de la naturaleza tal como lo ordenó al principio, sino porque tiene cuidado particular de cada una de las cosas que creó. Es cierto que cada especie de cosas se mueve por un secreto instinto de la naturaleza, como si obedeciese al mandamiento eterno de Dios, y que, según lo dispuso Dios al principio, siguen su curso por sí mismas como si se tratara de una inclinación voluntaria. Y a esto se puede aplicar lo que dice Cristo, que Él y su Padre están siempre desde el principio trabajando (Jn. 5,17). Y lo que enseña san Pablo, que “en él vivimos, nos movemos y somos” (Hch. 17,28). Y también lo que se dice en la epístola a los Hebreos, cuando queriendo probar la divinidad de Jesucristo se afirma que todas las cosas son sustentadas con la palabra de su potencia (Heb. 1, 3). Pero algunos obran perversamente al querer con toda clase de pretextos encubrir y oscurecer la providencia particular de Dios; la cual se ve confirmada con tan claros y tan manifiestos testimonios de la Escritura, que resulta extraño que haya podido existir quien la negase o pusiese en duda. De hecho, los mismos que utilizan el pretexto que he dicho se ven forzados a corregirse, admitiendo que muchas cosas se hacen con un cuidado particular; pero se engañan al restringirlo a algunas cosas determinadas. Por lo cual es necesario que probemos que Dios de tal manera se cuida de regir y disponer cuanto sucede en el mundo, y que todo ello procede de lo que Él ha determinado en su consejo, que nada ocurre al acaso o por azar.
5. La providencia de Dios se ejerce incluso en la naturaleza
Si concedemos que el principio de todo movimiento está en Dios y que, sin embargo, todas las cosas se mueven, o por su voluntad, o al azar, hacia donde su natural inclinación las impulsa, las revoluciones del día y de la noche, del invierno y del verano serán obra de Dios, en cuanto que, atribuyendo a cada cosa su oficio, les puso leyes determinadas. Esto sería verdad, si los días que suceden a las noches, y los meses que se siguen unos a otros, e igualmente los años, guardasen siempre una misma medida y tenor. Mas cuando unas veces intensos calores junto con una gran sequía queman todos los frutos de la tierra, y otras las lluvias extemporáneas echan a perder los sembrados, y el granizo y las tormentas destruyen en un momento cuanto encuentran a su paso, entonces no sería obra de Dios, sino que las nieblas, el buen tiempo, el frío y el calor se regirían por las constelaciones, o por otras causas naturales. Pero de esta manera no habría lugar, ni para el favor paternal que Dios usa con nosotros, ni para sus juicios. Si aquellos a los que yo impugno dicen que Dios se muestra muy liberal con los hombres, porque infunde al cielo y a la tierra una virtud regular para que nos provean de alimentos, eso no es sino una fantasía inconsistente y profana; sería tanto como negar que la fertilidad de un año es una singular bendición de Dios, y la esterilidad y el hambre son su maldición y castigo.
Como resultaría muy prolijo exponer todas las razones con que se puede refutar este error, bástenos la autoridad del mismo Dios. En la Ley y en los Profetas afirma muchas veces que siempre que riega la tierra con el rocío o con la lluvia, demuestra con ello su buena voluntad; y, al contrario, que es señal certísima de particular castigo, cuando por mandato suyo el cielo se endurece como si fuese hierro, y los trigos se dañan y consumen por las lluvias y otras causas, y los campos son asolados por el granizo y las tormentas. Si admitimos esto, es igualmente cierto que no cae gota de agua en la tierra sin disposición suya particular. Es verdad que David engrandece la providencia general de Dios porque da mantenimiento “a los hijos de los cuervos que claman” (Sal. 147,9); pero cuando amenaza con el hambre a todos los animales, ¿no deja ver claramente que Él mantiene a todos los animales, unas veces con más abundancia, y otras con menos, según lo tiene a bien?
Es una puerilidad, como ya he dicho, restringir esto a algunas cosas particulares, pues sin excepción alguna dice Cristo que no hay pajarito alguno, por ínfimo que sea su precio, que caiga a tierra sin la voluntad del Padre (Mt. 10,29). Ciertamente que si el volar de las aves es regido por el consejo infalible de Dios, es necesario confesar con el Profeta, que de tal manera habita en el cielo, que tiene a bien rebajarse a mirar todo cuanto se hace en el cielo y en la tierra (Sal. 113,5-6).
6. Dios lo dirige todo en la vida de sus criaturas
Mas como sabemos que el mundo ha sido creado para el hombre, debemos siempre, cuando hablamos de la providencia con que Dios lo gobierna, considerar este fin. Exclama el profeta Jeremías: “Conozco, oli Jehová, que el hombre no es señor de su camino, ni del hombre que camina es el ordenar sus pasos” (Jer. 10, 23). Y Salomón: “De Jehová son los pasos del hombre; ¿cómo, pues, entenderá el hombre su camino?” (Prov. 20,24).
Aquellos con quienes disputo dirán que Dios mueve al hombre según la inclinación de su naturaleza, pero que él la dirige a donde le place. Pero si esto fuese verdad, estaría en la mano del hombre disponer sus caminos. Puede que lo nieguen diciendo que el hombre nada puede sin la potencia de Dios. Pero tanto Jeremías como Salomón, atribuyen a Dios, no solamente la potencia, sino también la elección y determinación de lo que se debe hacer, por lo cual jamás podrán librarse de que la Escritura les sea contraria. Salomón en otro lugar refuta elegantemente la temeridad de los hombres que, sin consideración alguna de Dios, como si no fuesen guiados por su mano, se proponen el fin que se les antoja: “Del hombre”, dice, “son las disposiciones del corazón; pero de Jehová es la respuesta de la lengua” (Prov.. 16, 1). Como si dijese: es ridícula necedad que los infelices de los hombres quieran hacer sin Dios cosa alguna, cuando no podrían decir una sola palabra si Dios no quisiese. Más aún: la Escritura, para probar mejor que nada acaece en el mundo a no ser por disposición divina, muestra que las cosas que parecen más fortuitas también están sometidas a Él. Pues, ¿hay algo que más se pueda atribuir al azar o a la casualidad que el que una rama caiga de un árbol y mate a un transeúnte? Sin embargo, de muy otra manera habla el Señor, al afirmar que Él “lo puso en sus manos” (de quien lo matase) (6.21,13). Asimismo, ¿quién no dirá que la suerte depende del azar? Sin embargo, el Señor no consiente que se hable así, pues se atribuye a sí mismo el gobierno de ella. No1dice simplemente que por su potencia los dados se echan en el regazo y se sacan, sino que – lo que más se podría atribuir a la fortuna – afirma que así lo ordena Él mismo. Está con ello de acuerdo lo que dice Salomón: El pobre y el rico se encuentran, pero Dios es el que alumbra los ojos de ambos (Prov. 22,2). Porque aunque los ricos viven en el mundo mezclados con los pobres, al señalar Dios a cada uno su condición y estado da a entender que no obra a ciegas, pues Él hace ver a los demás. Por ello exhorta a los pobres a la paciencia, pues los que no están contentos con su estado y modo de vida procuran desechar la carga que Dios les ha puesto. De la misma manera otro profeta reprende a las personas mundanas, que atribuyen a la industria de los hombres o a la fortuna el que unos vivan en la miseria y otros alcancen honras y dignidades: “Porque ni de Oriente ni de Occidente, ni del desierto viene el enaltecimiento. Mas Dios es el juez. A éste humilla, y a aquél enaltece” (Sal. 75, 6-7). De lo cual concluye el profeta que al secreto consejo de Dios se debe el que unos sean ensalzados y los otros permanezcan abatidos.
7. Dios dirige el timón del mundo para conducir los acontecimientos particulares
Además de esto afirmo que los acontecimientos particulares son por lo general testimonios de la providencia que Dios tiene de cada cosa en particular: “Y vino un viento de Jehová, y trajo codornices del mar” (Nin. 11,31). Cuando quiso que Jonás fuese arrojado al mar “hizo levantar un gran viento en el mar” (Jon. 1,4).
Dirán los que piensan que Dios no se preocupa del gobierno del mundo, que esto sucedió aparte de lo que de ordinario acontece. Pero yo concluyo de ahí que jamás se levanta viento alguno sin especial mandato de Dios; porque de otra manera no podría ser verdad lo que dice David: “Él hace a los vientos sus mensajeros, y a las flamas de fuego sus ministros (Sal. 104,4); pone las nubes por su carroza, anda sobre las alas del viento” (Ibid. 104,3), si no mostrase en ello una particular presencia de su poder. E igualmente se nos dice en otro lugar que cuantas veces el mar se embravece por la impetuosidad de los vientos, aquella perturbación es testimonio de una particular presencia de Dios: “Porque habló, e hizo levantar un viento tempestuoso, que encrespa sus ondas. Suben a los cielos”. Después: “Cambia la tempestad en sosiego, y se apaciguan sus ondas…. y así los guía al puerto que deseaban” (Sal. 107,25.29). Y en otro lugar dice que “os herí con viento solano” (Am. 4,9). Y según esto, aunque los hombres naturalmente tienen la facultad de engendrar, sin embargo Dios quiere que se le atribuya a Él y que se tenga por particular beneficio suyo que unos nunca tengan hijos, y otros por el contrario, los tengan. Porque el fruto del vientre, don suyo es (Sal. 127,3). Y por esto decía Jacob a su mujer Raquel: “¿Soy yo acaso Dios, que te impidió el fruto de tu vientre?” (Gn. 30,2).
En fin, para concluir, no hay cosa más ordinaria en la naturaleza que el que el pan nos sirva de sustento; sin embargo, el Espíritu Santo declara que no solamente las cosechas son beneficio particular de Dios, sino que los hombres no viven sólo del pan (Dt. 8,3), porque no es la hartura lo que los sustenta, sino la oculta bendición de Dios; y, por el contrario, amenaza con hacer que el pan no tenga virtud para sustentar (1s. 3, l). Y de otra manera no podríamos de veras pedir a Dios nuestro pan cotidiano, si Dios no nos diese el alimento con su mano de Padre. Por esto el Profeta, para convencer a los fieles de que Dios al darles el alimento cumple con el deber de un padre de familia, advierte que É! mantiene a todo ser vivo (Sal. 136,25).
En conclusión, cuando por un lado oímos decir: “Los ojos de Jehová están sobre los justos, y atentos sus oídos al clamor de ellos” (Sal. 34,15), y por el otro: “La ira de Jehová contra los que hacen mal, para cortar de la tierra la memoria de ellos” (Ibid. v. 16), entendamos que todas las criaturas están prestas y preparadas para hacer lo que les mandare. De donde debemos concluir que no solamente hay una providencia general de Dios para continuar el orden natural en las criaturas, sino que son dirigidas por su admirable consejo a sus propios fines.
8. Esta doctrina no tiene nada de común con el “fatum” de los estoicos
Los que quieren hacer esta doctrina odiosa, afirman con calumnia quees la doctrina de los estoicos; a saber, que todo sucede por necesidad; lo cual también se lo echaron en cara a san Agustín. En cuanto a nos otros, aunque discutirnos a disgusto por palabras, sin embargo no admitimos el vocablo “hado”, que usaban los estoicos; en parte, porque pertenece a aquel género de vocablos de cuya profana novedad manda el Apóstol que huyamos (1 Tim. 6,20); y también porque nuestros adversarios procuran con lo odioso de este nombre menoscabar la verdad de Dios.
