El quinto mandamiento I
Arthur W. Pink
“Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da” (Éxodo 20:12).
Este mandamiento de honrar a los padres tiene un alcance mucho más amplio de lo que parece a primera vista. No se debe restringir a nuestro “padre” y “madre” literal, sino que debe ser entendido por todos nuestros superiores. “El fin del Precepto es que, dado que el Señor Dios desea la preservación del orden que Él ha designado, los grados de preeminencia fijados por Él deben preservarse inviolablemente. El resumen, por tanto, será que debemos reverenciar a aquellos a quienes Dios ha exaltado a cualquier autoridad sobre nosotros, y debemos rendirles honor, obediencia y gratitud… Pero como este precepto es sumamente repugnante para la depravación de la naturaleza humana, cuyo ardiente deseo de exaltación apenas admite sujeción, por eso ha propuesto como ejemplo ese tipo de superioridad que es naturalmente más amable y menos odiosa, porque eso podría apaciguar más fácilmente e inclinar nuestra mente al hábito de la sumisión” (Calvino).
Para que no sea que alguno de nuestros lectores, en esta era socialista y comunista, cuando la insubordinación y la anarquía es el espíritu maligno de nuestros días, objete esta interpretación más amplia del mandamiento, se debe señalar primero que, dado que el “honor” pertenece primaria y principalmente a Dios, que en forma secundaria y derivada también pertenece a aquellos a quienes Él ha dignificado y hecho nobles en su reino, elevándolos por encima de los demás y otorgándoles títulos y dominio. Por lo tanto, deben ser venerados por nosotros como nuestros padres y madres. En las Escrituras, la palabra “honra” tiene una aplicación extensa, como puede verse en 1 Timoteo 5:17; 1Pe 2:17, etc. Segundo, observe que el título de “padre” se les da a los reyes (1S 24:11; Is 49:23), a los amos, (2 R 5:13), a los ministros del Evangelio (2 R 2:12; Gá 4:19).
“Por lo tanto, no debe dudarse que Dios aquí establece una regla universal para nuestra conducta: a saber, que a todos los que sabemos que están colocados en autoridad sobre nosotros por su designación, debemos rendir reverencia, obediencia, gratitud y todos los demás servicios a nuestro alcance. Tampoco importa si son dignos de este honor o no. Pues cualquiera que sea su carácter, no es sin el nombramiento de la divina providencia que han
alcanzado ese puesto, por lo que el Supremo Legislador ha mandado que sean honrados. Él ha ordenado especialmente reverencia a nuestros padres, quienes nos han traído a esta vida” (Calvino). Apenas es necesario decir que el deber que aquí se impone es de carácter recíproco: los de los inferiores implican una obligación correspondiente a los superiores; pero el espacio limitado nos obliga a considerar aquí sólo los deberes que recaen sobre los súbditos para con sus gobernantes.
Primero, los hijos a sus padres. Deben amarlos y reverenciarlos, temerosos de ofenderlos por el respeto que les tienen. Una verdadera veneración filial consiste en estimular a los niños para que se abstengan de todo aquello que pueda afligir u ofender a sus padres. Deben estar sujetos a ellos: observe el ejemplo bendito que Cristo ha dejado (Lc 2:51). “Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, porque esto agrada al Señor” (Col 3:20): después de que David fue ungido para el trono, cumplió con la orden de su padre al pastorear sus ovejas (1S 16:19). Deben escuchar sus instrucciones e imitar sus prácticas piadosas: Pr 6:20. Su lenguaje siempre debe ser respetuoso y sus gestos denotar sumisión: aunque José era tan exaltado en Egipto, “se inclinó rostro en tierra” ante su padre (Gn 48:12); y observe cómo el rey Salomón honró a su madre (1 R 2:19). En la medida en que puedan y sus padres tengan necesidad, deben mantenerlos en la vejez (1Ti 5:16).
