(Probablemente) contagié el virus a alguien.
(Probablemente) contagié el virus a alguien.
Ahora me siento culpable
Warren Peel
Los sentimientos de culpabilidad no siempre son la mejor manera de medir la culpa. Algunas personas se sienten terriblemente culpables cuando, en realidad, no han hecho nada malo. Otros no se sienten en absoluto culpables, aunque deberían.
Esta cuestión nos toca dondequiera que vivamos y, de manera especial, en el punto en el que nos encontramos ahora mismo, en medio de la pandemia del coronavirus. El COVID 19 es una enfermedad tan contagiosa, y es tan posible que podamos transmitirla durante dos semanas completas sin que nos demos cuenta de que lo padecemos, que existen bastantes probabilidades de que muchos de nosotros hayamos contagiado este virus.
¿Cómo deberíamos responder si hemos infectado a otra persona, sobre todo si esta enferma de manera crítica o incluso llega a morir? Es necesario que seamos cuidadosos y no nos agobiemos con una falsa culpa, pero también es preciso que nos aseguremos de reconocer y tratar nuestra culpa verdadera.
La falsa culpa
¿Cómo diagnosticamos, pues, la culpa? No por cómo nos sentimos; nuestros sentimientos no son guías seguras. Las Escrituras afirman que nuestra culpa no solo depende de nuestras acciones externas, sino también de nuestra comprensión y nuestros motivos (ver Nm 35:11; Dt 4:42; He 4:12). La Biblia también habla de pecar «inadvertidamente» (Nm 15:22-29; Dt 4:42), pecados cometidos por ignorancia, debilidad o error. Estos pasajes muestran que cualquiera que quebrante la ley de Dios sin hacerlo de forma intencionada (aunque cause la muerte de alguien) seguimos siendo culpables y necesitamos el perdón. No seremos tan culpables como quienes pretenden hacer daño de manera deliberada (Nm 15:30-31), pero aun así culpables. Por tanto, es preciso que pensemos en términos del espectro en lo que se refiere a evaluar la culpa.
Si quiere saber lo responsable que es, pregúntese a usted mismo: ¿Cuánto sabía? ¿Cuál era mi intención? Tomemos como ejemplo a Brenda. Se lava las manos con esmero, mientras canta «Cumpleaños Feliz» dos veces. Empuja la puerta del cuarto de baño con el hombro y vuelve a la tienda de comestibles para seguir haciendo sus compras. Agarra una caja de pasta y la mete en su carro. Se lleva su compra a casa y lava con cuidado cada artículo.
Sin embargo, ese mismo día, horas antes, otro cliente había tosido sin cubrirse la boca, y pequeñas gotas que contenían coronavirus cayeron sobre la caja de pasta. De alguna manera, parte de ellas escaparon al cuidadoso lavado de Brenda. Le dio la pasta a su anciana madre, que trasladó el virus del envoltorio a su rostro, y contrajo el COVID-19.
Brenda transmitió el virus, pero no era consciente de ello. No fue descuidada —en realidad tomó todas las precauciones que pudo— y, desde luego, su intención no era pasárselo a su madre. Puede ser que se sienta fatal (y esto es comprensible), pero no tiene por qué sentirse culpable, porque no lo es. No hizo nada malo.
Por supuesto, se sentirá desgraciada por haber contagiado el virus, y afligido por el sufrimiento de su madre, pero no es necesario que empeore su tristeza acusándose de haberlo hecho mal. Si alguien es culpable en este escenario, es la persona que no se tapó la boca.
Brenda necesita confiar en el Señor para poder hallar la paz perfecta en su dolorosa situación (Is 26:3). Ella no controlaba las circunstancias, pero puede aferrarse a que Dios es soberano sobre todo lo que sucede en su universo, hasta la dirección de las gotitas de tos que se quedaron sobre la pasta que compró. No hay accidentes en el plan de Dios. Ella tiene que agarrarse a la verdad de que Dios está usando esto para su bien (Ro 8:28), lo pueda ver ella o no.
La culpa verdadera
Pero, ¿acaso se ha comportado usted de forma imprudente? ¿Cuándo sabía? A menos que haya estado viviendo en una cueva en la Antártica durante los últimos meses, es imposible que no haya oído algo —sin duda, bastante— sobre el coronavirus: lo contagioso que es, la rapidez con la que se ha estado extendiendo por todo el mundo, cómo se transmite, cómo las personas pueden ser portadoras aun cuando estén asintomáticas.
¿Ha ignorado aquello que sabía? ¿No respetó las directrices emitidas por las autoridades? Si es así y, en consecuencia, ha infectado a alguien, entonces debería sentirse culpable, porque lo es.
Ahora bien, existen distintos grados de culpa. Por ejemplo, tenemos a Ana, quien intentó seguir todas las instrucciones, pero en algunos momentos estaba demasiado apurada para lavarse las manos o no guardó la distancia de seguridad al hablar con alguien. De vez en cuando, quebrantó las normas, porque en realidad quería salir de casa y visitar a una amiga.