En cuanto a esta opinión, ellos nos la imputan falsa y maliciosamente. Porque nosotros no concebimos una necesidad presente en la naturaleza por la perpetua conjunción de las causas, como lo suponían los estoicos, sino que ponemos a Dios como señor y gobernador de todo, quien conforme a su sabiduría desde la misma eternidad determinó lo que había de hacer, y ahora con su potencia pone por obra lo que determinó. De lo cual afirmamos que no solamente el cielo, la tierra y las criaturas inanimadas son gobernadas por su potencia, sino también los consejos y la voluntad de los hombres, de tal manera que van derechamente a parar al fin que Él les había señalado. ¿Pues, qué?, dirá alguno; ¿no acontece nada al acaso y a la venturá? Respondo que con mucho acierto dijo Basilio Magno que “fortuna” y “acaso” son palabras propias de gentiles, cuyo significado no debe penetrar en el entendimiento de los fieles. Pues si todo suceso próspero es bendición de Dios, y toda calamidad y adversidad es maldición suya, no queda lugar alguno a la fortuna y al acaso en todo cuanto acontece a los hombres.
El testimonio de san Agustín. Debe también excitarnos lo que dice san Agustín. “Me desagrada,” dice, “en los libros que escribí contra los académicos, haber nombrado tantas veces a la fortuna, aunque no me refería con ese nombra a diosa alguna, sino al casual acontecer exterior de las cosas, fuesen buenas o malas. Lo mismo que en el lenguaje vulgar suele decirse: es posible, acaso, quizás; lo cual ninguna religión lo prohibe decir, aunque todo debe atribuirse a la divina providencia. E incluso advertí: Es posible que lo que comúnmente se llama fortuna sea también regido por una secreta ordenación; y solamente atribuimos al acaso aquello cuya razón y causa permanece oculta. Es verdad que dije esto; sin embargo, me pesa haber usado el vocablo “fortuna”, pues veo que los hombres tienen una malísima costumbre; en vez de decir: Dios lo ha querido así, dicen: así lo ha querido la fortuna”‘.
En resumen: en muchos lugares enseña que si se atribuye algo a la fortuna, el mundo es regido sin concierto alguno. Y aunque en cierto lugar dice que todas las cosas se hacen en parte por el libre albedrío del hombre, y en parte por la providencia de Dios, sin embargo más abajo enseña bien claramente que los hombres están sujetos a esta providencia y son por ella regidos, porque enuncia este principio: Que no hay cosa más absurda que decir que se puede hacer algo sin que Dios lo haya determinado, pues en ese caso se haría sin concierto. Por esta razón excluye todo cuanto se podría cambiar por la voluntad de los hombres; y poco después aún más claramente, al decir que no se debe buscar la causa de la voluntad de Dios.
Ahora bien, lo que entiende con la palabra “permisión”, que usa muchas veces, lo expone muy bien en cierto lugar3, donde prueba que la voluntad de Dios es la causa primera y dueña de todas las cosas, porque nada se hace sino por su mandato o permisión. Ciertamente no se imagina a Dios como quien desde una atalaya está ociosamente mirando lo que pasa y permitiendo una cosa u otra, ya que él le atribuye una voluntad actual, como suele decirse, la cual no podría ser tenida por causa, si Él no determinase lo que quiere.
9. Aunque dirigidos por Dios, los acontecimientos nos resultan fortuitos
Mas, como la rudeza de nuestro entendimiento está muy lejos de poder penetrar en cosa tan alta como es la providencia de Dios, será menester hacer una distinción para ayudarla. Digo, pues, que aunque todas las cosas son regidas por consejo y determinación cierta de Dios, sin embargo nos resultan fortuitas. No que yo piense que la fortuna tiene dominio alguno sobre el mundo y sobre los hombres para revolverlo todo de arriba abajo temerariamente – pues tal desvarío no debe penetrar en el entendimiento de un cristiano -, sino que, como el orden, la razón, el fin y la necesidad de las cosas que acontecen en su mayor parte permanecen ocultas en el consejo de Dios y no las puede comprender el entendimiento humano, estas cosas nos parecen fortuitas, aunque ciertamente proceden de la voluntad de Dios; pues ellas así aparecen, sea que se las considere en su naturaleza, o que se las estime según nuestro juicio y entender. Para poner un ejemplo, supongamos que un mercader, entrando en un bosque con buena escolta, se extravía y cae en manos de salteadores y le cortan el cuello. Su muerte no solamente hubiera sido prevista por Dios, sino también determinada por su voluntad. Pues no se dice solamente que Dios ha visto de antemano cuánto ha de durar la vida de cada cual, sino también que “ha puesto límites de los cuales no pasará” (Job 14,5). Sin embargo, en cuanto la capacidad de nuestro entendimiento puede comprenderlo, todo cuanto aparece en la muerte de] ejemplo parece fortuito. ¿Qué ha de pensar en tal caso un cristiano? Evidentemente, que todo cuanto aconteció en esta muerte era casual por su naturaleza; sin embargo, no dudará por ello de que la providencia de Dios ha presidido para guiar la fortuna a su fin.
Lo mismo se ha de pensar de las cosas futuras. Como las cosas futuras nos son inciertas, las tenemos en suspenso, como si pudieran inclinarse a un lado o a otro. Sin embargo, es del todo cierto y evidente que no puede acontecer cosa alguna que el Señor no haya antes previsto. En este sentido en el libro del Eclesiastés se repite muchas veces el nombre de “acontecimiento”, porque los hombres no penetran en principio hasta la causa última, que permanece muy oculta para ellos. No obstante, lo que la Escritura nos enseña de la providencia secreta de Dios nunca se ha borrado de tal manera del corazón de los hombres que no hayan resplandecido en las mismas tinieblas algunas chispas. Así los adivinos de los filisteos, aunque vacilaban dudosos, incapaces de responder decididamente a lo que les preguntaban, atribuyen, sin embargo, el infausto acontecimiento en parte a Dios y en parte a la fortuna; dicen: “Y observaréis; si sube por el camino de su tierra a Bet-semes, él nos ha hecho este mal tan grande; y si no, sabremos que no es su mano la que nos ha herido, sino que esto ocurrió por accidente” (I Sm. 6,9). Es ciertamente un despropósito recurrir a la fortuna, cuando su arte de adivinar fracasa; sin embargo vemos cómo se ven obligados a no osar imputar simplemente a la fortuna la desgracia que les había acontecido.
Por lo demás, cómo doblega y tuerce Dios hacia donde quiere con el freno de su providencia todos los acontecimientos, se verá claro con este notable ejemplo. En el momento mismo en que David fue sorprendido y cercado por las gentes de Saúl en el desierto de Maón, los filisteos entran por tierra de Israel, de modo que Saúl se ve obligado a retirarse para defender su tierra (I Sm.23,26-27). Si Dios, queriendo librar a su siervo David, obstaculizó de esta manera a Saúl, aunque los filisteos tomaron de repente las armas sin que nadie lo esperase, ciertamente no debemos decir que sucedió al acaso y por azar; sino lo que nos parece un azar, la fe debe reconocerlo como un secreto proceder de Dios, Es verdad que no siempre se ve una razón semejante, pero hay que tener por cierto que todas las transformaciones que tienen lugar en el mundo provienen de un oculto movimiento de la mano de Dios.
Necesidad absoluta y necesidad contingente. Por lo demás, es de tal manera necesario que suceda lo que Dios ha determinado, que, sin embargo, lo que sucede no es necesario precisamente por su naturaleza misma.
De esto tenemos un ejemplo sencillo. Como Jesucristo se revistió de un cuerpo semejante al nuestro, nadie que tenga sentido común negará que sus huesos eran de tal naturaleza que se podían romper; y sin embargo, no fue posible romperlos. Por locual vemos que no sin razón se han inventado en las escuelas las distinciones de necesidad en cierto sentido y bajo cierto respecto, y de necesidad simple o absoluta; y asimismo de necesidad de lo que se sigue y de la consecuencia; pues, aunque Dios hizo los huesos de su Hijo quebradizos naturalmente, sin embargo los eximió de que fueran rotos. Y así, lo que según la naturaleza pudo acontecer, lo restringió con la necesidad de su voluntad.
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Libro 1, Capítulo 17
DETERMINACIÓN DEL FIN DE ESTA DOCTRINA PARA QUE PODAMOS APROVECHARNOS BIEN DE ELLA
1. Sentido y alcance de la providencia
Mas como el espíritu de los hombres se siente inclinado a sutilezas vanas, con gran dificultad se puede conseguir que todos aquellos que no comprenden el verdadero uso de esta doctrina no se enreden en la maraña de grandes dificultades. Por tanto será conveniente explicar aquí brevemente con qué fin nos enseña la Escritura que todo cuanto se hace está ordenado por Dios.
Primeramente es necesario notar que la providencia de Dios ha de considerarse tanto respecto al pasado como al porvenir; luego, que de tal manera gobierna todas las cosas, que unas veces obra mediante intermediarios, otras sin ellos, y a veces contra todos los medios. Finalmente, que su intento es mostrar que Dios tiene cuidado del linaje humano, y principalmente cómo vela atentamente por su Iglesia, a la que mira más de cerca.
La providencia divina es la sabiduría misma. Hay que añadir también, que aunque el favor paternal de Dios, o su bondad, o el rigor de sus juicios, reluzcan muchas veces en todo el curso de su providencia, sin embargo las causas de las cosas que acontecen son ocultas, de modo que poco a poco llegamos a pensar que los asuntos de los hombres son movidos por el ciego ímpetu de la fortuna; o nuestra carne nos impulsa a murmurar contra Dios, como si Dios se complaciese en arrojar a los hombres de acá para allá, cual si fuesen pelotas. Es verdad que si mantenemos el entendimiento tranquilo y sosegado para poder aprender, el resultado final manifestará que Dios tiene grandísima razón en su determinación de hacer lo que hace, sea para instruir a los suyos, en la paciencia, o para corregir sus malas aficiones, o para dominar su lascivia, o para obligarlos a renunciar a sí mismos, o para despertarlos de su pereza; o, por el contrario, para abatir a los soberbios, o para confundir la astucia de los impíos y destruir sus maquinaciones. En todo caso, hemos de tener por seguro que, aunque no entendamos ni sepamos las causas, no obstante están escondidas en Dios, y por lo tanto debemos exclamar con David: “Has aumentado, oh Jehová Dios mío, tus maravillas; y tus pensamientos para con nosotros no es posible contarlos ante Ú” (Sal. 40,5). Porque, aunque en nuestras adversidades debamos acordarnos de nuestros pecados para que la misma pena nos mueva a hacer penitencia, sin embargo sabemos que Cristo atribuye a su Padre, cuando castiga a los hombres, una autoridad mucho mayor que la facultad de castigar a cada cual conforme a como lo ha merecido. Pues hablando del ciego de nacimiento dice: “No es que pecó éste, ni sus padres, sino para que las obras de Dios se manifiesten en él” (Jn.9,3). Aquí murmura nuestro carnal sentir, al ver que un niño, aun antes de haber nacido, ya en el seno materno es castigado tan rigurosamente como si Dios no se condujera humanamente con los que castiga así sin ellos merecerlo. Pero Jesucristo afirma que la gloria de su Padre brilla en tales espectáculos, con tal que tengamos los ojos limpios.
