Un examen a nuestra fe (Parte 2)
Andrés Gutiérrez
“Poneos a prueba para ver si estáis en la fe; examinaos a vosotros mismos. ¿O no os reconocéis a vosotros mismos de que Jesucristo está en vosotros, a menos de que en verdad no paséis la prueba? (2 Corintios 13:5).
Examinaos a vosotros mismos, c. Por esto da a entender que, si pudieran probar su propio cristianismo, esto sería una prueba de su apostolado porque si estaban en la fe, si Jesucristo estaba en ellos, esto era una prueba de que Cristo habló en él, porque fue por su ministerio que ellos creyeron. No sólo había sido un instructor, sino un padre para ellos. Los había engendrado de nuevo por el evangelio de Cristo. Ahora bien, no podría imaginarse que un poder divino debería estar de acuerdo con sus ministraciones si no tuviera su comisión desde lo alto. Por tanto, si pudieran probar que no eran réprobos, que no eran rechazados por Cristo, confiaba en que sabrían que él no era un réprobo (2 Corintios 13:6; 2 Corintios 13:6), que Cristo no lo repudiaba. Lo que aquí dice el apóstol del deber de los corintios de examinarse a sí mismos, c., con el particular punto de vista ya mencionado, es aplicable al gran deber de todos los que se llaman cristianos, de examinarse a sí mismos en cuanto a su estado espiritual. Debemos examinar si estamos en la fe, porque es un asunto en el que podemos ser fácilmente engañados, y en el que un engaño es muy peligroso: por lo tanto, estamos preocupados de probarnos a nosotros mismos, de plantear la cuestión a nuestras propias almas, si Cristo está en nosotros, o no, y Cristo está en nosotros, excepto que seamos réprobos.
Este texto es una exhortación del apóstol Pablo a la iglesia de los Corintios, para que pudieran estar seguros de su fe. ¿crecían en la gracia? ¿avanzaban o estaban estancados? Prosperaban o caian?
Esta exhortación era sabia y útil. Grabemosla y apliquemosla en nuestro corazón. Escudriñemos nuestros caminos (Lamentaciones 3:40) y descubramos cómo está la situación entre nosotros y Dios. Si alguna vez se ha hecho necesario efectuar una introspección personal acerca de la religión, es el día de hoy.
Vivimos en una época de privilegios espirituales especiales.
Desde la creación del mundo jamás ha habido tantas oportunidades para que el alma del hombre se salve como hay hoy en nuestro mundo. En nuestro continente nunca ha habido tantas manifestaciones de religiosidad, ni se han predicado tantos sermones, ni se han celebrado tantos cultos, ni se han vendido tantas Biblias, ni se han impreso tanto libros y folletos, ni se han tenido tantos medios masivos de comunicación, ni se han respaldado tantas labores misioneras para la evangelización de la humanidad, ni se ha mostrado tanta aceptación e interés al cristianismo como hoy. Hoy día se hacen cosas por todos lados que hace 200 años serían consideradas inalcanzables. Con razón se puede decir que vivimos en una época privilegiada para la proclamación del evangelio.
Sin embargo la pregunta es ¿Cómo están nuestras almas?
Vivimos en una época que se caracteriza por un peligro espiritual especial.
Es posible que, desde que el mundo es mundo, nunca haya habido una cantidad tan inmensa de personas que profesan la religión sólo externamente como sucede hoy día. Desgraciadamente, una enorme proporción de todas las congregaciones están formadas por inconversos que no saben nada de la religión del corazón, y que nunca confiesan a Cristo en la vida cotidiana. Millones corren tras distintos predicadores y se aglomeran para oir sermones y enseñanzas “espirituales”, pero en los hogares no hay ni pizca del verdadero cristianismo vital. La parábola del sembrador (Mateo 13: 3-9; 18-23) sigue recibiendo continuos ejemplos ilustrativos tremendamente claros y dolorosos. Los oyentes representados por la semilla que cayó al borde del camino, la que cayó en terreno pedregoso o la que cayó entre espinos abundan por todas partes. Me temo que la vida de muchas de las personas que se declaran cristianas en esta época no es más que una búsqueda continua de estimulantes espirituales. Tienen un constante apetito de emociones frescas; y parece que les importa poco de qué se tratan con tal de conseguirlas. Todas las predicaciones les parecen lo mismo; y son incapaces de ver “diferencias” mientras oigan palabras inteligentes que les halaguen el oído y mientras puedan sentarse en medio de una multitud. Casi sin darse cuenta, escogen una especie de cristianismo histérico, sensualista y sentimental, hasta el punto de que nunca están contentos con las “sendas antiguas” (Jeremías 6:16) y, como los atenienses, siempre están buscando algo nuevo. Verdaderamente se está convirtiendo en una rareza ver a un creyente que no tenga un exceso de confianza en sí mismo, ni sea engreído, ni esté más dispuesto a enseñar que aprender, sino que se conforme con un constante esfuerzo diario por crecer a la semejanza de Cristo y por hacer su obra en casa con tranquilidad y sin ostentación.
Muchos están siendo llevados por vientos de doctrina mundana, mezclando cristianismo con humanismo, y lo que ocurre en la mayoría de los casos es que son “llevados de aquí para allá por todo viento de doctrina” (Efesios 4:14), y acaban uniéndose a sectas o abrazando alguna herejía perversa, irrazonable y sin sentido. Sin duda que en tiempos cómo estos se nos hace enormemente necesario examinarnos a nosotros mismos. Cuando miramos a nuestro alrededor bien podemos preguntar: ¿cómo están nuestras almas?
A la hora de tratar esta cuestión, creo que el método más breve será sugerir una lista de temas para examinarnos a nosotros mismos y analizarlos por orden. Mi deseo es que usted y yo podamos meditar seriamente estas cosas. Mi propósito al traer estos temas para ser tratados es la preocupación por el alma de cada uno de ustedes y la mía; porque debemos asegurarnos que estamos en la fe.
Así que vamos a considerar algunas preguntas en la que debemos cuestionarnos para ver si estamos caminando hacia el Cielo.
Hasta el momento hemos considerado 4 preguntas:
- ¿piensa alguna vez en su alma?
- ¿Qué está haciendo por su alma?
- ¿está tratando de satisfacer su conciencia con una religión meramente formal?
- ¿Ha recibido el perdón de sus pecados?
- ¿Es consciente de haber tenido una experiencia de conversión a Dios?
Sin conversión no hay salvación: “Si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3); “El que no nace de nuevo no puede ver el reino de Dios” (Juan 3:3); “Si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, el tal no es de Él” (Romanos 8:9); “Si alguno está en Cristo nueva criatura es” (2 Corintios 5:17).
Por naturaleza todos somos tan débiles, tan mundanos, tan ocupados en lo terrenal, tan inclinados al pecado, que sin un cambio profundo no podremos servir a Dios en esta vida, ni podremos disfrutar de Él después de la muerte. Los niños, tan pronto cómo son capaces de hacer algo, tienden al egoísmo, a la mentira y al engaño; y ninguno ora ni ama a Dios a menos que se le enseñe a hacerlo. Ya seamos ricos o pobres, de posición alta o baja, todos necesitamos un cambio completo, un cambio que es la obra especial del Espíritu Santo. Es preciso que se produzca la conversión si queremos ser salvos.
La conversión podemos definirla como el acto soberano de Dios en el alma del hombre, mediante el cual, la persona se vuelve a Dios en arrepentimiento y fe.
Es así que la Biblia nos señala dos grandes características de la conversión: lo cual es el arrepentimiento y la fe.