Nuestros deberes para con los gobernantes y magistrados que Dios ha puesto sobre nosotros. Estos son los diputados y vicegerentes de Dios, investidos con autoridad de Él: “por mí reinan los reyes” (Pr 8:15), Dios ha ordenado la magistratura para el bien general de la humanidad, porque si no fuera por esto, los hombres serían bestias salvajes que se acecharían unos a otros. ¿No refrena el temor de los magistrados a los que han desechado el temor de Dios? ¿No temen los castigos temporales? Deberíamos estar tan seguros entre leones y tigres como entre hombres. Deben ser honrados en nuestros pensamientos, considerándolos como las imágenes oficiales de Dios sobre la tierra (Ec 10:20). Deben ser reverenciados en nuestro discurso, apoyando su cargo y autoridad: de los malvados está escrito, “no temen decir mal de las potestades superiores” (2Pe 2:10). Debemos obedecerlos: “Por causa del Señor someteos a toda institución humana, ya sea al rey, como a superior, ya a los gobernadores, como por él enviados para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen bien” (1Pe 2:13-14). Debemos rendir “al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra” (Rom 13:7). Debemos orar por ellos: 1 Timoteo 2:1-2.
Los deberes de los sirvientes a sus amos. Deben obedecerlos: “Siervos, obedeced en todo a vuestros amos terrenales, no sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, sino con corazón sincero, temiendo a Dios” (Col 3:22).
Deben ser diligentes en el deber, buscando promover los intereses de su amo: “sino mostrándose fieles en todo” (Tit 2:10 y vea Ef 6:5-7). Deben sufrir pacientemente sus reprensiones y correcciones: “que no sean respondones” (Tit 2:9). Dios les ha ordenado tan estrictamente que se sometan en silencio a sus amos, que incluso cuando un siervo no ha dado una razón justa para reprenderlo, debe sufrir en silencio la ira infundada de su amo: “Criados, estad sujetos con todo respeto a vuestros amos; no solamente a los buenos y afables, sino también a los difíciles de soportar. Porque esto merece aprobación, si alguno a causa de la conciencia delante de Dios, sufre molestias padeciendo injustamente” (1Pe 2:18-19). ¡Oh, cuán lejos nos hemos desviado de la norma divina!
Finalmente, debemos mencionar a los pastores y sus rebaños, los ministros y su gente, porque entre ellos también existe una relación de superiores e inferiores que los pone bajo la dirección de este quinto mandamiento. “Obedeced a vuestros pastores, y sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta; para que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque esto no os es provechoso” (He 13:17).
Cristo ha investido de tal autoridad a sus siervos que declara: “El que a vosotros oye, a mí me oye;(J) y el que a vosotros desecha, a mí me desecha” (Lc 10:16). Así que, de nuevo: “Los ancianos que gobiernan bien, sean tenidos por dignos de doble honor, mayormente los que trabajan en predicar y enseñar” (1 Ti 5:17); este “doble honor” es el de reverencia y manutención: “El que es enseñado en la palabra, haga partícipe de toda cosa buena al que lo instruye” (Gá 6:6 y cf. 1 Co 9:11). Qué solemne es la advertencia de, “Mas ellos hacían escarnio de los mensajeros de Dios, y menospreciaban sus palabras, burlándose de sus profetas, hasta que subió la ira de Jehová contra su pueblo, y no hubo ya remedio” (2 Cr 36:16).
A este precepto se suma la promesa como motivo y estímulo a la obediencia: “Para que tus días se alarguen en la tierra que Jehová tu Dios te da”. Primero, como promesa del Antiguo Testamento, esto debe considerarse típicamente de la vida eterna prometida por el Evangelio, ya que Canaán era una figura del Cielo. En segundo lugar, como se repite en el Nuevo Testamento (Ef 6:2-3 y cf. 1Pe 3:10), a menudo es la manera de Dios de prolongar una
vida santa y obediente. En tercer lugar, todas las promesas de bendición terrenal deben implicar necesariamente esta condición: se cumplirán literalmente para nosotros si esto promueve nuestra felicidad eterna; de lo contrario, serían amenazas y no promesas. En su misericordia, Dios a menudo reduce esta promesa y toma a su amado para sí
mismo.
Tomado de Los diez mandamientos por Arthur W. Pink. Usado con permiso de Chapel Library.