La voluntad de Dios es la causa justísima de todo cuanto hace. Mas hemos de tener la modestia de no querer forzar a Dios a darnos cuenta y razón, sino adorar de tal manera sus juicios ocultos, que su voluntad sea para nosotros causa justísima de todo cuanto hace. Cuando el cielo está cubierto de espesísimas nubes y se levanta alguna gran tempestad, como no vemos más que oscuridad y suenan truenos en nuestros oídos y todos nuestros sentidos están atónitos de espanto, nos parece que todo está confuso y revuelto; y, sin embargo, siempre hay en el cielo la misma quietud y serenidad. De la misma manera debemos pensar, cuando los asuntos del mundo, por estar revueltos, nos impiden juzgar que estando Dios en la claridad de su justicia y sabiduría, con gran orden y concierto dirige admirablemente y encamina a sus propios fines estos revueltos movimientos. Y, en verdad, el desenfreno de muchísimos es en este punto monstruoso, pues con gran licencia y atrevimiento osan criticar las obras de Dios, pedirle cuenta de cuanto hace, penetrar y escudriñar sus secretos consejos, e incluso precipitarse a dar su parecer sobre lo que no saben, como si se tratara de juzgar los actos de un hombre mortal. Pues, ¿hay algo más fuera de razón que conducirse con modestia con nuestros semejantes prefiriendo suspender el juicio a ser tachados de temerarios, y mientras tanto mofarse audazmente de los juicios secretos de Dios, los cuales debemos admirar y reverenciar grandemente?
2. La razón de lo que no comprendemos ha de ser atribuida a ¡ajusta y oculta sabiduría de Dios
Por tanto, nadie podrá debidamente y con provecho considerar la providencia de Dios, si no considera que se trata de su creador y del que ha hecho el mundo, y se somete a Él con la humildad que conviene. De aquí viene que actualmente tantos con sus venenosas mordeduras intenten destruir esta doctrina o al menos griten contra ella, pues no quieren que Dios haga más que lo que su juicio les dicta como razonable.
Nos imputan asimismo todas las villanías que pueden porque, no contentándonos con los mandamientos de la Ley en los que está comprendida la voluntad de Dios, decimos además que el mundo está gobernado por los ocultos designios de Dios. Como si lo que enseñarnos fuese invención nuestra, y no repitiese claramente el Espíritu Santo a cada paso esta doctrina y de diversas maneras. Mas como un cierto pudor les impide atreverse a lanzar sus blasfemias contra el cielo, para mostrar más libremente su ira fingen que contienden contra nosotros.
Mas, si no quieren confesar que todo cuanto acontece en el mundo es gobernado por el incomprensible consejo de Dios, que me respondan con qué fin dice la Escritura que sus juicios son un abismo profundo (Sal. 36,6). Pues si Moisés declara que la voluntad de Dios no debe buscarse más allá de las nubes ni en los abismos, porque se nos expone familiarmente en la Ley (Dt. 30,11-14), síguese que hay otra voluntad oculta, la cual es comparada a un abismo profundo, de la cual habla también san Pablo, diciendo: ” ¡Oh profundidad de las riquezas de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios, e inescrutables sus caminos! Porque, ¿quién entendió la mente del Señor? ¿0 quién fue su consejero?” (Rom. 11, 33-34). Es verdad que en la Ley y en el Evangelio se contienen misterios que sobrepasan en gran manera nuestra capacidad; pero como Dios alumbra a los suyos con el espíritu de inteligencia para que puedan comprender los misterios que ha querido revelar en su santa Palabra, no hay ya ningún abismo, sino camino por el cual poder marchar con seguridad, antorcha para guiar nuestros pasos, luz de vida y escuela de verdad cierta y evidente. Pero la admirable manera de gobernar el mundo con gran razón se llama abismo, porque en cuanto que no la entendemos, la debemos adorar con gran reverencia. Moisés atinadamente expuso en pocas palabras ambas cosas: “Las cosas secretas”, dice, “pertenecen a Jehová nuestro Dios; mas las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos” (Dt. 29,29). Vemos, pues, cómo nos manda, no solamente ejercitarnos en meditar la Ley de Dios, sino también en levantar nuestro entendimiento para adorar su oculta providencia. Esta alteza se nos predica muy bien igualmente en el libro de Job, para humillar nuestro entendimiento. Porque, después de haber el autor disputado tan admirablemente como le era posible de las obras de Dios, recorriendo de arriba abajo esta máquina del mundo, dice al fin: “He aquí, estas cosas son sólo los bordes de sus caminos; y ¡cuán leve es el susurro que hemos oído de él”(Job 26,14). Por esta causa distingue en otro lugar entre la sabiduría que reside en Dios y la manera de saber que señaló a los hombres. Porque, después de haber tratado de los secretos de la naturaleza, dice que la sabiduría es conocida solamente por Dios, y que ninguno de cuantos viven la alcanzan; mas poco después añade que se publica para que la busquen, por cuanto se ha dicho al hombre: “He aquí que el temor del Señor es la sabiduría” (Job 28,8). A esto se refería san Agustín cuando dijo: “Como no sabemos todo cuanto Dios hace de nosotros con un orden maravilloso, obramos según su ley cuando somos guiados por una buena voluntad; en cuanto a lo demás, somos guiados por la providencia de Dios, la cual es una ley inmutable”.
Si, pues, Dios se atribuye a sí mismo una autoridad y un derecho de regir el mundo para nosotros incomprensible, la regla de, la verdadera sobriedad y modestia consistirá en someternos a Él, de tal forma que su voluntad sea para nosotros la única norma de justicia y causa justísima de cuanto acontece. No me refiero a aquella voluntad absoluta de la que charlan los sofistas, separando abominablemente su justicia de su potencia, como si pudiese hacer alguna cosa contra toda justicia y equidad; sino que hablo de la providencia con que gobierna todo lo creado, de la cual no procede ninguna cosa que no sea buena y justa, aunque no sepamos la causa.
3. La providencia no destruye la responsabilidad del hombre
Todos los que se condujeren con esta modestia, no hablarán mal contra Dios por las adversidades padecidas en el pasado, ni le echarán la culpa de sus pecados, como el rey Agamenón dice en Homero: “Yo no soy la causa, sino Júpiter y la diosa de la necesidad.” Ni, desesperados, como si se viesen forzados por el hado o la necesidad inevitable, se arrojarán a un despeñadero, como dice el joven que presenta Plauto: “La condición y suerte de las cosas es inconstante; el hado conforme a su antojo mueve a los hombres; daré, pues, con mi nave en una roca, para en ella perder mi hacienda con mi vida”. Ni tampoco encubrirán sus abominaciones con el nombre de Dios, como aquel otro joven, llamado Licónides, a quien presenta el mismo poeta: “Dios”, dice, “fue el impulsor; yo creo que los dioses lo quisieron, porque si ellos no lo quisieran, sé que no hubiera ocurrido”. Sino que más bien preguntarán a la Escritura y aprenderán de ella qué es lo que agrada a Dios, para que teniendo *al Espíritu como guía, tiendan a ello. Y así preparados para seguir a Dios por donde quisiere llevarlos, mostrarán con las obras que no hay cosa más útil y provechosa que esta doctrina que los impíos injustamente persiguen porque algunos hacen mal uso de ella.
Muy neciamente se alborotan los hombres mundanos revolviendo el cielo y la tierra, como suele decirse, con sus trivialidades. Si Dios, dicen, ha señalado la hora y el momento en que cada uno de nosotros ha de morir, de ningún modo lo podremos evitar; en vano, pues, nos esforzaremos en mirar por nosotros. Y así, algunos no se atreven a ponerse en camino cuando oyen decir que hay peligro de ser asaltados por los ladrones; otros envían a llamar al médico y toman medicinas para conservar la vida; otros se abstienen de alimentos fuertes, porque son enfermizos; otros temen habitar en casas que amenazan ruina; y, en general, todos buscan los medios posibles y ponen toda su diligencia en alcanzar lo que desean. Todos estos remedios, dicen, que se buscan para enmendar la voluntad de Dios, son vanos; o de lo contrario, las cosas no acaecen por su voluntad y disposición. Porque es incompatible decir que la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, la paz y la guerra, y otras cosas semejantes vienen de la mano de Dios, y que los hombres con su industria las evitan o consiguen, según que las aborrezcan o deseen. Asimismo dicen que las oraciones de los fieles no solamente serían superfluas, sino incluso perversas, por pedir con ellas a Dios que provea y ponga orden en lo que su majestad ha determinado desde toda la eternidad. En fin, suprimen todo consejo y deliberación respecto al futuro, como repulsivo a la providencia de Dios, la cual sin pedirnos consejo ha determinado de una vez lo que quiere que se haga. Además, de tal manera imputan a la providencia de Dios cuanto acontece, que no tienen en cuenta al hombre que se sabe de cierto ha cometido tal cosa. Si algún malvado mata a un hombre de bien, dicen que ejecutó los designios de Dios. Si alguno roba o fornica, dicen que es ministro de la providencia de Dios, pues puso por obra lo que Él había deliberado y determinado. Si el hijo deja morir a su padre, no procurándole los remedios que necesitaba, dicen que n pudo resistir a Dios, el cual así lo había determinado de toda la eternidad De esta manera a toda clase de vicio lo llaman virtud, porque los vicio sirven para lo que Dios ha ordenado.
4. El hombre debe cuidar de la preservación de su vida
En cuanto a las cosas futuras, Salomón pone fácilmente de acuerdo con la providencia divina las deliberaciones de los hombres. Porque, as como se burla de la locura de aquellos que sin Dios se atreven a emprender todo cuanto se les antoja, como si Dios no lo rigiese todo con su mano, también en otro lugar dice así: “El corazón del hombre piensa su camino; mas Jehová endereza sus pasos” (Prov. 16,9); con lo cual da a entender que el decreto eterno de Dios no nos impide que miremos por nosotros mismos con el favor de su buena voluntad, y que ordenemos todos nuestros asuntos. La razón de esto es evidente: porque Él, que ha limitado nuestra vida, nos ha dado los medios para conservarla; nos ha avisado de los peligros, para que no nos hallasen desapercibidos, dándonos los remedios necesarios contra ellos. Ahora, pues, vemos lo que debemos hacer: si el Señor nos ha confiado la guarda de nuestra vida, que la conservemos; si nos da los remedios, que usemos de ellos; si nos muestra los peligros, que no nos metamos temerariamente en ellos; si nos ofrece los remedios, que no los menospreciemos. Mas, dirá alguno, ningún peligro nos perjudicará, si no se ordena que nos perjudique, pues esto de ninguna manera se puede evitar. Pero, al contrario, ¿qué pasará si los peligros no son inevitables, pues el Señor nos muestra los remedios para libramos de ellos? Mira qué correlación hay entre tu argumento y el orden de la providencia de Dios. Tú deduces que no se debe huir del peligro porque, no siendo’ inevitable, hemos de escapar de él aun sin preocuparnos por ello; pero el Señor, por el contrario, te manda que te guardes, porque no quiere que el peligro te resulte inevitable. Estos desatinados no consideran lo que tienen ante los ojos: que el Señor ha inspirado a los hombres la industria de aconsejarse y defenderse, y as! servir a la providencia divina conservando su vida; como, al contrario, con negligencia y menosprecio se procuran las desventuras con las que Él los quiere afligir. Porque, ¿de dónde viene que un hombre prudente, poniendo orden en sus negocios se vea libre del mal en que estaba para caer, y que el necio, por no usar de consejo, temerariamente perezca, sino de que la locura y la prudencia son instrumentos de lo que Dio’ s ha determinado respecto a una y otra parte?