En el arrepentimiento distinguimos tres elementos:
- Un elemento intelectual. Hay un cambio de opinión, un reconocimiento del pecado con la culpa personal, la corrupción y la incapacidad que envuelve. En la Biblia se le designa como conocimiento del pecado, (Romanos 1:32; 3:20).
- Un elemento emocional. Hay un cambio de sentimiento que se manifiesta en tristeza por el pecado cometido en contra de un Dios santo y justo, (Salmo 51: 2, 10, 14). Es lo que 2 Corintios 7:9-11 llama una tristeza según Dios.
- Un elemento de la voluntad. Hay un elemento de la voluntad que consiste en un cambio de propósito, un íntimo volverse del pecado, y una disposición a buscar el perdón y la pureza (Salmo 51: 5, 7, 10; Jeremías 25:5; Hechos 2:38).
El segundo elemento es la fe.
La fe presente en la conversión, es la fe salvadora, la cual nos asegura en la vida eterna; nos une a Cristo como miembros vivos de su cuerpo; nos hace partícipes de todos los beneficios de la redención. Por ello es correcto decir que el objeto de la fe es toda la revelación de Dios contenida en Su palabra.
¿En qué consiste la fe?
La escritura enseña que Cristo es el objeto inmediato de la fe para salvación. Por ejemplo, en Juan 1:12: “A todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios”. “El que tiene al Hijo, tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios no tiene la vida” (1 Juan 5:12). “Todo aquel que cree que Jesus es el Cristo, es nacido de Dios” (1 Juan 5:1). Por ello, es la recepción de Cristo, la recepción del testimonio que Dios ha dado de su Hijo; creer que Él es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Este es el acto especifico que se nos manda para la salvación. Por ello, es Cristo el objeto inmediato de estos ejercicios de la fe que aseguran la salvación. Y por ello la fe se expresa como mirando a Cristo; acudiendo a Cristo; encomendarle a Él el alma.
Hay tres cosas cosas que deben decirse acerca de la naturaleza de la fe. La fe es conocimiento, convicción y confianza.
a) Conocimiento: hay un conocimiento que es indispensable para la fe. Necesitamos saber quién es Cristo, lo que ha hecho y lo que hará. En resumen, debe haber un entendimiento de la verdad acerca de Cristo. A Veces, desde luego, la medida de la verdad comprendida por la persona creyente es muy pequeña, y hemos de apreciar la realidad de que la fe de algunos en sus etapas iniciales es elemental (Mateo 12:20). Pero la fe no puede comenzar en un vacío de conocimiento. Pablo nos recuerda esto de manera sencilla cuando dice: “Así que la fe viene por el oír, y el oír, por la palabra de Cristo” (Romanos 10:17).
b) Convicción. La fe es asentimiento. No solo debemos conocer la verdad respecto a Cristo sino que tambien debemos creer que es cierta. Naturalmente, nos es posible comprender el sentido de ciertas proposiciones de la verdad, y sin embargo no creer estas proposiciones. Toda incredulidad tiene este caracter, y cuando más se comprenda el sentido de las verdades tratadas tanto mas violenta será la incredulidad.
La convicción que se incluye en la fe no es solo un asentimiento a la verdad acerca de Cristo, sino también un reconocimiento de la exacta correspondencia que existe entre la verdad de Cristo y nuestras obras como pecadores perdidos. La convicción es aquel convencimiento de que Cristo es todo lo que necesitamos para nuestra vida de pecado y miseria. Es convencerse que Cristo encaja perfectamente en toda nuestra situación manifestada por nuestro pecado, culpa, miseria y abandono (Juan 6:68; Hechos 4:12).
c) Confianza. La fe es conocimiento que se torna en convicción y convicción que se torna en confianza. La fe para salvación es realidad en la vida de una persona cuando deposita la confianza que tiene en sí mismo y en todos los recursos humanos, solamente en Cristo. La fe consiste en confiar en la persona de Cristo, el Hijo de Dios y Salvador de los perdidos. Consiste en entregarnos a Él. No solamente es creer todo lo que la Biblia dice acerca de Él, sino confiar en Él (Juan 3:16; 6:27-29, 51, 53-56; Romanos 1:17; 3:21-30).
Conciencia de pecado y profundo aborrecimiento del mismo, fe en Cristo y amor hacia Él, deleite en la santidad y anhelo por ser más santo, amor hacia el pueblo de Dios y desagrado por las cosas del mundo; estos son los signos y las pruebas que siempre acompañan a la conversión.
Hay muchas personas que no conocen ninguna de estas cosas. Están, en palabras de la Escritura, muertos, dormidos y ciegos, y no son aptos para el Reino de Dios (Lucas 9:62). A Veces se hacen la ilusión de haber nacido de nuevo porque están de acuerdo con algunas verdades bíblicas, han recibido el bautismo, asisten a la iglesia y participan de la vida de ella; aunque carecen por completo de las señales características del nuevo nacimiento, según las describe san Juan en su primera Epístola. Pero las palabras de la Escritura siguen siendo claras y sencillas: “Si no os convertís… no entraréis en el reino de los cielos” (Mateo 18:3). En tiempos como estos, es necesario insistir en el asunto de la conversión. Aunque es cierto que hay muchas conversiones falsas, es ciertisimo que Dios sigue trayendo a muchos a la verdadera fe. Examinemos nuestros corazones para ver por los parámetros bíblicos que somos convertidos de las tinieblas a la luz.
- ¿Conoce lo que es la santidad cristiana práctica?
Hebreos 12:14 dice que “Sin santidad nadie verá al Señor”. La santidad es el fruto infaltable de la fe salvadora, la prueba verdadera del nuevo nacimiento, la única demostración sólida de que la gracia mora en el interior de la persona, la consecuencia cierta de la unión vital con Cristo. La santidad no es ser absolutamente perfecto y estar libre de toda falta. La perfección absoluta es para el Cielo, no para la tierra, donde tenemos debilidad en la carne, un mundo malvado y un diablo incansable que acechan de continuo nuestras almas. Tampoco es posible llegar nunca a la verdadera santidad cristiana, ni mantenerla, sin una lucha y una batalla constantes. El apóstol Pablo lo describió así: “peleo… golpeo mi cuerpo y lo hago mi esclavo” (1 Corintios 9:26-27); este lenguaje es contrario a un concepto de santificación personal sin esfuerzo; no tiene nada que ver con la idea que el creyente debe sentarse relajado, porque todo se le va a dar hecho.
¿Qué es la santificación?
Es un principio de gracia obrado de manera salvadora por el Espíritu Santo, según el cual el corazón se vuelve santo y es modelado conforme a la semejanza de Dios. Una persona santificada no solo lleva el nombre de Dios, sino también su imagen.
Consideremos algunas características que describen la santificación:
- La santificación es sobrenatural: es Dios quien la infunde. Por naturaleza estamos contaminados, y solo Dios está facultado para limpiarnos: “Santo soy yo que os santifico” (Levítico 21:8), dice el Señor. La santificación es plantada por el Espíritu Santo; por eso se le denomina la “santificación del Espíritu” (1 Pedro 1:2).
- La santificación es interna: reside principalmente en el corazón (Salmo 51: 10, 16, 17). Pedro hablando a las mujeres les dice que su “atavío sea interno, el del corazón” (1 Pedro 3:4). La santificación del Espíritu se halla profundamente arraigada en el alma: “En lo secreto me has hecho comprender sabiduría” (Salmo 51:6). “Sean gratas las palabras de mi boca y la meditación de mi corazón delante de ti, oh Señor, roca mía y redentor mío” (Salmo 19:14).
