Prólogo a Juan
B.B. Warfield
En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios (Jn. 1:1)
El Evangelio de Juan no difiere de los otros Evangelios como Evangelio del Cristo divino, en contraposición con los Evangelios del Cristo humano. Todos los Evangelios son Evangelios del Cristo divino. Sin embargo, el Evangelio de Juan es distinto, porque habla del Cristo divino como punto de partida. Los demás comienzan en el plano de la vida humana. Juan empieza con las interrelaciones de las personas divinas en la eternidad.
Es curioso observar cómo los breves prólogos de los diversos evangelios reflejan el tono y la vinculación principal al Evangelio al que cada uno de ellos va fijado. Lucas, el historiador erudito, inicia su evangelio con una serie de oraciones muy cuidadas, diseñadas para inspirar confianza en la exactitud de su información y en la precisión de la narrativa en la que relata la vida y la historia del fundador del cristianismo. Marcos, el hombre de acción, presenta su relato en una sola frase enérgica a modo de crónica sobre el origen del gran movimiento religioso, en el que tomó parte, como una intervención de Dios en Palestina. Mateo inaugura el suyo echando la vista atrás, al pasado de Israel, y trazando la continuidad de la historia que está contando con todo el curso del desarrollo de Israel dirigido por Dios. Todos ellos comienzan con Jesús hombre, a quienes presentan como el Mesías en quien Dios ha visitado a su pueblo; o, más bien, el momento cuando Dios mismo vino a su pueblo, según su promesa. El movimiento en ellos va de abajo arriba; desde el hombre nombrado por Dios para ser Rey de todos los siglos. En Juan, por el contrario, el movimiento va en sentido contrario, de arriba abajo. Arranca desde el Verbo divino y desciende desde Él hasta el Jesús humano, en quien se había encarnado. Este Jesús, afirman los demás, es Dios. Juan señala que este Dios vino a ser Jesús.
El propósito fundamental del prólogo que Juan ha anexado a su evangelio es, en una palabra, explicar a Jesucristo. Al abordar la empresa de extender ante sus lectores la vida-historia de este hombre maravilloso, siente que esa maravilla requiere una declaración preliminar sobre su naturaleza real, de manera que el drama que va a desarrollar no aflija ni desconcierte al lector. En efecto, afirma que Jesús hombre —lo que era, lo que enseñó y lo que hizo— debe entenderse únicamente teniendo en mente que, desde el principio, era Dios manifestado en carne. Quienes le miraron, le escucharon, lo acompañaron y observaron Su entrada y Su salida en medio de los hombres, vieron en Él una gloria como del unigénito del Padre; y Juan lo describe, con sumo gusto, tal como ellos lo vieron, para que sus lectores también pudieran creer. Por tanto, debe empezar diciendo con claridad quién y qué era ese hombre maravilloso. Solo desde este punto de inicio se desarrollará suavemente la historia que tiene que contar, sin acarrear numerosas pausas para la explicación y la justificación. Únicamente así se podrá leer sin dudas y sin vacilación.
Repetimos: precisamente, la identidad real con la que Juan presenta a Jesús en este prólogo a su evangelio, es Dios manifestado en la carne. Su interés no radica tanto en lo que Jesús fue una vez, sino en lo que fue continuamente. Su propósito consiste en preparar a sus lectores para las manifestaciones de la deidad con las que se encontrarán en la historia de la vida y la enseñanza de Jesús; hacer que estas cosas parezcan naturales en este hombre y, así, capacitarlos para leer sobre ellas de forma sencilla y sin la impresión de la sorpresa. Por consiguiente, desea decirles de manera patente y desde el principio, que este Ser de cuya vida en la tierra van a leer, no es un mero hombre, sino exactamente Dios manifestado en la carne.
El lenguaje en el que Juan expresa todo esto es suyo. Se inspira en el simbolismo del Antiguo Testamento, y nos indica que lo que los hombres vieron en Jesús era la verdadera Shekinah, la gloria de Dios morando en la carne…como en su verdadero tabernáculo, y visible para todo ojo. En un lenguaje, en cierto modo menos figurado, declara que los hombres vieron en Jesucristo todo lo que Dios es. De hecho, nadie ha mirado fijamente a Dios; pero en Jesucristo, Dios ha sido revelado por completo ante los ojos humanos. Juan afirma que es Cristo quien “lo declaró”, literalmente, ha realizado una “exégesis” de Él a la vista de los hombres. En consecuencia, no solo le llama Dios, porque esto solo expresaría lo que Él es en sí mismo, y Juan también desea sacar a relucir lo que Él es para nosotros; de modo que se refiere a Él como “el Verbo” y “la Luz”; no solo Dios en sí mismo, sino en sus manifestaciones: el Dios revelado.
Esto no significa que, aun manteniendo una relación elevada y única con Dios, Jesucristo sea menos que Dios. Quiere decir que Él es todo lo que Dios es, aunque es la manifestación de Dios. Se declara con toda claridad que Él es Dios. Se asevera que ha subsistido desde la eternidad. Se le anuncia como el verdadero creador de todo. Se le representa como la fuente de toda la luz y la vida que están en el mundo, y de todas las influencias restauradoras que tienen efecto sobre este mundo pecaminoso. Finalmente, se le proclama como el unigénito de Dios, que mora en el seno del Padre, a la vez que hace palpable su gloria en la tierra.
Así es el Ser que, según Juan, debemos reconocer que es este Jesucristo. Solo aceptándolo como Dios en la carne —nos indica— podemos comprender la vida que vivió y la obra que llevó a cabo.
Esta es la relevancia del prólogo al Evangelio de Juan.
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Tomado de un artículo titulado “La primera palabra de Juan” en the Shorter Writings of B. B. Warfield.)