Ésta es la causa por la que Dios ha querido que no conozcamos el futuro, para que al ser dudoso, nos previniéramos y no dejásemos de usar los remedios que nos da contra los peligros, hasta que, o los venzamos, o seamos de ellos vencidos. Por esto dije que la providencia de Dios no se nos descubre y manifiesta de ordinario, sino acompañada y encubierta con los medios con que Dios en cierto modo la reviste.
5. El hombre debe obedecer a la voluntad revelada de Dios
En cuanto a las cosas pasadas y que ya han acontecido, necia perversamente consideran la clara y manifiesta providencia de Dios. Si de ella, dicen, depende cuanto acontece en el mundo, entonces ni los hurtos, ni los adulterios, ni los homicidios se cometen sin que intervenga la voluntad de Dios. ¿Por qué causa, dicen, es castigado el ladrón, que ha robado a quien Dios quiso castigar con la pobreza? ¿Por qué se ha de castigar al homicida que ha matado a quien Dios quiso privar de la vida? Si todos éstos sirven a la voluntad de Dios, ¿por qué son castigados?
Yo respondo que no sirven a la voluntad de Dios. Pues no podemos decir que quien obra con mala intención sirve a Dios, porque solamente obedece a sus propios malos deseos. Quien obedece a Dios es el que sabiendo cuál es su voluntad, procura poner por obra lo que le manda. ¿Y dónde nos lo enseña, sino mediante su Palabra? Por lo tanto, en nuestros asuntos debemos poner los ojos en la voluntad de Dios, que Él nos ha revelado en su Palabra. Dios solamente pide de nosotros lo que nos ha mandado. Si cometemos algo contra lo que nos está mandado, eso no es obediencia, sino contumacia y transgresión. Mas replican que no lo haríamos si Él no quisiese. Confieso que es así’ Pero pregunto: ¿cometemos el mal con el propósito de agradarle? No; Él no nos manda tal cosa; no obstante, nosotros vamos tras el mal, sin preocuparnos de lo que Él quiere, sino arrebatados de tal manera por la furia de nuestro apetito, que deliberadamente nos esforzamos por llevarle la contraria. De esta manera, al obrar mal servimos a su justa ordenación, porque Él conforme a su infinita sabiduría sabe usar malos instrumentos para obrar bien.
Dios se sirve de los pecados como de instrumentos. Mas consideremos cuán inadecuada y necia es la argumentación de éstos. Quieren que los que cometen el pecado no sean castigados, porque no lo cometen sin que Dios lo ordene así. Pues yo digo aún más: que los ladrones, homicidas y demás malhechores son instrumentos de la providencia de Dios, de los cuales se sirve el Señor para ejecutar los designios que en sí mismo determinó; pero niego que por ello puedan tener excusa alguna. Porque, ¿cómo podrán mezclar a Dios en su propia maldad o encubrir su pecado con la justicia divina? Ninguna de estas cosas les es posible, y su propia conciencia les convence de ello de tal manera que no pueden considerarse limpios. Pues echar a Dios la culpa no lo pueden, porque en sí mismos hallan todo el mal, y en Él solamente una manera buena y legítima de servirse de su malicia. Sin embargo, dirá alguno, Él obra por medio de ellos. ¿De dónde, pregunto yo, le viene el hedor al cuerpo muerto después de que los rayos del sol lo han corrompido y abierto? Todos ven que ello se debe a los rayos del sol; sin embargo, nadie dirá por esto que los rayos hieden. Pues de la misma manera, si la materia del mal y la culpa reside en el hombre malo, ¿por qué hemos de pensar que se le pega a Dios suciedad alguna, porque Él conforme a su voluntad se sirve de un hombre malo? Por lo tanto, desechemos esta petulancia y desvergüenza, que desde lejos puede clamar contra la justicia de Dios, pero no la puede tocar.
6. Los creyentes saben que Dios ejerce su providencia para su salvación
Sin embargo, la piadosa y santa meditación de la providencia de Dios que nos dicta la piedad deshará fácilmente estas calumnias, o por mejor decir, los desvaríos de estos espíritus frenéticos, de tal manera que saquemos de ello dulce y sazonado fruto. Por ello, el alma del cristiano, teniendo por cosa certísima que nada acontece al acaso ni a la ventura, sino que todo sucede por la providencia y ordenación de Dios, pondrá siempre en Él sus ojos, como causa principal de todas las cosas, sin dejar, empero, por ello de estimar y otorgar su debido lugar a las causas inferiores. Asimismo no dudará de que la providencia de Dios está velando particularmente para guardarlo, y que no permitirá que le acontezca nada que no sea para su bien y su salvación. Y como tiene que tratar en primer lugar con hombres, y luego con las demás criaturas, se asegurará de que la providencia de Dios reina en todo. Por lo que toca a los hombres, sean buenos o malos, reconocerá que sus consejos, propósitos, intentos, facultades y empresas están bajo la mano de Dios de tal suerte, que en su voluntad está doblegarlos o reprimirlos cuando quisiere.
Hay muchas promesas evidentes, que atestiguan que la providencia de Dios vela en particular por la salvación y el bien de los fieles. Así cuando se dice: “Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; no dejará para siempre caído al justo” (Sal.55,22; 1 Pe.5,7). Y: “El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente” (Sal. 9 1, 1). Y: “El que os toca, toca a la niña de su ojo” (Zac. 2,8). Y: “Te pondré… por muro fortificado de bronce, y pelearán contra ti, pero no te vencerán, porque yo estoy contigo…” (Jer. 15,20). Y: “Aunque la madre se olvide de sus hijos, yo, empero, no me olvidaré de ti” (ls.49,15).
Más aún; éste es el fin principal a que miran las historias que se cuentan en la Biblia, a saber: mostrar que Dios con tanta diligencia guarda a los suyos, que ni siquiera tropezarán con una piedra. Y así como justamente he reprobado antes la opinión de los que imaginan una providencia universal de Dios que no se baja a cuidar de cada cosa en particular, de la misma manera es preciso ahora que reconozcamos ante todo que Él tiene particular cuidado de nosotros. Por esto Cristo, después de haber afirmado que ni siquiera un pajarito, por débil que sea, cae a tierra sin la voluntad del Padre (Mt. 10,29), luego añade que, teniendo nosotros mucha mayor importancia que los pájaros, hemos de pensar que Dios se cuida mucho más de nosotros; y que su cuidado es tal, que todos los cabellos de nuestra cabeza están contados, de suerte que ni uno de ellos caerá sin su licencia (Mt. 10, 30-3 l). ¿Qué más podemos desear, pues ni un solo cabello puede caer de nuestra cabeza sin su voluntad? Y no hablo solamente del género humano; pero por cuanto Dios ha escogido a la Iglesia por morada suya, no hay duda alguna que desea mostrar con ejemplos especiales la solicitud paterna¡ con que la gobierna.
7. Dios dirige los pensamientos y el corazón de los hombres para provecho de su Iglesia y de los suyos
Por ello, el siervo de Dios, confirmado con tales promesas y ejemplos, considerará los testimonios en que se nos dice que todos los hombres están bajo la mano de Dios, bien porque sea preciso reconciliarlos, bien para reprimir su malicia y que no cause daño alguno. Porque el Señor es quien nos da gracia, no solamente ante aquellos que nos aman, sino incluso a los ojos de los egipcios (6.3,21). Y Él es quien sabe abatir de diversos modos el furor de nuestros enemigos. Porque unas veces les quita el entendimiento, a fin de que no puedan tomar ningún buen consejo; como hizo cuando, para engañar al rey Acab, le envió a Satanás, que profetizó la mentira por boca de todos los falsos profetas (1 Re. 22,22). Así también hizo con Roboam, cegándole con el consejo de los jóvenes, de tal forma que por su locura fue despojado de su reino (1 Re. 12,10.15). Otras veces, dándoles entendimiento para ver y entender lo que les conviene, de tal manera los amedranta y desanima, que no se atreven en modo alguno a hacer lo que han pensado. En fin, otras veces, después de haberles permitido intentar y comenzar a poner por obra lo que su capricho y furor les sugería, les corta a tiempo el vuelo de sus ímpetus y no les permite llevar adelante lo que pretendían. De esta manera deshizo a tiempo el consejo de Ahitofél, que hubiera sido fatal para David (2 Sm. 17,7.14). Así se cuida de guiar y dirigir todas las criaturas para bien y salvación de los suyos, incluso al mismo Diablo, el cual vemos que no se atrevió a intentar cosa alguna contra Job sin que Dios se lo permitiese y mandase (Job 1, 12).
Podemos estar reconocidos a la bondad de Dios. Cuando consigamos este conocimiento, necesariamente se seguirá el agradecimiento de corazón en la prosperidad, y la paciencia en la adversidad, y además, una singular seguridad para el porvenir. Por tanto, todo cuanto nos aconteciere conforme a lo que deseamos, lo atribuiremos a Dios, sea que recibamos el beneficio y la merced por medio de los hombres, o de las criaturas inanimadas. Pues hemos de pensar en nuestro corazón: sin duda alguna el Señor es quien ha inclinado la voluntad de éstos a que me amen, y ha hecho que fueran instrumentos de su benignidad hacia mí. Cuando obtuviéremos buena cosecha y abundancia de los otros frutos de la tierra, consideraremos que el Señor es quien manda que el cielo llueva sobre la tierra para que ella dé fruto. Y en cualquier otra clase de prosperidad tendremos por seguro que sólo la bendición de Dios es la que hace prosperar y multiplicar todas las cosas. Estas exhortaciones no permitirán que seamos ingratos con Él.
8. Podemos ser pacientes y estar tranquilos en la adversidad sin resquemor y sin espíritu de venganza hacia nuestros enemigos
Por el contrario, si alguna adversidad nos aconteciere, al momento levantaremos nuestro corazón a Dios, único capaz de hacernos tener paciencia y tranquilidad. Si José se hubiera detenido a considerar la deslealtad de sus hermanos, nunca hubiera conservado en su corazón sentimientos fraternos hacia ellos. Mas como levantó su corazón a Dios, olvidándose de la injuria se inclinó a la mansedumbre y clemencia, de suerte que él mismo consuela a sus hermanos y les dice: “No me enviasteis acá vosotros, sino Dios me envió delante de vosotros … para daros la vida. Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien” (Gn.45,8; 50,20). Si Job se hubiera fijado en los caldeos, por los cuales era perseguido, se hubiera sentido movido a vengarse de ellos, mas como en ello reconoce la acción de Dios, se consuela con aquella admirable sentencia: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (Job 1,21). De la misma manera, si David se hubiera parado a considerar la malicia de Simei, que le injuriaba y tiraba piedras, hubiera exhortado a los suyos a la venganza; mas como comprendía que Simei no hacía aquello sin que Dios le moviese a ello, los aplaca en vez de provocarlos, diciendo: “Dejadle que me maldiga, pues Jehová se lo ha dicho” (2 Sm. 16, 11). Con este mismo freno reprime en otra parte su excesivo dolor: “Enmudecí, no abrí mi boca, porque tú lo hiciste” (Sal. 39,9).
Si ningún remedio hay más eficaz contra la ira y la impaciencia, ciertamente no habrá sacado poco provecho el que haya aprendido a meditar en la providencia de Dios en este punto, de tal suerte que pueda siempre acordarse de aquella sentencia: El Señor lo ha querido, por tanto es necesario tener paciencia y sufrirlo; no solamente porque no es posible resistir, sino porque no quiere nada que no sea justo y conveniente.
