La certeza del privilegio
Thomas Watson
Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados (Romanos 8:28).
Si toda la Escritura es un banquete para el alma, como dijo Ambrosio, entonces Romanos 8 puede ser un plato de ese banquete, y con su agradable variedad puede refrescar y animar muchísimo los corazones del pueblo de Dios. En los versículos precedentes el apóstol había estado vadeando las grandes doctrinas de la justificación y la adopción, unos misterios tan arduos y profundos que, sin la ayuda y la dirección del Espíritu, le habrían resultado inasequibles.
En este versículo el apóstol pulsa esa agradable cuerda de la consolación: “Y SABEMOS QUE A LOS QUE AMAN A DIOS, TODAS LAS COSAS LES AYUDAN A BIEN.” Cada palabra es de peso; por tanto, recogeré toda limadura de este oro, para que nada se pierda.
Hay tres puntos principales en el texto. Tenemos en primer lugar, un privilegio glorioso.
La certeza del privilegio: “Sabemos”.
No se trata de algo inseguro o dudoso. El apóstol no dice: “esperamos,” o: “Conjeturamos”, sino que es como un artículo en nuestro credo: “SABEMOS que… todas las cosas les ayudan a bien”. Observemos, por tanto, que las verdades del Evangelio son evidentes e infalibles.
Un cristiano puede llegar a tener no una opinión indefinida, sino una certeza de lo que sostiene. Al igual que los axiomas y los aforismos son evidentes a la razón, así también las verdades de la religión son evidentes a la fe. “Sabemos”, dice el apóstol. Si bien el cristiano no tiene un conocimiento perfecto de los misterios del Evangelio, tiene, sin embargo, un conocimiento seguro. “Ahora vemos por espejo, oscuramente” (1 Co. 13:12), no tenemos, por tanto, un conocimiento perfecto; sin embargo, miramos “a cara descubierta” (2 Co. 3:18), por lo que tenemos certeza. El Espíritu de Dios imprime las verdades celestiales en el corazón como con la punta de un diamante.
El cristiano puede saber infaliblemente que hay maldad en el pecado y hermosura en la santidad. Puede saber que se halla en un estado de gracia. “Sabemos que hemos pasado de muerte a vida” (1 Jn. 3:14).
Puede saber que irá al cielo. “Sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos” (2 Co. 5:1). El Señor no deja a su pueblo en la incertidumbre con respecto a la salvación. El apóstol dice: “Sabemos”. Hemos alcanzado una santa confianza. Ésta está sellada tanto por el Espíritu de Dios como por nuestra propia experiencia.
No nos apoyemos, pues, en el escepticismo o las dudas, sino esforcémonos para tener certeza en cuanto a las cosas de la religión. Como dijo aquella mártir: “No puedo discutir por Cristo, pero puedo hacer por Cristo”. Dios sabe si hemos de ser llamados a testificar de su verdad; por tanto, nos incumbe estar bien cimentados y consolidados en ella.
Si somos cristianos dubitativos, seremos cristianos vacilantes. ¿De dónde viene la apostasía sino de la incredulidad? Los hombres cuestionan primero la verdad, y luego se apartan de la verdad. ¡Oh, suplica al Espíritu de Dios que no sólo te unja, sino que te selle! (2 Co. 1:22.)
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