- La santificación se extiende a la vida entera del hombre: se extiende por el todo el ser: “El mismo Dios de paz os santifique por completo” (1 Tesalonicenses 5:23). Al igual que la corrupción original ha pervertido todas las facultades del hombre -“Toda cabeza está enferma, y todo corazón desfallecido. De la planta del pie a la cabeza no hay en él nada sano…” (Isaías 1:5-6, sin ninguna parte sana, como si todo el torrente sanguíneo hubiera sido corrompido-, así la santificación alcanza al alma entera. Después de la caída, hubo ignorancia en la mente; pero en la santificación somos “luz en el Señor” (Efesios 5:8). Después de la caída la voluntad se pervirtió -no solo había en ella impotencia para el bien, sino rebeldía y obstinación-; pero, en la santificación, sin embargo, hay una bendita docilidad de la voluntad, que refleja su sujeción a la voluntad de Dios, y su aceptación de ella. Después de la caída, los sentimientos se fijaron sobre objetos equivocados; en la santificación, recuperan un orden y una armonía agradable: se duelen por el pecado, el amor se concentra en Dios, y el gozo es hallado en las promesas de la vida eterna. Así, la santificación se extiende por toda el alma: “el mismo Dios de paz os santifique por completo”; la persona santificada no es aquella que se ocupa de algunos aspectos, sino la que está santificada en todo su ser. No en vano el apóstol llama al creyente santificado, “el nuevo hombre” (Colosenses 3:10).
- La santificación es progresiva: va en aumento. Se la compara con una semilla que crece: primero brota la hierba, luego la espiga, y luego el grano maduro en la espiga (Marcos 4:28). Los que están ya santificados pueden estarlo mucho más (2 Corintios 7:1). La santificación siempre está aumentando: (Salmo 92:12; Colosenses 1:3-12; Colosenses 2:18-19; 1 Tesalonicenses 3:12; 2 Pedro 3:18). La santificación es progresiva, al tener vida, no parará de crecer hasta que sea perfeccionada (Efesios 4:11-13; Romanos 8:29; Filipenses 1:6).
- La santificación es permanente: “La simiente de Dios permanece en él” (1 Juan 3:9). El que está verdaderamente santificado no puede caer de dicho estado. Ciertamente, la santidad se ve herida por causa de nuestro pecado, y el desagrado de Dios viene sobre aquel creyente, pero la verdadera santificación es una obra irrevocable de parte de Dios (Romanos 11:29; 1 Juan 2:27; 1 Juan 5:18).
Algunas señales de la santificación
- Los que están santificados son conscientes que hubo un tiempo en que no lo estaban (Tito 3:3-7). Nos encontrábamos en nuestra maldad, pero Dios nos salvó por su misericordia, y nos ha llamado de las tinieblas a la luz. El creyente sabe muy bien que durante algún tiempo eran enemigos de Dios, y vivían para sus propias pasiones. El alma santificada recuerda que la gracia de Dios vino y le rescató de tal condición.
- Una señal de santificación es la antipatía hacia el pecado (Salmo 119:104). El hipocrita es capaz de abandonar el pecado y amarlo al mismo tiempo; pero la persona santificada puede decir no solo que deja el pecado, sino que lo aborrece. En el alma santificada existe el aborrecimiento por el pecado. Cuando una persona siente antipatía hacia el pecado, no puede sino oponerse al mismo y buscar su destrucción.
- Otra señal de la santificación es la ejecución espiritual de los deberes: se hacen de corazón y según el principio del amor por Dios, la verdad y el prójimo. El alma santificada ora porque ama la oración y la entiende como el gran privilegio del creyente, se deleita en el día del Señor (Isaías 58:13); y ama la ley de Dios hallando en ella la perfecta justicia y sabiduría de Dios (Salmo 119:77, 97, 142, 163). El alma santificada adora a Dios en el Espíritu (1 Pedro 2:5). Dios no solo se ocupa de ver el cumplimiento correcto del deber, sino el estado del corazón en el ejercicio de tales deberes (Salmo 50:16-23; 51:16-19).
- Otra señal es una vida ordenada: “Sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Pedro 1:15). Si el corazón está santificado, la vida entera lo estará. Cuando se ha sido santificado no solo se tiene la imagen de Dios en el corazón, sino que se lleva igualmente una inscripción grabada en la vida. Algunos dicen que poseen buen corazón, pero llevan vidas inmorales: “Hay gente que se tiene por pura, pero no está limpia de su inmundicia” (Proverbios 30:12). La virtud cristiana que produce la santificación será visible en el creyente.
- El creyente santificado está resuelto a no separarse jamás de su santidad. Si otros le critican, él la ama aún más, igual que el fuego, que, cuando se rocía con agua, arde aún mejor. Prefiere la santidad sobre cualquier cosa. Ha llegado a anhelar estar dispuesto a dejarlo todo por seguir a Cristo (Filipenses 3:7-11).
Conclusión
Querido amigo, clame al Señor pidiendo que la gracia de Dios sea aplicada a su vida también. Nunca habrá algo mayor para obtener, que ser conformado a la imagen de Cristo.
Hermano, nuestra necesidad más grande es buscar la santificación, porque certifica que somos de Cristo. ¿Qué otra evidencia podríamos mostrar? ¿acaso será el conocimiento? El diablo también conoce. ¿Creer algunas cosas acerca de Dios? Los demonios creen y tiemblan (Santiago 2:19). Pero nuestro certificado para el Cielo es la santificación, las primicias del Espíritu. La santificación es la prueba de que el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones (Romanos 5:5).
Sin embargo, débil e imperfecta cómo es la santidad de los mejores santos, es verdadera y tiene un carácter tan inconfundible como la luz y la sal. No empieza y acaba con declaraciones ruidosas: más que oírse, se verá. La santidad bíblica lleva al hombre a cumplir con su deber en el hogar, y adornará su doctrina en las pruebas cotidianas (Tito 2:10). Se manifestará en sus virtudes. Volverá al hombre humilde, bondadoso, amable, generoso, de buen carácter, considerado con los demás, amoroso, manso y perdonador. No lo conducirá a encerrarse en un monasterio, sino que le impulsará a cumplir con su deber en aquel lugar donde Dios le haya llamado, siguiendo los principios cristianos y conforme al modelo de Cristo. Aunque vive en el mundo, sin embargo, la santidad le conducirá a apartarse del mundo y sus ideas, filosofías, metas y aspiraciones. Este es el único modelo de santidad dado por la Escritura. Todo lo que no se ajuste a este modelo de santidad no procede de Dios. una vez más le insto a examinar su alma.
- La vida del creyente está inseparablemente unida a la Ley de Dios
Mateo 5:17-20
Hay dos cosas que son indispensables para la vida del cristiano: un conocimiento claro del deber y una práctica consciente del mismo correspondiente a su conocimiento. Así como no podemos tener una esperanza bien fundada de la salvación eterna sin la obediencia, tampoco podemos tener una regla segura de la obediencia sin el conocimiento. Aunque puede haber conocimiento sin práctica, no es posible que haya práctica de la voluntad de Dios sin conocimiento. Y, por lo tanto, para que seamos informados de lo que debemos hacer y lo que debemos evitar, al Gobernante y Juez de toda la tierra le ha agradado prescribirnos leyes para regular nuestras acciones. Cuando habíamos desfigurado miserablemente la Ley de la naturaleza originalmente escrita en nuestro corazón de modo que muchos de sus mandamientos ya no eran legibles, le pareció bien al Señor transcribir esa Ley en las Escrituras, y en los Diez Mandamientos tenemos un resumen de los mismos.