En resumen, cuando seamos injuriados injustamente por los hombres, no tengamos en cuenta su malicia – lo cual no conseguiría más que exasperar nuestro dolor y provocarnos a mayor venganza -, sino acordémonos de poner nuestros ojos en Dios, y aprendamos a tener por cierto que todo cuanto nuestros enemigos intentan contra nosotros ha sido permitido y aun ordenado por justa disposición de Dios.
San Pablo, queriendo reprimir en nosotros la tendencia a devolver mal por mal, nos avisa prudentemente de que no luchamos contra carne ni sangre, sino contra un enemigo espiritual, que es el Diablo (Ef. 6,12), a fin de que nos preparemos para la lucha. Pero esta admonición de que Dios es quien arma tanto al Diablo como a todos los demás impíos, y que preside como juez que ha de dar el premio al victorioso para ejercitar nuestra paciencia, es, utilísima para aplacar el ímpetu de nuestra ira.
Mas si las adversidades y miserias que padecemos nos vienen por otro medio distinto de los hombres, acordémonos de lo que enseña la Ley: que toda prosperidad proviene de la bendición de Dios, y que todas las adversidades son otras tantas maldiciones suyas (Dt.28). Y llénenos de terror aquella horrible amenaza: “Si anduviereis conmigo en oposición, yo también procederé en contra de vosotros” (Lv.26,23-24). Palabras con las que se pone de relieve nuestra necedad; porque nosotros según nuestro sentir carnal tenemos por cosa fortuita y sucedida al acaso todo cuanto acontece, sea bueno o malo, y no nos conmovemos con los beneficios que Dios nos hace, para servirle, ni tampoco nos sentimos incitados a arrepentirnos con sus castigos. Por esta misma razón Jeremías y Amós reprendían tan ásperamente a los judíos, pues éstos pensaban que ni el mal ni el bien provenían de la mano de Dios (Lam. 3,38; Am. 3,6). Viene a propósito lo que dice lsaías: “Yo Jehová, y ninguno más que yo, que formo la luz y creo las tinieblas, que hago la paz y creo la adversidad. Yo Jehová soy el que hago todo esto” (Is.45,6-7).
9. De la importancia y responsabilidad de las causas inferiores en el pasado y en el futuro
Sin embargo, el hombre que teme a Dios no dejará de tener en cuenta las causas inferiores. Porque aunque consideremos como ministros de la liberalidad de Dios a aquellos de quien recibimos algún beneficio o merced, no por eso hemos de tenerlos en menos, como si ellos no hubiesen merecido con su humanidad que se lo agradezcamos; por el contrario, reconoceremos que les somos deudores y les estamos obligados, y nos esforzaremos en hacer otro tanto por ellos conforme a la posibilidad y oportunidad que se nos ofreciere. En conclusión, glorificaremos y ensalzaremos a Dios por los beneficios que de Él recibimos, y lo reconoceremos como autor principal de ellos; pero también honraremos a los hombres como ministros y dispensadores de los beneficios de Dios, y nos daremos cuenta de que ha querido que nos sintamos agradecidos a ellos, pues se ha mostrado bienhechor nuestro por medio de ellos.
Si por negligencia o inadvertencia nuestra sufrimos algún daño, tengamos por cierto que Dios así lo ha querido; sin embargo, no dejemos de echarnos la culpa a nosotros mismos. Si algún pariente o amigo nuestro, de quien habíamos de cuidar, muere por nuestra negligencia, aunque no ignoremos que había llegado al término de su vida del cual no podía pasar, sin embargo, no podemos por eso excusarnos de nuestro pecado; sino que por no haber cumplido con nuestro deber hemos de sentir su muerte como si se debiera a nuestra culpa y negligencia. Y mucho menos nos excusaremos, pretextando la providencia de Dios, cuando cometiéremos un homicidio o latrocinio por engaño o malicia deliberada; sino que en el mismo acto consideraremos como distintas la justicia de Dios y la maldad del hombre, como de hecho ambas se muestran con toda evidencia.
En cuanto a lo porvenir, tendremos en cuenta de modo particular las causas inferiores de las que hemos hablado. Tendremos como una bendición de Dios, que nos dé los medios humanos para nuestra conservación. Por ello no dejaremos de deliberar y pedir consejo, ni seremos perezosos en suplicar el favor de aquellos que pueden ayudarnos; más bien pensaremos que cuanto las criaturas pueden ayudarnos, es Dios mismo quien lo pone en nuestras manos, y usaremos de ellas como de legítimos instrumentos de la providencia de Dios. Y como no sabemos de qué manera han de terminar los asuntos que tenemos entre manos – excepto el saber que Dios mira en todo por nuestro bien – nos esforzaremos por conseguir lo que nos parece útil y provechoso, en la medida en que nuestro entendimiento lo comprende. Sin embargo, no hemos de tomar consejo según nuestro propio juicio, sino que hemos de ponernos en las manos de Dios y dejarnos guiar por su sabiduría para que ella nos encamine por el camino recto.
Pero tampoco hemos de poner nuestra confianza en la ayuda y los medios terrenos de tal manera, que cuando los poseamos nos sintamos del todo tranquilos, y cuando nos falten, desfallezcamos, como si ya no hubiese remedio alguno. Pues siempre hemos de tener nuestro pensamiento puesto en la providencia divina, y no hemos de permitir que nos aparte de ella la consideración de las cosas presentes. De esta manera Joab, aunque sabía que el suceso de la batalla que iba a dar dependía de la voluntad de Dios y estaba en su mano, con todo no se durmió, sino que diligentemente puso por obra lo que convenía a su cargo y era obligación suya, dejando a Dios lo demás y el resultado que tuviere a bien dar. “Esforcémonos”, dice, “por nuestro pueblo, y por las ciudades de nuestro Dios; y haga Jehová lo que bien le pareciere” (2 Sin. 10,12).
Este pensamiento nos despojará de nuestra temeridad y falsa confianza, y nos impulsará a invocar a Dios de continuo; asimismo regocijará nuestro espíritu con la esperanza, para que no dudemos en menospreciar varonil y constantemente los peligros que por todas partes nos rodean.
10. Nuestra vida es frágil y presa de mil peligros
En esto se ve la inestimable felicidad de los fieles. Innumerables so las miserias que por todas partes tienen cercada esta vida presente, cada una de ellas nos amenaza con un género de muerte. Sin ir más lejos, siendo nuestro cuerpo un receptáculo de mil especies de enfermedades, e incluso llevando él mismo en sí las causas de las mismas, doquiera que vaya el hombre no podrá prescindir de su compañía, y llevará en cierta manera su vida mezclada con la muerte. Pues, ¿qué otra cosa podemos decir, si no podemos enfriarnos ni sudar sin peligro? Asimismo a cualquier parte que nos volvamos, todo cuanto nos rodea, no sola mente es sospechoso, sino que casi abiertamente nos está amenazando y no parece sino que está intentando darnos muerte. Entremos en un barco; entre nosotros y la muerte no hay, por decirlo así, más que un paso. Subamos a un caballo; basta que tropiece, para poner en peligro nuestra vida. Si vamos por la calle, cuantas son las tejas de los tejados otros tantos son los peligros que nos amenazan. Si tenemos en la mano una espada o la tiene otro que está a nuestro lado, basta cualquier descuido para herirnos. Todas las fieras que vemos, están armadas contra nosotros. Y si nos encerramos en un jardín bien cercado donde no hay más que hermosura y placer, es posible que allí haya escondida una serpiente. Las casas en que habitamos, por estar expuestas a quemarse, durante el día nos amenazan con la pobreza, y por la noche con caer sobre nosotros. Nuestras posesiones, sometidas al granizo, las heladas, la sequía y las tormentas de toda clase, nos anuncian esterilidad y, por consiguiente, hambre. Y omito los venenos, las asechanzas, los latrocinios y las violencias, de las cuales algunas, aun estando en casa, andan tras nosotros, y otras nos siguen a dondequiera que vamos. Entre tales angustias, ¿no ha de sentirse el hombre miserable?; pues aun en vida, apenas vive, porque anda como si llevase de continuo un cuchillo a la garganta.
Quizás alguno me diga que estas cosas acontecen de vez en cuando y muy raramente, y no a todos, y que cuando acontecen no vienen todas juntas. Confieso que es verdad; mas como el ejemplo de los demás nos amonesta que también nos pueden acontecer a nosotros y que nuestra vida no está más exenta ni tiene más privilegios que la de los demás, no podemos permanecer despreocupados, como si nunca nos hubiesen de acontecer. ¿Qué miseria mayor se podría imaginar que estar siempre con tal congoja? Y ¿no sería gran afrenta a la gloria de Dios decir que el hombre, la más excelente criatura de cuantas hay, está expuesto a cualquier golpe de la ciega y temeraria fortuna? Pero mi intención aquí es hablar de la miseria en que el hombre estaría, si viviese a la ventura, sujeto a la fortuna.
11. La fe en la providencia nos libra de todo temor
Por el contrario, tan pronto como la luz de la providencia de Dios se refleja en el alma fiel, no solamente se ve ésta libre y exenta de aquel temor que antes la atormentaba, sino incluso de todo cuidado. Porque si con razón temíamos a la fortuna, igualmente debemos sentir seguridad y valor al ponernos en las manos de Dios. Nuestro consuelo, pues, es comprender que el Padre celestial tiene todas las cosas sometidas a su poder de tal manera que las dirige como quiere y que las gobierna con su sabiduría de tal forma, que nada de cuanto existe sucede sino como Él lo ordena. E igualmente, comprender que Dios nos ha acogido bajo su amparo, que nos ha encomendado a los ángeles, para que cuiden de nosotros; y, por ello, que ni el agua, ni el fuego, ni la espada nos podrán dañar más que lo que el Señor, que gobierna todas las cosas, tuviere a bien. Porque así está escrito en el salmo: “Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora. Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro; escudo y adarga es su verdad. No temerás el terror nocturno, ni saeta que vuele de día”, etc. (Sal.91,3-6). De aquí nace en los santos la confianza con que se glorian: “Jehová está conmigo; no temeré lo que me pueda hacer el hombre” (Sal. 118,6). “Jehová es la fortaleza de mi vida; ¿de quién he de atemorizarme? Aunque un ejército acampe contra mi, no temerá mi corazón” (Sal. 27,13); y otros lugares. ¿De dónde les viene a los fieles tal seguridad, que nunca se les podrá quitar, sino de que cuando parece que el mundo temerariamente es trastornado de arriba abajo, ellos están ciertos de que Dios es quien hace todas las cosas y obra en todas partes, y confían en que todo lo que Él hiciere les será provechoso? Si cuando se ven asaltados o perseguidos por el Diablo o por hombres perversos, no cobrasen ánimo acordándose de la providencia de Dios y meditando en ella, no tendrían más remedio que desesperarse. Mas cuando recuerdan que el Diablo y todos los hombres malvados, de tal manera son retenidos por la mano de Dios como por un freno, que no pueden concebir mal alguno contra ellos, ni, si lo conciben, intentarlo; ni por mucho que lo intenten, ni siquiera pueden menear un dedo para poner por obra lo que han intentado, sino en cuanto Él se lo permitiere, más aún, en cuanto Él se lo ha mandado; y que no solamente los tiene apresados en sus cadenas, sino que se ven obligados a servirle como Él quiere; en todo esto encuentran suficientemente el modo de consolarse. Porque como al Señor pertenece armar su furor, ordenarlo y dirigirlo a lo que a Él le pluguiere, así también a Él sólo corresponde ponerles límites y término, para que no se desmanden atrevidamente conforme a sus malos apetitos y deseos. Persuadido de esto san Pablo, después de haber dicho en cierto lugar que Satanás había obstaculizado su camino, en otro lo atribuye al poder y permisión de Dios (I Tes. 2,18; 1 Cor. 16,7).
