J.C. Ryle
Entonces Jesús habló a la muchedumbre y a sus discípulos, diciendo: Los escribas y los fariseos se han sentado en la cátedra de Moisés. De modo que haced y observad todo lo que os digan; pero no hagáis conforme a sus obras, porque ellos dicen y no hacen. Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre las espaldas de los hombres, pero ellos ni con un dedo quieren moverlas. Sino que hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres; pues ensanchan sus filacterias y alargan los flecos de sus mantos; aman el lugar de honor en los banquetes y los primeros asientos en las sinagogas, y los saludos respetuosos en las plazas y ser llamados por los hombres Rabí (Mateo 23:1-7).
“Los escribas y los fariseos se sentaban en la cátedra de Moisés”: para bien o para mal, ocupaban el puesto de maestros públicos principales en materia de religión entre los judíos; por muy indigna que fuera su posesión de la posición de autoridad, su oficio los hacía merecedores de respeto. Pero si bien su oficio había de respetarse, sus malas vidas no debían ser imitadas, y aunque había de observarse su enseñanza, siempre que fuese conforme a la Escritura, no debía obedecerse cuando contradijera a la Palabra de Dios. Utilizando las palabras de un gran teólogo: “Se les debía escuchar cuando enseñaban lo que Moisés enseñó”. Pero nada más. Que esto era lo que nuestro Señor quería decir se desprende claramente del tenor mismo del capítulo que estamos leyendo; en él se denuncia la doctrina falsa, además de la práctica falsa.
El deber que aquí se nos expone es de gran importancia. Existe una tendencia en la mente humana a adoptar constantemente posiciones extremas; si no consideramos el oficio del ministro con veneración idolátrica, posiblemente lo trataremos con un desprecio indecente. Es necesario que nos guardemos de ambos extremos. Por mucho que desaprobemos la práctica de un ministro, o disintamos de su enseñanza, no debemos olvidarnos nunca de respetar su oficio; tenemos que mostrar nuestra disposición a honrar la comisión, al margen de los que opinemos de quien ostenta el oficio. El ejemplo del apóstol Pablo en cierta ocasión es digno de mención: “No sabía, hermanos, que era el sumo sacerdote; pues escrito está: No maldecirás a un príncipe de tu pueblo” (Hechos 23:5).
Mateo: Meditaciones sobre los Evangelios por J.C. Ryle
Cortesía de Editorial Peregrino