¿Qué se puede decir de la ley? Respecto a la ley ceremonial, se puede decir que ha sido cumplida por completo. Nuestro Señor la observó en su vida en la tierra, y exhortó a los discípulos a hacer lo mismo. En su muerte, resurrección y ascensión se ha cumplido enteramente toda la ley ceremonial. Como confirmación de eso, por así decirlo, el templo fue destruido más tarde. El velo del templo ya se había rasgado en el momento de su muerte, y por fin también fueron destruidos más adelante el templo y todo lo que en él había. De modo que, a no ser que vea que el Señor Jesucristo es el altar y el sacrificio y la fuente de la purificación y el incienso y todo lo demás, sigo todavía atado al sistema levítico. A no ser que vea todo esto cumplido en Cristo, a no ser que él sea mi ofrenda cruenta, mi sacrificio, mi todo, toda esta ley ceremonial sigue aplicándose a mi persona, y soy responsable de cumplirla. Pero si la veo cumplida y llevada a cabo en El, digo que la cumplo toda creyendo en Él y sometiéndome a El. Esta es la situación respecto a la ley ceremonial. ¿Qué decir en cuanto a la ley judicial? Esta ley estuvo destinada primaria y especialmente para la nación de Israel, como teocracia de Dios, en las circunstancias especiales en que se hallaba. Pero Israel ya no es la nación teocrática. Recuerden que al final de su ministerio nuestro Señor se volvió a los judíos y les dijo, ‘Os digo que el reino de Dios será quitado de vosotros, y será dado a gente que produzca los frutos de él.’ Esta afirmación en Mateo 21:43 es una de las más cruciales e importantes de toda la Biblia respecto a la profecía. Y el apóstol Pedro, en 1 Pedro 2:9,10, dice bien claramente que aquella nación es la Iglesia. Ya no hay, pues, una nación teocrática, de modo que la ley judicial también ha sido cumplida.
Nos queda, pues, la ley moral.
¿Que es la ley moral? La ley moral es la declaración de la voluntad de Dios hecha a la humanidad, guiando y obligando a cada uno a conformarse a ella y obedecerla de un modo personal, perfecto y perpetuo, en el conjunto y disposición de todo el hombre, alma y cuerpo, y en el cumplimiento de todos aquellos deberes de santidad y justicia debidos a Dios y al hombre (Lucas 1:74-75; Romanos 13:8-14)
La situación respecto a ella es diferente, porque con ella Dios establece algo permanente y perpetuo, la relación que siempre debe subsistir entre Él y el hombre. Se resume, desde luego, en el que nuestro Señor llama el primero y mayor de los mandamientos. ‘Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente.’ Esto es permanente. No es sólo para la nación teocrática; es para todo el género humano. El segundo mandamiento, dice, ‘es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.’ También esto no fue sólo para la nación teocrática de Israel; no era simplemente la ley ceremonial antigua. Es condición y parte permanente de nuestra relación perpetua con Dios. Así pues, la ley moral interpretada según el Nuevo Testamento, sigue en vigor, y lo seguirá hasta el fin de los tiempos, hasta que alcancemos la perfección. En 1 Juan 3 el apóstol tiene mucho cuidado en recordar a sus lectores que el pecado en el cristiano sigue siendo ‘infracción de la ley.’ ‘Seguimos en relación con la ley,’ dice Juan de hecho, ‘porque el pecado es infracción de la ley.’ La ley sigue existiendo, y cuando peco la violo, aunque soy cristiano, no judío, sino gentil. De modo que la ley moral se nos aplica todavía.
Los tres usos de la ley
La ley de Dios fue dada al hombre con el fin de proveer tres utilidades que son fundamentales para la vida delante de Dios.
- Refrena el pecado. La ley presupone el pecado y sirve para frenarlo. Contribuye a la obra de la gracia común que Dios realiza en el mundo (Romanos 2: 14-16; 13:3-4; 1 Timoteo 1:9).
- Revela el pecado. Por la ley es el conocimiento del pecado. Sacude la conciencia y lleva a Cristo. En este sentido es un medio de gracia, pues hace consciente al pecador de su incapacidad para cumplir con las exigencias de la santa voluntad de Dios y, cual tutor, conduce a este mismo pecador a los pies de Cristo (Romanos 3:20; 5:20; 7: 7, 8, 9, 11)
- Establece la norma de vida cristiana. La ley como regla de vida para los cristianos, cuanto que es la expresión de la voluntad del Señor. La ley es usada por el Espíritu Santo para llevar a cabo la santificación del creyente (1 Corintios 7:19; Santiago 1:25; 2:8-9; 1 Juan 2:3-5; Efesios 4:17-6:9).
¿Cuál es la relación del cristiano con la ley? Se puede responder así. El cristiano ya no está bajo la ley en el sentido de que la ley es un pacto de obras. Este es todo el argumento de Gálatas 3. El cristiano no está bajo la ley en ese sentido; su salvación no depende de que la cumpla. Ha sido liberado de la maldición de la ley; ya no está bajo ella como relación contractual entre él y Dios.
Pero esto no lo dispensa de ella como norma de vida. El problema se suscita porque nos confundimos en cuanto a la relación entre ley y gracia. Tendemos a tener una idea equivocada de la ley y a pensar en ella como si fuera algo que se opone a la gracia. Pero no es así. La ley sólo se opone a la gracia, en cuanto que en otro tiempo había un pacto de ley, y ahora estamos bajo un pacto de gracia. Tampoco ha de pensarse que la ley es idéntica a la gracia. Nunca ha sido así. La ley nunca fue para salvar al hombre, porque no podía salvarlo. Algunos piensan que Dios dijo a la nación, ‘Os voy a dar una ley; si la cumplís os salvaré.’ Esto es ridículo porque nadie puede salvarse con el cumplimiento de la ley. ¡No! la ley se añadió ‘a causa de las transgresiones.’ Llegó 430 años después de la promesa dada a Abraham y a su descendencia a fin de que pudieran mostrar el verdadero carácter de las exigencias de Dios, y a fin de que ‘el pecado llegase a ser sobremanera pecaminoso.’ (Romanos 7:13). Se dio la ley, en un sentido, a fin de mostrar a los hombres que nunca se podrían justificar por sí mismos delante de Dios, a fin de que pudieran ser conducidos a Cristo. En palabras de Pablo, la ley fue hecha “nuestro ayo, para llevarnos a Cristo.’ (Gálatas 3:24). Ven por tanto, que la ley contiene mucho de profecía, y mucho del evangelio. Está llena de gracia, conduciéndome a Cristo. Debemos caer en la cuenta, por tanto, de que todos estos aspectos de la ley no son sino nuestro ayo para conducirnos a Cristo, y debemos tener cuidado de que no veamos la ley en una forma errónea.