Si solamente dijera que Satanás lo había impedido, hubiera parecido que le atribuía demasiada autoridad, como si estuviese en su mano obrar contra los designios de Dios; mas al poner a Dios por juez, confesando que todos los caminos dependen de su voluntad, demuestra a la vez que Satanás no puede cosa alguna por más que lo intente si Dios no le da licencia. Por esta misma razón David, a causa de las revueltas que comúnmente agitan la vida de los hombres, busca su refugio en esta doctrina: “En tus manos están mis tiempos” (Sal. 31,15). Podía haber dicho el curso o el tiempo de su vida, en singular; pero con la palabra “tiempos” quiso declarar que por más inconstante que sea la condición y el estado del hombre, sin embargo todos sus cambios son gobernados por Dios. Por esta causa Rezín y el rey de Israel, habiendo juntado sus fuerzas para destruir a Judá, aunque parecían antorchas encendidas para destruir y consumir la tierra, son llamados por Isaías “tizones humeantes”, incapaces de otra cosa que de despedir humo (Is. 7,1-9). Así también el faraón, por sus riquezas, y por la fuerza y multitud de sus huestes de guerra, temido de todo el mundo, es comparado a una ballena, y sus huestes a los peces. Pero Dios dice que pescará con su anzuelo y llevará a donde quisiere al capitán y a su ejército (Ez. 29,4). En fin, para no detenerme más en esta materia, fácilmente veremos, si ponemos atención, que la mayor de las miserias es ignorar la providencia de Dios; y que, al contrario, la suma felicidad es conocerla.
12. Del sentido de los lugares de la Escritura que hablan del “arrepentimiento” de Dios
Sería suficiente lo que hemos dicho de la providencia de Dios, para la instrucción y consuelo de los fieles, pues jamás se podría satisfacer la curiosidad de ciertos hombres vanos a quienes ninguna cosa basta, ni tampoco nosotros debemos desear satisfacerles, si no fuera por ciertos lugares de la Escritura, los cuales parecen querer decir que el consejo de Dios no es firme e inmutable, contra lo que hasta aquí hemos dicho, sino que cambia conforme a la disposición de las cosas inferiores.
Primeramente, algunas veces se hace mención del arrepentimiento de Dios, como cuando se dice que se arrepintió de haber creado al hombre (Gn. 6,6); de haber elevado a rey a Saúl (I Sm. 15, 1 l); y que se arrepentirá del mal que había decidido enviar sobre su pueblo, tan pronto como viere en él alguna enmienda (Jer. 18,8).
Asimismo leemos que algunas veces abolió y anuló lo que había determinado y ordenado. Por Jonás había anunciado a los ninivitas que pasados cuarenta días sería destruida Nínive (Jon. 3,4); pero luego por su penitencia cambió la sentencia. Por medio de Isaías anunció la muerte a Ezequías, la cual, sin embargo, fue diferida en virtud de las lágrimas y oraciones del mismo Ezequías (1s. 38,1-5; 2 Re. 20,1-5).
De estos pasajes argumentan muchos que Dios no ha determinado con un decreto eterno lo que había de hacer con los hombres, sino que, conforme a los méritos de cada cual y a lo que parece recto y justo, determina y ordena una u otra cosa para cada año, cada día y cada hora.
Dios no puede arrepentirse. En cuanto al nombre de “arrepentimiento”, debemos tener por inconcuso que el arrepentimiento no puede ser propio de Dios, no más que la ignorancia, el error, o la impotencia. Porque si nadie por su voluntad y a sabiendas se pone en la necesidad de arrepentirse, no podemos atribuir a Dios el arrepentimiento, a no ser que digamos que ignoraba lo que había de venir, que no lo pudo evitar, o que se precipitó en su consejo y ha dado inconsideradamente una sentencia de la cual luego ha de arrepentirse. Mas esto está tan lejos de ser propio del Espíritu Santo, que en la simple mención de “arrepentimiento” niega que Dios pueda arrepentirse, puesto que no es un hombre. Y hemos de notar que en el mismo capítulo, de tal manera se juntan estas dos cosas, que la comparación entre ambas quita del todo la contradicción que parece existir.
Lo que dice la Escritura, que Dios se arrepiente de haber hecho rey a Saúl, es una manera figurada de hablar, que no ha de entenderse al pie de la letra. Y por esto un poco más abajo se dice: “La gloria de Israel no mentirá ni se arrepentirá, porque no es hombre para que se arrepienta” (I Sm. 15,29). Con estas palabras claramente y sin figura se confirma la inmutabilidad de Dios. Así que está claro que lo que Dios ha ordenado en cuanto al gobierno de las cosas humanas es eterno, y no hay cosa, por poderosa que sea, que le pueda hacer cambiar de parecer. Y para que nadie tuviese sospecha de la constancia de Dios, sus mismos enemigos se ven forzados a atestiguar que es constante e inmutable. Porque Balaam, lo quisiera o no, no pudo por menos que decir que Dios no es como los hombres, para que mienta, ni como hijo de hombre, para cambiar de parecer; y que es imposible que no haga cuanto dijere, y que no cumpla todo cuanto hubiere hablado (Nm. 23,19).
13. Dios nos habla de sí mismo de manera humana
¿Qué quiere decir, por lo tanto, este nombre de arrepentimiento? Evidentemente, lo mismo que todas las otras maneras de hablar que nos pintan a Dios como si fuese hombre. Porque como nuestra flaqueza no puede llegar a su altura, la descripción que de Él se nos da ha de estar acomodada a nuestra capacidad, para que la entendamos. Pues precisamente ésta es la manera de acomodarse a nosotros, representarse, no tal cual es en sí, sino como nosotros le sentimos. Aunque está exento de toda perturbación, sin embargo, declara que se enoja con los pecadores. Por lo tanto, lo mismo que cuando oímos decir que Dios se enoja no hemos de imaginarnos cambio alguno en Él, sino que hemos de pensar que esta manera de hablar se toma de nuestro modo de sentir, porque Él muestra el aspecto de una persona airada, cuando ejecuta el rigor de su justicia; de la misma manera con este vocablo “arrepentimiento” no hemos de entender más que una mutación de sus obras, porque los hombres al cambiar sus obras suelen atestiguar que les desagradan. Y así, porque cualquier cambio entre los hombres es corregir lo que les desagradaba, y la corrección viene del arrepentirse, por esta causa con el nombre de arrepentimiento o penitencia se significa la mudanza que Dios hace en sus obras, sin que por ello se cambie su consejo, ni su voluntad y afecto se inmuten; sino que lo que desde toda la eternidad había previsto, aprobado y determinado, lo lleva adelante constantemente y sin cambiar nada de como lo había ordenado, por más que a los hombres les parezca que hay una súbita mutación.
14. Las amenazas de Dios son condicionales
Por lo tanto, cuando la Sagrada Escritura cuenta que el castigo que Jonás anunció a los ninivitas les fue perdonado, y que a Ezequías se 1 prolongó la vida, después de haberle anunciado la muerte, con esto no se quiere dar a entender que Dios abrogó sus decretos. Los que así k piensan se engañan con las amenazas, las cuales, aunque se proponer simplemente y sin condición alguna, sin embargo, como se ve por el fin y el resultado, contienen una condición tácita. Porque, ¿con qué fin envió Dios a Jonás a los ninivitas para que les anunciase la destrucción de la ciudad? ¿Con qué fin anuncia por el profeta Isaías la muerte a Ezequías? Muy bien hubiera podido destruir a los mismos sin hacérselo saber. Por tanto, su intento no fue sino hacerles saber de antemano su muerte, para que de lejos la viesen venir. Y es que Él no quiso que pereciesen, sino que se arrepintiesen para no perecer. Así pues, el que Jonás profetice que Nínive había de ser destruida pasados cuarenta días, era solamente para que no fuese destruida. El que a Ezequías se le quite la esperanza de vivir más tiempo se hace para que logre más larga vida. ¿Quién no ve entonces que el Señor ha querido con estas amenzas provocar a arrepentimiento a aquellos que amenazaba, para que evitasen el castigo que por sus pecados habían merecido?
Si esto es así, la misma naturaleza de las cosas nos lleva a sobreentender en la simple enunciación una condición tácita. Lo cual se confirma con otros ejemplos semejantes. Cuando el Señor reprendió al rey Abimelec por haber quitado la mujer a Abraham, habla de esta manera: “He aquí, muerto eres a causa de la mujer que has tomado, la cual es casada con marido” (Gn.20,3). Pero después que Abimelec se excusó, Dios le responde. así: “Devuelve la mujer a su marido; porque es profeta y orará por ti, y vivirás. Y si no la devolvieres, sabe de cierto que morirás tú, y todos los tuyos” (Gn.20,7). Aquí vemos cómo en la primera sentencia se muestra mucho más riguroso, para mejor inducirlo a restituir lo que había tomado, pero después deja ver más claramente su voluntad.
Pues los demás lugares se han de entender de la misma manera; y no hay razón para deducir de ellos que se haya derogado cosa alguna que anteriormente se hubiera determinado, o que haya cambiado Dios lo que había publicado. Pues más bien, contrariamente, el Señor abre camino a su consejo y ordenación eterna, cuando anunciando la pena, exhorta a penitencia a aquéllos que quiere perdonar. ¡Tan lejos está de cambiar de voluntad, ni siquiera de palabra! Simplemente no manifiesta su intención palabra por palabra; y sin embargo, es bien fácil de comprender. Porque necesariamente ha dé ser verdad lo que dice Isaías: “Jehová de los ejércitos lo ha determinado, ¿y quién lo impedirá? Y su mano extendida, ¿quién la hará retroceder?” (Is. 14,27).
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Libro 1, Capítulo 18
DIOS SE SIRVE DE LOS IMPÍOS Y DOBLEGA SU VOLUNTAD PARA QUE EJECUTEN SUS DESIGNIOS QUEDANDO SIN EMBARGO ÉL LIMPIO DE TODA MANCHA
1. Distinción entre hacer y permitir
Otra cuestión mucho más difícil que ésta surge de otros textos de la Escritura, en los cuales se dice que Dios doblega, fuerza y atrae a donde quiere al mismo Satanás y a todos los réprobos. Porque el pensamiento carnal no puede comprender cómo es posible que obrando Dios por medio de ellos no se le pegue algo de su inmundicia; más aún, cómo en una obra en la que Él y ellos toman parte juntamente, puede Él quedar limpio de toda culpa, y a la vez castigar con justicia a los que le han servido en aquella obra. Y ésta es la razón de haber establecido la distinción entre hacer y permitir, pues a muchos parecía un nudo indisoluble el que Satanás y los demás impíos estén bajo la mano y la autoridad de Dios de tal manera que Él encamina la malicia de ellos al fin que se propone, y que se sirva de sus pecados y abominaciones para llevar a cabo Sus designios.
Con todo, se podría excusar la modestia de los que se escandalizan ante la apariencia del absurdo, si no fuese porque intentan vanamente mantener la justicia de Dios con falsas excusas y so color de mentira contra toda sospecha. Les parece que es del todo absurdo que el hombre, por voluntad y mandato de Dios sea cegado, para ser luego castigado por su ceguera. Por ello, usan del subterfugio de decir que ello sucede, no porque Dios lo quiera, sino solamente porque lo permite. Pero es Dios mismo quien al declarar abiertamente que Él es quien lo hace, rechaza y condena tal subterfugio.