Piense en Lucas y en su multitud de amigos que volaron hasta una playa de Florida para las vacaciones de primavera, y pasó el tiempo celebrando fiestas. Estaban informados sobre el coronavirus, pero como eran jóvenes y disfrutaban de buena salud, no les preocupaba infectarse. No pensaban en las posibles consecuencias, estaban centrados en divertirse.
Y está también Cody Pfister, quien fue a Walmart en Warrenton, Missouri, y se hizo un video pasando la lengua por toda una estantería de productos de la sección de higiene personal, y diciendo «¿A quién le asusta el coronavirus?». O los «covidiotas», por usar el término recién acuñado, que se pasean lamiendo la barra de los carros de compra y los asientos del baño. Y Samuel Konneh y otros como él, quienes escupieron deliberadamente sangre en la cara de cuatro policías en Manchester, Inglaterra, para intentar infectarlos de COVID-19.
Estos últimos ejemplos son un quebrantamiento más grave del sexto mandamiento, que nos exige preservar nuestra propia vida y la de los demás (Ex 20:13). Los esfuerzos intencionados de dañar a otros incurre en mayor culpa que el mero descuido o la falta de consideración.
¿En qué lugar del espectro se encuentra usted? ¿Ha ignorado —o ha incumplido a sabiendas— las directrices sobre el distanciamiento social, el autoaislamiento, el confinamiento en casa y el lavado de manos? Usted es culpable en la medida que haya quebrantado las instrucciones sanitarias.
La verdadera cura para toda culpa
Pero, afortunadamente, ¡todo no está dicho!
El mundo entero espera con ansiedad una cura para el coronavirus. Investigadores de todo el mundo están trabajando a contrarreloj para crear una vacuna. Pero la culpa es infinitamente más letal que el COVID-19.
El rey David conocía los efectos físicos, emocionales y mentales de la culpa: «Mi cuerpo se consumió… mi vitalidad se consumía» (Sal 32:3-4). Los síntomas de la culpa sobre nuestra mente y nuestro cuerpo pueden ser tan debilitantes como cualquier enfermedad. Sin embargo, nuestra culpa nos condena con mucha más severidad al castigo eterno en el día del juicio. Toda acción desconsiderada o maliciosa por nuestra parte, cada falta de amor perfecto hacia Dios y el prójimo, cada pensamiento o palabra descuidados exigen la justicia de un Dios santo.
La buena noticia es que el evangelio proporciona la cura para la culpa. Nuestro mundo tiene todo tipo de remedios de charlatanes para la culpa: las personas intentan compensarla, negarla, desviarla, suprimirla y redefinirla. Pero nada funciona, porque solo existe una forma de ocuparse de ella: es preciso expiarla.
El precio de la rebeldía contra Dios debe pagarse, y el precio es la sangre. «La paga del pecado es muerte» (Ro 6:23). Es un precio que jamás podemos abonar. Pero Jesucristo sí puede. ¿Qué necesitamos hacer, pues?
Para empezar, es necesario que reconozcamos nuestra culpa, afrontar lo que hemos hecho sin excusa alguna. Es preciso arrepentirnos de ello, y tenemos que pedirle a Jesucristo que asuma la responsabilidad por ella. En la cruz, Él llevó nuestra culpa y también el castigo que merece. Dios derramó su ira sobre su Hijo, quien tomó nuestro lugar.
Juzgó a Jesús como si hubiera sido Él quien ignorara las advertencias sobre el COVID-19 y hubiera asistido a esa fiesta, o hubiera lamido ese carro, o incluso hubiera escupido sangre en el rostro de aquellos oficiales de policía.
Asombrosamente, si venimos a Cristo por fe, toda nuestra culpa se transfiere a él, es expiada y perdonada.
El evangelio produce, por tanto, lo que John Piper denomina «la culpa valiente». El diablo afirma: «¿Cómo puede usted vivir consigo mismo después de lo que hizo?». Pero el cristiano puede responder: «Lo que hice estuvo mal. De hecho, fue mucho peor de lo que pueda comprender por completo. Pero Jesucristo ha tomado mi culpa y la ha clavado a la cruz. Soy perdonado. Ya no soy culpable delante de Dios».
Aun así, nuestro pecado puede tener consecuencias, secuelas dolorosas que pueden muy bien seguirnos a nosotros y a otros por el resto de nuestra vida, humillándonos y llevándonos de regreso al evangelio cada día. Una tradición de la iglesia primitiva menciona que Pedro lloraba cada mañana cuando oía cantar al gallo. Pablo entendía mejor que nadie la libertad del evangelio, pero jamás perdió su sentido de vergüenza por haber perseguido a la iglesia (1 Co 15:9). David fue perdonado por sus pecados contra Betsabé y Urías, pero se le advirtió que la espada nunca se apartaría de su casa (2 S 12:10).
Sin embargo, si ha confiado en Cristo, su culpa no tiene poder sobre usted. Es libre, para servir a Dios y a su prójimo en la libertad que solo Cristo puede proporcionar.
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Usado con permiso. ⓒ Traducido de la revista Herald of Grace. Originalmente publicado en Gospel Coalition. Al recomendar este artículo, esto no significa que estamos promoviendo la institución que originalmente lo publicó. El autor mismo no es miembro de esta institución.