La gente también tiene una idea equivocada de la gracia. Piensan que la gracia es algo aparte de la ley. A esto se le llama antinomianismo, la actitud de los que abusan de la doctrina de la gracia para llevar una vida de pecado o de indolencia. Dicen, ‘No estoy bajo la ley, sino bajo la gracia, y por tanto no importa lo que haga.’ Pablo escribió el capítulo sexto de Romanos para esto: ‘¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera.’ dice Pablo. Esta es una idea errónea y falsa de la gracia. El propósito de la gracia, en un sentido, es sólo capacitarnos para cumplir la ley. En otras palabras. Nuestro problema es que muchas veces tenemos una idea equivocada de la santidad. No hay nada peor que considerar la santidad y la santificación como experiencias que hay que recibir. No; santidad significa ser justo, y ser justo significa cumplir la ley. Por tanto si su llamada gracia (que dicen que han recibido) no los hace cumplir la ley, no la han recibido. Quizá han pasado por una experiencia sicológica, pero no han recibido la gracia de Dios. ¿Qué es la gracia? Es ese don maravilloso de Dios que, habiendo liberado al hombre de la maldición de la ley, lo capacita para cumplirla y para ser justo como Cristo, porque Cristo cumplió la ley a la perfección. Gracia es lo que me lleva a amar a Dios; y si amo a Dios, deseo cumplir sus mandamientos. ‘El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ése es el que me ama.’ (Juan 14:21). Nunca debemos separar estas dos cosas. La gracia no es sentimiento; la santidad no es una experiencia.
Debemos tener esta mente y disposición nuevas que nos conducen a amar la ley y a desear guardarla; y con su poder nos capacita para cumplirla. Por esto nuestro Señor agrega en el versículo 19 de Mateo 5, ‘De manera que cualquiera que quebrante uno de estos mandamientos muy pequeños, y así enseñe a los hombres, muy pequeño será llamado en el reino de los cielos; mas cualquiera que los haga y los enseñe, éste será llamado grande en el reino de los cielos.’ Esto no se dijo sólo a los discípulos para los tres breves años en que iban a estar con Cristo hasta su muerte; es permanente y perpetuo. Lo vuelve a inculcar en Mateo 7, donde dice, ‘No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.’ ¿Cuál es la voluntad del Padre? Los diez mandamientos y la ley moral. Nunca han sido abrogados. ‘Se dio a sí mismo,’ escribe Pablo a Tito, ‘por nosotros para. . . purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras.’ (Tito 2:14).
Conclusión
Sin lugar a dudas, al considerar todas estas cosas quedamos frente a la pregunta, ¿entiendo correctamente la ley de Dios? ¿Anhelo conocer la ley de Dios para vivir por ella? ¿Estoy ocupado diligentemente en aplicar la Ley moral de Dios a mi vida? ¿Las palabras del Salmo 1 (sino que en su ley medita de día y de noche) describen mi caminar cristiano?
Hermanos, clamemos al Señor para amar la ley de tal forma que las palabras del salmo 119:97 “¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación.” lleguen a ser el clamor de nuestro corazón.
Querido amigo, usted ha estado caminando contrariamente a la ley de Dios. Romanos 8:7 dice que las intensiones del corazon son enemistad contra Dios, porque no se sujetan a la ley de Dios, ni tampoco pueden. Su necesidad es que Dios le conceda un corazón capacitado para amar y someterse a su Santa Ley. Clame a Él pidiendo estas misericordias. Dios mismo dice: buscad al Señor mientras pueda ser hallado, llamanle en tanto que está cerca, es decir, dispuesto a responder a quien suplique su gracia, porque Él es generoso para perdonar (Isaías 55:6-7).
- ¿Tiene una vida de comunión habitual con Cristo?
Con “comunión” me refiero a ese hábito de “permanecer en Cristo” al que se refiere nuestro Señor en el capítulo 15 de Juan, como elemento esencial para llevar fruto cristiano (Juan 15:4-8).
La comunión con Cristo es el privilegio de aquellos que continuamente están luchando por crecer en gracia, fe, conocimiento, y semejanza a la mente de Cristo en todas las cosas; aquellos que no miran “lo que queda atrás” y “no consideran haberlo alcanzado ya”, sino que “prosiguen hacia la meta para obtener el premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús” (Filipenses 3:13-14). El gran secreto de la comunión con Cristo es estar continuamente “viviendo la vida de fe en Él” y obteniendo de Él cada hora la provisión que necesitamos para cada hora. “Para mi-decía Pablo-el vivir es Cristo”; “y ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Filipenses 1:21; Gálatas 2:20).
Este tipo de comunión es el secreto para disfrutar continuamente de aquel gozo y aquella paz en el creer (Romanos 15:13) que poseían en tanta abundancia aquellos santos de antaño. Este tipo de comunión es el secreto de las espléndidas victorias que estos hombres obtuvieron sobre el pecado, el mundo y el temor a la muerte. No se sentaban en la ociosidad ni decían: “lo dejo todo a Cristo par que lo haga por mí”; sino que, fortalecidos en el Señor, utilizaban con valentía y confianza la naturaleza divina que Él había implantado en ellos y eran “más que vencedores por medio de aquel que los amó” (Romanos 8:37).
¿Es habitual la comunión entre usted y Cristo? Una vez más, le animo a examinar su alma.
- ¿Está listo para la segunda venida de Cristo?
Apocalipsis 1:7
2 Pedro 3:9-14
Que Él vendrá por segunda vez es tan cierto como todo el resto de la Biblia. El mundo no le ha visto por última vez. Tan cierto como que se fue de forma visible y en cuerpo ante los ojos de sus discípulos es que volverá “sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria” (Mateo 24:30; Hechos 1:11). Vendrá a resucitar a los muertos, a transformar a los vivos, a galardonar a sus santos, a castigar a los impíos, a renovar la tierra y a quitar la maldición, a purificar el mundo y a establecer un reino donde el pecado no tenga lugar y la santidad sea la regla universal.
Está claro que el Nuevo Testamento enseña una segunda venida, visible y gloriosa, del Hijo de Dios:
- En muchos lugares se declara que Su manifestación será personal y visible. En el tiempo de Su ascensión, los ángeles les dijeron a Sus discípulos: «Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, vendrá así, tal como le habéis visto ir al cielo» (Hch 1.:11). Su segunda venida ha de ser tan visible como Su ascensión. Le vieron ir. Le verán venir. En Mateo 26:64 Él afirma «A partir de ahora veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder, y viniendo sobre las nubes del cielo.» En Mateo 24:30: «Entonces aparecerá la señal del hijo del Hombre en el cielo; y entonces harán duelo todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del Hombre viniendo sobre las nubes del cielo con poder y gran gloria.» Lucas 21:27: «Entonces verán al Hijo del Hombre que vendrá en una nube.»
- Las circunstancias que acompañarán a la segunda venida demuestran que será personal y visible. Será en las nubes; con poder y gran gloria; con los santos ángeles y todos los santos; y será con un clamor y con la voz de arcángel, y todo ojo le verá (Apocalipsis 1:7).
- Será una venida gloriosa y triunfante: La segunda venida de Cristo, aunque personal, física y visible, será muy diferente de su primera venida. No volverá en el cuerpo de su humillación, sino en un cuerpo glorificado y con ropajes reales, Heb. 9: 28. Las nubes del cielo serán su carruaje, Mat. 24: 30, los ángeles su guardia personal, II Tes. 1:7, los arcángeles sus heraldos, I Tes. 4:16, y los santos de Dios sus gloriosos servidores, 1 Tes. 3:13; II Tes. 1:10. Vendrá como Rey de reyes y Señor de señores, triunfante sobre todas las fuerzas del mal, habiendo puesto a sus enemigos debajo de sus pies, I Cor. 15:25; Apoc. 19:11-16.
- Los efectos adscritos a este acontecimiento demuestran lo mismo. Todas las tribus de la tierra se lamentarán; los muertos, grandes y pequeños: se levantarán; los malvados clamarán a las rocas y a los montes para que los cubran; los santos han de ser arrebatados para encontrarse con el Señor en el aire; y la tierra y los cielos huirán de Su presencia (Mateo 24:30; Marcos 13:26; Hechos 1:9-11; 1 Tesalonicenses 4:16-17; Apocalipsis 14:14-16).