Que los hombres no hacen cosa alguna sin que tácitamente les dé Dios licencia, y que nada pueden deliberar, sino lo que Él de antemano ha determinado en sí mismo, y lo que ha ordenado en su secreto consejo, se prueba con infinitos y evidentes testimonios. Es cosa certísima que lo que hemos citado del salmo: que Dios hace todo cuanto quiere (Sal. 115,3), se extiende a todo cuanto hacen los hombres. Si Dios es, como dice el Salmista, el que ordena la paz y la guerra, y esto sin excepción alguna, ¿quién se atreverá a decir que los hombres pelean los unos contra los otros temeraria y confusamente sin que Dios sepa cosa alguna, o si lo sabe, permaneciendo mano sobre mano, según suele decirse? Pero esto se verá más claro con ejemplos particulares.
Por el capitulo primero del libro de Job sabemos cómo Satanás se presenta delante de Dios para oír lo que Él le mandare, lo mismo que el resto de los ángeles que voluntariamente le sirven; pero él hace esto con un fin y propósito muy distinto de los demás. Mas, sea como fuere, esto demuestra que no puede intentar cosa alguna sin contar con la voluntad de Dios. Y aunque después parece que obtiene una expresa licencia para atormentar a aquel santo varón, sin embargo, como quiera que es verdad aquella sentencia: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (Job 1, 2 l), deducimos que Dios fue el autor de aquella prueba, cuyos ministros fueron Satanás y aquellos perversos ladrones. Satanás se esfuerza por incitar a Job a revolverse contra Dios por desesperación; los sabios impía y cruelmente echan mano a los bienes ajenos robándolos. Mas Job reconoce que Dios es quien le ha despojado de todos sus bienes y hacienda, y que se ha convertido en pobre porque así Dios lo ha querido. Y por eso, a pesar de cuanto los hombre y el mismo Satanás maquinan, Dios sigue conservando el timón para conducir sus esfuerzos a la ejecución de sus juicios.
Quiere Dios que el impío Acab sea engañado; el Diablo ofrece sus servicios para hacerlo, y es enviado con orden expresa de ser espíritu mentiroso en boca de todos los profetas (1 Re.21,20-22). Si el designio de Dios es la obcecación y locura de Acab, la ficción de permisión se desvanece. Porque sería cosa ridícula que el juez solamente permitiese, y no determinara lo que deseaba que se hiciese, y mandara a sus oficiales la ejecución de la sentencia.
La intención de los judíos era matar a Jesucristo. Pilato y la gente de la guarnición obedecen al furor del pueblo; sin embargo, los discípulos, en la solemne oración que Lucas cita, afirman que los impíos no han hecho sino lo que la mano y el consejo de Dios habían determinado, como ya san Pedro lo había demostrado, que Jesucristo había sido entregado a la muerte por el deliberado consejo y la presciencia de Dios (Hch. 4,28; 2,23); como si dijese: Dios – al cual ninguna cosa está encubierta -, a sabiendas y voluntariamente había determinado lo que los judíos ejecutaron. Como él mismo confirma en otro lugar, diciendo: “Dios ha cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos los profetas, que su Cristo había de padecer” (Hch. 3,18).
Absalón, mancillando el lecho de su padre con el incesto, comete una maldad abominable; sin embargo, Dios afirma que esto ha sido obra suya, porque éstas son las palabras con que Dios amenazó a David: “Tú hiciste esto en secreto, mas yo lo haré delante de todo Israel y a pleno sol” (2 Sm. 12,12).
Jeremías afirma también que toda la crueldad que emplean los caldeos con la tierra de Judá es obra de Dios (Jer. 50,25). Por esta razón Nabucodonosor es llamado siervo de Dios, aunque era gran tirano.
En muchísimos otros lugares de la Escritura afirma Dios que Él con su silbo, con el sonido de la trompeta, con su mandato y autoridad reúne a los impíos y los acoge bajo su bandera para que sean sus soldados. Llama al rey de Asiria vara de su furor y hacha que Él menea con su mano. Llama a la destrucción de la ciudad santa de Jerusalem y a la ruina de su templo, obra suya (ls. 10, 5; 5,26; 19,25). David, sin murmurar contra Dios, sino reconociéndolo por justo juez, afirma que las maldiciones con que Semei le maldecía le eran dichas porque Dios así lo había mandado: “Dejadle que maldiga, pues Jeliová se lo ha dicho” (2 Sm. 16, 1 l). Muchas veces dice la Escritura que todo cuanto acontece procede de Dios; como el cisma de las diez tribus, la muerte de los dos hijos de Elí, y otras muchas semejantes (1 Re. 11, 3 1; 1 Sm. 2,34).
Los que tienen alguna familiaridad con la Escritura saben que solamente he citado algunos de los infinitos testimonios que hay; y lo he hecho así en gracia a la brevedad. Sin embargo, por lo que he citado se verá clara y manifiestamente que los que ponen una simple permisión en lugar de la providencia de Dios, como si Dios permaneciese mano sobre mano contemplando lo que fortuitamente acontece, desatinan y desvarían sobremanera; pues si ello fuese así, los juicios de Dios dependerían de la voluntad de los hombres.
2. Dios tiene dominio supremo sobre el corazón y el pensamiento de todos
Tocante a las inspiraciones secretas de Dios, lo que Salomón afirma delcorazón del rey, que Dios lo tiene en su mano y lo mueve y dirige hacia donde quiere (Prov. 2 1, 1), sin duda alguna hay que aplicarlo a todo el género humano, y vale tanto como si dijera: todo cuanto concebimos ennuestro entendimiento, Dios, con una secreta inspiración, lo encamina a su fin. Y ciertamente, si Dios no obrara interiormente en el corazón de loshombres, no sería verdad lo que dice la Escritura: que Él priva de la lengua a los que hablan bien, y de la prudencia a los ancianos (Ez. 7,26); que priva de entendimiento a los príncipes de la tierra, para que se extravíen. A esto se refiere lo que tantas veces se lee en la Escritura, que los hombres se sienten aterrados cuando su corazón es presa del terror de Dios (Lv. 26,36). Así David salió del campo de Saúl sin que nadie lo sintiese, porque el sueño que Dios envió sobre ellos los había adormecido a todos (1 Sin. 26,12). Pero no se puede pedir nada más claro que lo que el mismo Dios repite tantas veces, cuando dice que ciega el entendimiento de los hombres, los hace desvanecer, los embriaga con el espíritu de necedad, los hace enloquecer y endurece sus corazones. Estos pasajes muchos los interpretan de la permisión, como si Dios, al desamparar a los réprobos, permitiese que Satanás los ciegue. Mas como el Espíritu Santo claramente atestigua que tal ceguera y dureza viene del justo juicio de Dios, su solución resulta infundada.
Dice la Escritura que Dios endureció el corazón de Faraón, y que lo robusteció para que permaneciese en su obstinación. Algunos creen poder salvar esta manera de expresarse con una sutileza infundada, a saber: que cuando en otros lugares se dice que el mismo Faraón endureció su corazón, se pone su voluntad como causa de su endurecimiento. ¡Como si no se acoplaran perfectamente entre sí estas dos cosas, aunque bajo diversos aspectos, que, cuando el hombre es movido por Dios, no por eso deja de ser movido a la vez por su propia voluntad! Pero yo rechazo lo que ellos objetan; porque si endurecer significa solamente una mera permisión, el movimiento de rebeldía no sería propiamente de Faraón. Mas, ¡cuán fría y necia sería la glosa de que Faraón solamente consintió en ser endurecido! Además la Escritura corta por lo sano tales subterfugios al decir: Yo endureceré el corazón de Faraón. Otro tanto dice Moisés de los habitantes de la tierra de Canaán, que tomaron las armas para pelear porque Dios había reanimado sus corazones (Éx. 4,2 1 ; Jos. 11, 20). Esto mismo repite otro profeta: “Cambió el corazón de ellos para que aborreciesen a su pueblo” (Sal. 105,25). Asimismo por Isaías dice Dios que enviará a los asirios contra el pueblo que le había sido desleal, y que les mandará que hagan despojos, roben y saqueen (1s. 10,6); no que quiera que los impíos voluntariamente le obedezcan, sino que porque ha de doblegarlos para que ejecuten sus juicios, como si en su corazón llevasen esculpidas las órdenes de Dios; por donde se ve que se han visto forzados como Dios lo había determinado.
Convengo en que Dios para usar y servirse de los impíos echa mano muchas veces de Satanás; mas de tal manera que el mismo Satanás, movido por Dios, obra en nombre suyo y en cuanto Dios se lo concede. El espíritu malo perturba a Saúl; pero la Escritura dice que este espíritu procedía de Dios, para que sepamos que el frenesí de Saúl era castigo justísimo que le imponía (1 Sm. 16,14). También de Satanás se dice que ciega el entendimiento de los infieles; ¿pero cómo puede él hacer esto, sino porque el mismo Dios – como dice san Pablo – envía la eficacia del error, a fin de que los que rehúsan obedecer a la verdad crean en la mentira? (2 Cor. 4,4). Según la primera razón se dice: Si algún profeta habla falsamente en mi nombre, yo, dice el Señor, le he engañado (Ez. 14,9). Conforme a la segunda, que “los entregó a una mente reprobada, para hacer las cosas que no convienen” (Rom. 1, 28); porque Él es el principal autor de su justo castigo, y Satanás no es más que su ministro. Mas, como en el Libro Segundo, cuando tratemos del albedrío del hombre, hablaremos de esto otra vez, me parece que de momento he dicho todo lo que el presente tratado requería.
Resumiendo, pues: cuando decimos que la voluntad de Dios es la causa de todas las cosas, se establece su providencia para presidir todos los consejos de los hombres, de suerte que, no solamente muestra su eficacia en los elegidos, que son conducidos por el Espíritu Santo, sino que también fuerza a los réprobos a hacer lo que desea.
3. Debemos aceptar el testimonio de la Escritura
Siendo así, pues, que hasta ahora no he hecho más que citar los testimonios perfectamente claros y evidentes de la Escritura, consideren bien los que replican y murmuran contra ellos, qué clase de censura usan. Pues si, simulando ser incapaces de comprender misterios tan altos, apetecen ser alabados como hombres modestos, ¿qué se puede imaginar de más arrogante y soberbio que oponer a la autoridad de Dios estas pobres palabras: Yo opino de otra manera; o: No quiero que se toque esta materia? Pero si prefieren mostrarse claramente como enemigos, ¿de qué les puede aprovechar escupir contra el cielo? Este ejemplo de desvergüenza no es cosa nueva, pues siempre ha habido hombres impíos y mundanos que, como perros rabiosos, han ladrado contra esta doctrina; pero por experiencia se darán cuenta de que es verdad lo que el Espíritu Santo pronunció por boca de David: que Dios vencerá cuando fuere juzgado (Sal. 51,4). Con estas palabras David indirectamente pone de relieve la temeridad de los hombres en la excesiva licencia que se toman, pues no solamente disputan con Dios desde el cenagal de su indigencia, sino que también se arrogan la autoridad de condenarlo. Sin embargo, en pocas palabras él advierte que las blasfemias que lanzan contra el cielo no llegan a Dios, el cual disipa la niebla de estas calumnias para que brille su justicia; por eso también nuestra fe – fundándose en la sacrosanta Palabra de Dios – que sobrepuja a todo el mundo (1 Jn.5,4), no hace caso alguno de estas tinieblas.