El tiempo de la segunda venida.
El tiempo exacto de la segunda venida del Señor Jesucristo es desconocido, (Mateo 24:36), y todos los intentos de los hombres para encontrar la fecha exacta demuestran estar equivocados. Lo único que podemos decir con certeza es que, el Señor volverá en el tiempo que Dios ha señalado. Nuestro llamado es a velar y estar preparados para aquel día.
LOS EVENTOS CONCOMITANTES (que tendrán lugar o acompañarán) DE LA SEGUNDA VENIDA
Los acontecimientos que según la común doctrina de la Iglesia deben acompañar a la venida de Cristo son, primero la resurrección general de los muertos; segundo, el juicio final; tercero, «el fin del mundo»; y, cuarto, la consumación del reino de Cristo.
- La Resurrección General. El hecho de que ha de haber una resurrección general de los justos y de los injustos no es cosa que se dude entre los cristianos. Ya en Daniel 12:2-3 se dice: «Y muchos de los que duermen en el polvo de la tierra serán despertados, unos para vida eterna, y otros para vergüenza y confusión eterna. Los entendidos resplandecerán como el resplandor del firmamento; y los que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas a perpetua eternidad.» Esta predicción la repite nuestro Señor sin ninguna limitación: «No os asombréis de esto; porque va a llegar la hora en que todos los que están en los sepulcros oirán su voz; y los que hicieron lo bueno, saldrán a resurrección de vida; mas los que hicieron lo malo, a resurrección de condenación» (Jn 5:28,29). … [Véanse también Mt 25:31,32; Hch 24:15; Ap 20:12,13].
El tiempo de esta Resurrección General.
La uniforme descripción de la Escritura acerca de este tema es que esta resurrección general tendrá lugar «en el día postrero» (Juan 11:24), esto es, a la segunda venida de Cristo. La misma forma de expresión se emplea para designar el tiempo en que ha de resucitar el pueblo de Cristo y el tiempo en que ha de tener lugar la resurrección general. La Biblia, nunca habla de ninguna otra resurrección. Los muertos, según las Escrituras, han de levantarse juntos, algunos para vida eterna, y algunos para vergüenza y confusión eterna. Cuando venga Cristo, todos los que están en los sepulcros saldrán, unos para resurrección de vida, y otros para resurrección de condenación.
- El Juicio Final. Las Escrituras abundan en pasajes que establecen a Dios como el juez moral de los hombres, y que declaran que Él juzgará al mundo con justicia. La Biblia lo presenta como Juez de las naciones y de los individuos, como el vengador de los pobres y de los perseguidos. Abunda también en promesas y amenazas y en ilustraciones del justo juicio de Dios. Nada, por ello, es más claro que el hecho de que los hombres en este mundo están sujetos al gobierno moral de Dios. Además de esto, la Biblia enseña además que hay un estado futuro de recompensa y de castigo en el que las desigualdades y anomalías aquí permitidas serán compensadas.
La doctrina sustentada por la Iglesia universal acerca de esta cuestión incluye los siguientes puntos:
(1) El juicio final es un acontecimiento futuro concreto (no un proceso prolongado) en el que finalmente quedará determinado y públicamente manifestado el destino eterno de los hombres y de los ángeles. Que ésta es la doctrina de la Biblia se demuestra con pasajes como Mateo 11:24: «Por tanto os digo que en el día del juicio habrá más tolerancia para la tierra de Sodoma que para ti»; Mateo 13:30: «Dejad crecer juntas las dos cosas hasta la siega; y al tiempo de la siega, les diré a los segadores: Recoged primero la cizaña, y atadla en manojos para quemarla; pero el trigo recogedlo en mi granero»; … y el verso 49: «Así será en el fin del mundo: saldrán los ángeles, y separarán a los malos de entre los justos.» … [Véase también Jn 12:48; Hch 17:31; Ro 2:5, y 1 Co 4:5]. Por cuanto la palabra día se emplea frecuentemente en la Escritura para denotar un período indefinido, no sigue por el empleo de esta palabra que el juicio tenga que comenzar y acabar en el espacio de veinticuatro horas. Sin embargo, la forma en que se emplea la palabra en este contexto y las circunstancias que acompañan al juicio muestran que el término quiere comunicar un período definido y limitado, y no una dispensación prolongada. La manifestación de Cristo, la resurrección de los muertos y la reunión de las naciones no son acontecimientos que vayan a extenderse a lo largo de años o siglos.
- Cristo será el Juez: «Pues ni aun el Padre juzga a nadie, sino que ha dado todo juicio al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre» (Jn 5:22- 23). «[El Padre] le dio autoridad para ejecutar juicio, por cuanto es el Hijo del Hombre» (v. 27). … En su discurso en la Colina de Marte, Pablo les dice a los atenienses que Dios «ha establecido un día en el que va a juzgar al mundo con justicia, por aquel varón a quien designó, dando fe a todos con haberle levantado de entre los muertos» (Hch 17:31). [Ver también 2 Co 5:10]. … Y en verdad, allí donde el Nuevo Testamento describe de manera gráfica el proceso del juicio final, Cristo es presentado como el Juez. … Es especialmente apropiado que el hombre Cristo Jesús, Dios manifestado en carne, sea el Juez de todos los hombres. A Él se le ha encomendado esta autoridad, por cuanto Él es el Hijo del hombre; esto es, porque Él se humilló a Sí mismo para ser hallado en forma de hombre aunque Él era en forma de Dios y no consideró usurpación ser igual a Dios. La prerrogativa de juzgar forma parte de la exaltación que se le debe por cuanto consintió en ser obediente hasta la muerte. Es justo que Aquel que fue condenado ante el tribunal de Pilato se siente entronizado en el trono del juicio universal. Es un gozo y causa de especial confianza para todos los creyentes que Aquel que los amó y se dio a Sí mismo por ellos sea su Juez en el día postrero.
- Este juicio tendrá lugar en la segunda venida de Cristo y en la resurrección general. Por ello, no se trata de un proceso que ahora esté en progreso; no tiene lugar al morir; no es un período prolongado antes de la resurrección general. Entre los pasajes que tienen que ver acerca de esta cuestión están la parábola del trigo y de la cizaña (Mt 13:36-43), en la que se nos enseña que la separación definitiva entre los justos Y los malvados tendrá lugar al fin del mundo, donde el Hijo del Hombre enviará a Sus ángeles a recoger de Su reino todas las cosas que ofenden. Esto implica que la resurrección general, la segunda venida y el juicio final son acontecimientos coetáneos. La Biblia no sabe nada de tres advenimientos personales de Cristo: uno en el tiempo de la encarnación, uno segundo tras el milenio, y un tercero para juzgar el mundo. Aquel que vino en la carne ha de venir «por segunda vez, sin relación con el pecado, los que le esperan ansiosamente para salvación» (He 9:28). «Porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno conforme a su conducta» (Mt 16:27). Mateo 24:29-35 enseña que cuando aparezca en los cielos la señal del Hijo del Hombre, todas las tribus de la tierra se lamentarán, Y los escogidos serán recogidos. Mateo 25:31-46 establece todo el proceso del juicio. Cuando el Hijo del hombre venga en Su gloria, todas las naciones serán reunidas delante de Él, y Él las separará como un pastor separa a las ovejas de las cabras. Luego les dirá a los que estarán a Su derecha: «Venid, benditos de mi Padre», y a los de Su Izquierda: «Apartaos de mí, malditos». .” [Véase también 1 Co 4:5; 2 Ts 1 :7-10, y 2 Ti 4:1.l.
- Las personas que serán juzgadas son hombres y ángeles. Se dice que Cristo ha de venir a juzgar «a los vivos y, a los muertos» (2 Ti 4:1), que todas las naciones comparecerán delante de Él (Mt 25 :32), que «todos nosotros hemos de comparecer ante el tribunal de Cristo» (2 Co 5:10), que él «pagará a cada uno conforme a sus obras» (Ro 2:6). Así, este Juicio es absolutamente universal; incluye tanto a los pequeños como a los grandes, y a todas las generaciones de hombres. Con respecto a los ángeles malos, se dice que Dios «los entregó a prisiones de oscuridad, para ser reservados hasta el juicio» (2 P2:4). …
- La base o asunto a ser juzgado son las obras hechas en el cuerpo. Los hombres serán juzgados conforme a sus obras; los secretos del corazón serán sacados a luz. El juicio de Dios no se basará en las profesiones de fe o en las relaciones de los hombres, ni en sus apariencias o en la reputación que tuvieran entre sus semejantes, sino en sus verdaderos caracteres y acciones, por secretos y encubiertos de delante de los hombres que hayan Sido sus actos. Dios no será burlado ni puede ser engañado; el carácter de cada hombre será claramente revelado, y ello no sólo a la vista de Dios sino también del mismo hombre. Todo autoengaño quedará desvanecido. Cada hombre se verá a sí mismo como aparece a los ojos de Dios. Su memoria resultará probablemente ser un registro indeleble de todos sus actos y pensamientos y sentimientos pecaminosos. Su conciencia quedará también tan iluminada que reconocerá la justicia de la sentencia que el Juez justo pronunciará contra él. Todos aquellos que Cristo condene se condenarán a sí mismos. Además, habrá tal revelación del carácter de cada hombre ante todos los demás a su alrededor, o ante todos los que le conocen, que la justicia de la sentencia de condenación o absolución será evidente. Las descripciones de la Escritura no nos demandan ir más allá de esto. Además de estas descripciones generales de la Escritura de que el carácter y la conducta de los hombres constituyen la base sobre la que se pronunciará la sentencia final, tenemos la clara indicación de la Palabra de Dios de que el destino de aquellos que oyen el evangelio depende de la actitud que adoptan con respecto a Cristo. «Vino a lo que era suyo, y los suyos no le recibieron. Pero a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio potestad de ser hechos hijos de Dios» (Jn 1: 11-12). Él es Dios manifestado en carne, y Él vino al mundo para salvar a los pecadores; todos los que le reciben como su Dios y Salvador son salvos, mientras que todos los que rehusan reconocerle y confiar en Él, perecen. Ya han sido condenados, porque no han creído en el nombre del unigénito Hijo de Dios (Jn 3:18). «El que cree en el Hijo, tiene vida eterna; mas el que rehúsa creer en el Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios permanece sobre él» (Jn 3:36)…. Y Pablo dice: «Si alguno no ama al Señor Jesucristo, sea anatema. El Señor viene» (1 Co 16:22). La base especial para la condenación bajo el evangelio, así, es la incredulidad, rehusar recibir a Cristo en el carácter en que es presentado a nuestra aceptación.
- Los hombres serán juzgados en base a la luz que han tenido individualmente. El siervo que conoció la voluntad de su Señor y no la hizo, será castigado con muchos azotes, pero el que no la conoció, será castigado con pocos azotes. «Porque a todo aquel a quien se haya dado mucho, mucho se le exigirá» (Lc 12:47-48). Pablo dice que los paganos son inexcusables, «pues habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios» (Ro 1.:20-21); y establece el principio de que los que pecan sin ley serán juzgados sin ley, y que los que han pecado en la ley serán juzgados por la ley (Ro 2:12). 7. En el juicio del último día quedará determinado de manera inalterable el destino de los justos y el de los malvados. Se asignará la morada final de cada clase. Esto se enseña con las solemnes palabras: «E irán éstos al castigo eterno, mas los justos a la vida eterna» (Mt 25:46).
- El fin del mundo.
Varios pasajes de las Escrituras hablan específicamente acerca de la consumación final o fin del mundo: «Desde el principio tú fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, mas tú permanecerás; y todos ellos como una vestidura se envejecerán; como un vestido los mudarás, y serán mudados» (Sal 102-25-26). «Alzad a los cielos vuestros ojos, y mirad abajo a la tierra; porque los cielos se desvanecerán como humo, y la tierra se desgastará como ropa de vestir» (Is 65:17). «El mundo de entonces pereció anegado en agua; pero los cielos y la tierra actuales están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los hombres impíos. … El día del Señor vendrá como un ladrón en la noche; en el cual los cielos desaparecerán con gran estruendo, y los elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas. … Pero esperamos, según su promesa, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales habita la justicia» (2 Pedro 3:6-7, 10, 13; véase también Lc 21:33; Ro 8:19-21; Ap 20:11; 21:1). ..Está claro que la destrucción que aquí se anuncia no es aniquilación: (1) El mundo será quemado, pero la combustión es meramente un cambio de estado o de condición, no de destrucción de sustancia. (2) La destrucción del mundo por agua y su destrucción por fuego son acontecimientos análogos.. El primero no fue aniquilación; por ello el segundo no lo es. (3) La destrucción de que se habla es llamada en otros lugares una palingenesia, regeneración (Mt 19:28), una apokatastasis, restauración (Hch 3:21), una liberación de la esclavitud de corrupción (Ro 8:21). El Apóstol nos enseña que nuestros cuerpos de nuestra bajeza no serán aniquilados, sino cambiados y conformados a semejanza del glorioso cuerpo de Cristo (Fil 3:21). Un cambio similar tendrá lugar en el mundo en que moramos. Habrá nuevos cielos y nueva tierra, así como nosotros tendremos nuevos cuerpos… Esta tierra renovada, según la opinión común, será la sede final del reino de Cristo. Éstos son los nuevos cielos; ésta es la nueva Jerusalén, el Monte Sión en el que se reunirá la asamblea general y la Iglesia de los primogénitos cuyos nombres están escritos en los cielos, los espíritus de los justos hechos perfectos. Ésta es la Jerusalén celestial, la ciudad del Dios vivo, el reino preparado para Su pueblo antes de la fundación del mundo.
- El Reino de los Cielos. En el relato que se da del juicio final en Mateo 25 :31-46 se nos dice que el Rey «dirá a los de su derecha: Venid, benditos de mi Padre, heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo.» Ya estaba predicho en el Antiguo Testamento que Dios establecería un reino que sería universal y eterno. De este reino sería el Mesías la cabeza. Él es expuesto frecuentemente en el Antiguo Testamento como Rey (véase Gn 49:10; Nm 24:17; 2 S 7:16; Sal 2; 45; 72; 110; Is 9:6-7; 11; 52; 53; y Mi 4). Su reino es variamente llamado el reino de Dios, el reino de Cristo, el reino del Hijo del hombre (Mt 13:41), y el reino del cielo. Los profetas lo describen en términos ardientes tomados en parte del estado paradisíaco del hombre y en parte del estado de la teocracia durante el reinado de Salomón. Este reino le pertenece a Cristo no como el Logos, sino como el Hijo del hombre, Dios manifestado en carne. Su doble fundamento, tal como es presentado en la Escritura, es Su posesión de todos los atributos divinos y Su obra de redención (He 1 :3; Fil 2:6-11). Es debido que siendo igual a Dios «se humilló a Sí mismo, al hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, [que] Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le otorgó el nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra, y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es SEÑOR, para gloria de Dios Padre.» En Sus manos le ha sido dada toda potestad en los cielos y en la tierra, y todas las cosas (el universo) han sido puestas debajo de Sus pies. Hasta los ángeles son Sus espíritus ministradores, enviados por Él para ministrar a aquellos que serán herederos de salvación.