No hay dos voluntades contrarias en Dios. Pues, en cuanto a lo primero que objetan, que si no acontece más que lo que Dios quiere, habría dos voluntades contrarias en Él, pues determinaría en su secreto consejo cosas que manifiestamente ha prohibido en su Ley, la solución es fácil. Mas antes de responder quiero prevenir de nuevo a los lectores que esta calumnia que ellos formulan no va contra mí, sino contra el Espíritu Santo, quien sin duda alguna dictó esta confesión al santo Job: Se ha hecho como Dios lo ha querido (Job 1,21); y al ser despojado por los ladrones, en el daño que le causaron reconoce el castigo de Dios. ¿Qué dice la Escritura en otro lugar? Los hijos de Elí no obedecieron a su padre, porque Dios quiso matarlos (1 Sm.2,25). Otro profeta exclama que Dios, cuya morada es el cielo, hace todo lo que quiere (Sal. 115,3). Y yo he demostrado suficientemente que Dios es llamado autor de todas las cosas que estos críticos dicen que acontecen solamente por Su ociosa permisión. Dios atestigua que 1 crea la luz y las tinieblas, que hace el bien y el mal, y que ningún mal acontece que no provenga de Él (Am. 3,6). Díganme, pues, si Dios ejecuta sus juicios por su voluntad o no. Y al revés, Moisés dice que el que muere por el golpe casual de un hacha, sin que el que la tenía en la mano tuviese tal intención, este tal es entregado a la muerte por la mano de Dios (Dt. 19,5). Y toda la Iglesia dice que Herodes y Pilato conspiraron para hacer lo que la mano y el consejo de Dios habían determinado. Y, en verdad, si Jesucristo no hubiese sido crucificado por voluntad de Dios, ¿qué sería de nuestra redención?
La voluntad de Dios supera nuestra comprensión. Ni tampoco se puede decir que la voluntad de Dios se contradiga, o se cambie, o finja querer lo que no quiere, sino sencillamente, siendo una y simple en Dios, se nos muestra a nosotros múltiple y de diferentes maneras, porque debido a la corta capacidad de nuestro entendimiento no comprendemos cómo Él bajo diversos aspectos quiera y no quiera que una misma cosa tenga lugar.
San Pablo, después de haber dicho que la vocación de los gentiles es un secreto misterio, afirma poco después que en ella se ha manifestado la multiforme sabiduría de Dios (Ef. 3, 10). ¿Acaso porque debido a la torpeza de nuestro entendimiento parezca variable y multiforme, por eso hemos de pensar que hay alguna variedad o mutación en el mismo Dios, como si cambiara de parecer o se contradijese a sí mismo? Más bien, cuando no entendamos cómo Dios puede querer que se haga lo que Él prohibe, acordémonos de nuestra flaqueza y consideremos a la vez que la luz en que Él habita, no sin causa es llamada inaccesible, por estar rodeada de oscuridad (1 Tim. 6,16).
Por tanto, todos los hombres piadosos y modestos han de aceptar la sentencia de san Agustín: que algunas veces con buena voluntad el hombre quiere lo que Dios no quiere; como cuando un hijo desea que viva su padre, mientras Dios quiere que muera’. Y al contrario, puede que un hombre quiera con mala voluntad lo que Dios quiere con buena intención; como si un mal hijo quisiera que su padre muriese, y Dios quisiera también lo mismo. Evidentemente el primer hijo quiere lo que Dios no quiere; en cambio el otro quiere lo mismo que Dios. Sin embargo, el amor y la reverencia que profesa a su padre el que desea su vida, está más conforme con la voluntad de Dios, aunque parece que la contradice, que la impiedad de] que quiere lo mismo que Dios quiere. Tanta es, pues, la importancia de considerar qué es lo que está conforme con la voluntad de Dios, y qué con la voluntad del hombre; y cuál es el fin que cada una pretende, para aceptarla o condenarla. Porque lo que Dios quiere con toda justicia, lo ejecuta por la mala voluntad de los hombres. Poco antes el mismo san Agustín había dicho que los ángeles apóstatas y los réprobos, con su rebeldía habían hecho, por lo que a ellos se refiere, lo que Dios no quería; pero por lo que toca a la omnipotencia de Dios, de ninguna manera lo pudieron hacer, porque al obrar contra la voluntad de Dios, no han podido impedir que Dios hiciera por ellos Su voluntad. Por lo cual exclama: ¡Grandes son las obras de Dios, exquisitas en todas sus voluntades! (Sal. 111, 2); pues de un modo maravilloso e inexplicable, aun lo mismo que se hace contra su voluntad no se hace fuera de su voluntad; porque no se haría si Él no lo permitiese; y, ciertamente, Él no lo permite a la fuerza o contra su voluntad, sino queriéndolo así; ni Él, siendo bueno, podría permitir cosa alguna que fuese mala, si Él, que es todopoderoso, no pudiese sacar bien del mal.
4. En un mismo acto contemplamos la iniquidad del hombre y la justicia de Dios
Con esto queda resuelta la otra objeción, o por mejor decir, ella por sí misma se resuelve. La objeción es: si Dios no solamente usa y se sirve de los impíos, sino que también dirige sus consejos y afectos, Él sería el autor de todos sus pecados; y, por lo tanto, los hombres son injustamente condenados, si ejecutan lo que Dios ha determinado, puesto que ellos obedecen a la voluntad de Dios. Pero ellos confunden perversamente el mandamiento de Dios con su oculta voluntad, cuando está claro por tantísimos testimonios, que hay grandísima diferencia entre ambos. Pues, aunque Dios, cuando Absalón violó las mujeres de su padre, quiso vengar con esta afrenta el adulterio que David habla cometido (2 Sin. 16,22), sin embargo, no podemos decir que se le mandó a aquel hijo degenerado cometer adulterio, sino sólo respecto a David, que lo había bien merecido, como él mismo lo confesó a propósito de las injurias de Simei (2 Sin. 16, 10). Porque al decir que Dios le había mandado que le maldijese no alaba su obediencia, como si aquel perro rabioso hubiese obedecido al mandato de Dios, sino que reconociendo en su lengua venenosa el azote de Dios, sufre con paciencia el castigo. Debemos, pues, tener por cierto que cuando Dios ejecuta por medio de los impíos lo que en su secreto juicio ha determinado, ellos no son excusables, como si obedecieran al mandato de Dios, el cual, por lo que hace a ellos, con su apetito perverso lo violan.
Respecto a cómo lo que los hombres hacen perversamente procede de Dios y va encaminado por su oculta providencia, hay un ejemplo notable en la elección del rey Jeroboam, en la cual la temeridad y locura del pueblo es acremente condenada por haber trasgredido la disposición que Dios había establecido y por haberse apartado deslealmente de la casa de David. (1 Re. 12,20); y, sin embargo, sabemos que Dios lo había hecho ungir con este propósito. Y parece que hay cierta contradicción con las palabras de Oseas, pues en un lugar dice que Jeroboam fue erigido rey sin que Dios lo supiese ni quisiese; y en otro lugar, dice que “Dios le ha constituido rey en su furor” (Os. 8,4; 13,11). ¿Cómo concordar estas dos cosas: que Jeroboam no fue constituido rey por Dios, y que el mismo Dios le constituyó rey? La solución es que el pueblo no se pudo apartar de la casa de David sin sacudir el yugo que Dios le había impuesto; y sin embargo, Dios no quedó privado de libertad para castigar de esa manera la ingratitud de Salomón. Vemos, pues, cómo, Dios sin querer la deslealtad, ha querido justamente por otro fin una revuelta. Por ello Jeroboam se ve empujado al reino sin esperarlo, por la unción del profeta. Por esta razón dice la historia sagrada que Dios suscitó un enemigo que despojase al hijo de Salomón de una parte de su reino (1 Re. 11, 23). Considere muy bien el lector estas dos cosas, a saber: que habiendo deseado Dios que todo su pueblo fuese gobernado por la mano de un solo rey, al dividirse en dos partes, esto se hizo contra su voluntad; y, sin embargo, el principio de tal disidencia procedió también de la misma voluntad de Dios. Pues que el profeta, tanto de palabra como por la unción sagrada, incitase a Jeroboam a reinar sin que él tuviese tal intención, evidentemente no sucedió sin que Dios lo supiese, ni tampoco contra su voluntad, ya que él mismo habla mandado que así se hiciese; y, sin embargo, el pueblo es justamente condenado por rebelde, pues se apartó de la casa de David contra la voluntad de Dios. Por esta razón la misma historia dice que Roboam menospreció orgullosamente la petición del pueblo, que pedía ser aliviado de sus cargas (1 Re. 12,1% y que todo esto fue hecho por Dios, para confirmar la palabra que había pronunciado por su siervo Ahías. De esta manera la unión que Dios había establecido fue deshecha contra su voluntad, y sin embargo, Él mismo quiso que las diez tribus se apartasen del hijo de Salomón.
Añadamos otro ejemplo semejante. Cuando por consentimiento del pueblo, e incluso con su ayuda, los hijos del rey Acab fueron degollados y su linaje exterminado (2 Re. 10, 7). a propósito de esto con toda verdad dice Jehú que no ha caído en tierra nada de las palabras de Dios, sino que se había cumplido todo lo que había dicho por medio de su siervo Ellas. Y sin embargo, muy justamente reprende a los habitantes de Samaria, porque habían contribuido en ello. ¿Sois, por ventura, justos?, dice. Si yo he conjurado contra mi señor, ¿quién ha dado muerte a todos éstos?
Me parece, si no me engaño, que he demostrado con suficiente claridad cómo en un mismo acto aparece la maldad de los hombres y brilla la justicia de Dios; y las personas sencillas se sentirán siempre satisfechas con la respuesta de san Agustín: “Siendo así”, dice, “que el Padre celestial ha entregado a la muerte a su Hijo, y que Cristo se ha entregado a sí mismo, y Judas ha vendido a su maestro, ¿cómo es que en este acto de entrega Dios es justo y el hombre culpable, sino porque siendo uno mismo el hecho, fue distinta la causa por la que se hizo?”. Y si alguno se siente perplejo por lo que acabamos de decir, que no hay consentimiento alguno por parte de Dios con los impíos, cuando por justo juicio de Dios son impulsados a hacer lo que no deben, acordémonos de lo que en otro lugar dice el mismo san Agustín: “¿Quién no temblará con estos juicios, cuando Dios obra aun en los corazones de los malos todo cuanto quiere, dando empero a cada uno según sus obras?”. Ciertamente en la traición de Judas no hay más razón para imputar a Dios la culpa de haber querido entregar a la muerte a su Hijo y de haberlo realizado efectivamente, que para atribuir a Judas la gloria de nuestra redención por haber sido ministro e instrumento de ella. Por lo cual el mismo doctor dice muy bien en otro lugar, que en este examen
Dios no busca qué es lo que los hombres han podido hacer o qué es lo que han hecho, sino lo que han querido; de tal manera que la voluntad es lo que se tiene en cuenta.
Aquellos a los que pareciere esto muy duro, consideren un poco si es tolerable su desdén y mala condición, pues ellos desechan lo que es evidente por claros testimonios de la Escritura, porque supera su capacidad, y llevan a mal que se hable y se publique aquello que Dios, si no supiese que es necesario conocerlo, nunca habría mandado que lo enseñasen sus profetas y apóstoles. Pues nuestro saber no debe consistir más que en recibir con mansedumbre y docilidad, y sin excepción alguna, todo cuanto se contiene en la Sagrada Escritura. Pero los que se toman mayor libertad para calumniar, está de sobra claro que, como ellos sin reparo ni pudor alguno hablan contra Dios, no merecen más amplia refutación.