Este reinado Mesiánico o mediatorio de Cristo, siendo así inclusivo, se presenta en diferentes aspectos en la Palabra de Dios. Contemplado como extendiéndose sobre todas las criaturas, es un reino de poder que, según 1 Corintios 15:24, él entregará a Dios el Padre cuando quede cumplida Su obra mediadora. Contemplado en relación con Su propio pueblo en la tierra, es un reino de gracia. Todos ellos le reconocen a Él como su amo y soberano absoluto. Todos ellos confían en Su protección, y se dedican a Su servicio. Él rige en ellos, y reina sobre ellos, y somete a todos los enemigos de ellos, Sus enemigos. Contemplado en relación con todo el cuerpo de los redimidos cuando sea consumada la obra de la redención, es el reino de gloria, el reino de los cielos, en el más elevado sentido de la palabra. Su condición de cabeza sobre Su pueblo debe continuar para siempre, y Su dominio sobre aquellos que Él ha adquirido con Su sangre jamás terminará.
Aunque Dios siempre ha tenido un reino sobre la tierra, el reino del que hablan los profetas comenzó en su forma Mesiánica cuando el Hijo de Dios vino en carne. Juan el Bautista, el precursor de Cristo, vino predicando que el Reino de Dios estaba cerca. Nuestro mismo Señor fue de pueblo en pueblo, predicando el reino de Dios. Todos los que profesan adhesión a Cristo como Rey constituyen Su reino en la tierra. Por ello, nada puede ser más opuesto a la clara enseñanza del Nuevo Testamento que la afirmación de que el reino de Cristo sea aún futuro y que no ha de ser inaugurado hasta Su segunda venida. En cuanto a la naturaleza de este reino, nuestro mismo Señor nos enseña que no es de este mundo. No es análogo a los reinos que existen entre los hombres. No es un reino de esplendor, riquezas o poder terrenales. No tiene que ver con los asuntos civiles o políticos de los hombres, excepto en sus relaciones morales. Sus recompensas y goces no son las cosas buenas de este mundo. Se dice que consiste en «justicia, y paz, y gozo en el Espíritu Santo» (Ro 14:17). Cristo le dijo a Sus oyentes: «El reino de Dios está en medio de vosotros» (Lc 14: 17). La condición para la admisión en este reino es la regeneración (Jn 3:5), la conversión (Mt 18:3) y la santidad de corazón y vida.
El lugar de la morada final de los justos es a veces llamada una casa, como cuando el Señor dijo: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas» (Jn 14:2), y a veces «una ciudad que tiene fundamentos, cuyo artífice y constructor es Dios» (Hc 11: 10). Bajo esta figura es descrita como la nueva o celestial Jerusalén (Ap 21). A veces es mencionada como «una [patria] mejor, esto es celestial» (He 11: 16), una país a través del que fluye el río del agua de vida (Ap 22:1-5). A veces la morada final de los redimidos recibe el nombre de «nuevos cielos y nueva tierra» (2 P 3:13). Sabemos que la bienaventuranza de este estado celestial es inconcebible: «Cosas que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para los que le aman» (1 Co 2:9).
Sin embargo, sí hay ciertos detalles que somos capaces de comprender: (1) La incomprensible bienaventuranza del cielo surgirá de la visión de Dios. Esta visión hermosea y transforma el alma a la imagen divina, de modo que queda llena con la plenitud de Dios. Esta visión de Dios es en la faz de Jesucristo, en quien habita corporalmente la plenitud de la gloria divina. Dios es visto en forma como de hombre, y esta manifestación de Dios en la persona de Cristo es inconcebiblemente arrebatadora. (2) La bienaventuranza de la vida redimida provendrá no sólo de la manifestación de la gloria, sino también del amor de Dios -aquel amor misterioso, inmutable e infinito cuyo fruto es la obra de la redención. (3) La futura felicidad de los santos involucrará la indefinida expansión de todas sus facultades, la total exención de todo pecado y dolor, la relación y comunión con las más excelsas inteligencias del cielo (patriarcas, profetas, apóstoles, mártires y todos los redimidos), un constante crecimiento en conocimiento y en el útil ejercicio de todos sus poderes una posesión segura y eterna de todo bien posible, y unas circunstancias externas que servirán a su bienaventuranza en aumento.
Consideración final
Los cristianos de la antigüedad hicieron que mirar al regreso del Señor formara parte de su vida. Miraban hacia atrás, a la cruz y se regocijaban en Cristo por el perdón de sus pecados. Miraban hacia arriba, a Cristo sentado a la diestra de Dios, y se regocijaban en el Cristo que intercede de día y de noche en el Cielo. Miraban hacia delante, al regreso prometido de su Señor, y se regocijaban al pensar que volverían a verle de nuevo. Y nosotros deberíamos hacer lo mismo.
¿Estamos viviendo cómo si anhelamos verlo de nuevo y cómo si amaramos su venida? (2 Timoteo 4:8).
Estar listos para esa Venida no es más que ser cristianos verdaderos y coherentes. No exige a nadie que deje de ocuparse de sus asuntos cotidianos. No hace falta que el creyente abandone su trabajo. Lo mejor que puede hacer el creyente es ser hallado cumpliendo con su deber, pero cumpliéndolo cómo cristiano, y con un corazón preparado y listo para recibir a su Señor.
Tristemente la vasta mayoría de los cristianos se parece a los hombres de los tiempos de Noe y de los días de Lot, que “estaban comiendo y bebiendo, casándose y dándose en matrimonio” (Mateo 24:38), plantando y edificando, hasta el día mismo que vinieron el diluvio y el fuego. Aquellas palabras de nuestro Maestro son muy solemnes y nos invitan a la reflexión: “Acordaos de la mujer de Lot”; “Estad alerta, no sea que vuestro corazón se cargue con disipación y embriaguez y con las preocupaciones de la vida, y aquel día venga súbitamente sobre vosotros cómo un lazo” (Lucas 17:32; 21:34).
Una vez más pregunto ¿cómo está su alma para la segunda venida de Cristo?
Aplicaciones
- Querido amigo, para que pueda gozar de una vida de comunión con Cristo y estar preparado para Su segunda venida, necesita nacer de nuevo. Eso le dijo el Señor Jesucristo a Nicodemo “a menos que nazcas de nuevo no puedes ver el reino de Dios”, y eso es cierto para usted también. ¿qué debe hacer? Hoy mismo arrepiéntase de sus pecados, confiese su maldad delante del Señor sin justificarla, confíe en que Cristo es el unico y suficiente sacrificio para comprar su perdón y pídale a Dios que borre su culpa porque Cristo murió en la cruz por usted. La Biblia dice que el que se arrepiente es perdonado para siempre.
- Hermano, el Señor nos ha rescatado para Él, para que seamos una nueva criatura que vive en novedad de vida. Hagamos de la comunión con Cristo nuestra vida, nuestro caminar, nuestra comida y todo nuestro sustento; y hagamos de la segunda venida de Cristo nuestra más grande esperanza y la causa de nuestra vigilancia y preparación continua.
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