El Verbo se hizo carne
“Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros” (Jn. 1:14)
Se ha observado, y con razón, que la encarnación del Señor Jesucristo es el acontecimiento más extraordinario de la historia humana, que solo se verá superado por el día final de la historia cuando Él «aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvación» (He. 9:28b).
Si Dios no se hubiera manifestado en la carne (1 Ti. 3:16), solo habría habido condenación y perdición eterna par todos los hijos e hijas de Adán, porque a un Dios santo le habría resultado imposible reconciliarse con pecadores caídos. ¡Qué revelación tan extraordinaria del corazón de Dios, saber que dentro de Él ha tenido eternamente el propósito de entregar a su Hijo unigénito para que fuera el sacrificio por el pecado (cf. Jn. 3:16)! De este modo, basándose en ese sacrificio perfecto, los pecadores pueden ser reconciliados con su Creador.
En nuestro texto, Juan describe este extraordinario suceso en términos sencillos, aunque de gran profundidad. Empieza su Evangelio presentando al Señor Jesucristo como el Verbo eterno y vivo de Padre, y nos dice aquí que ese Verbo eterno —la revelación eterna del Padre— se hizo carne. Deberíamos notar aquí que Juan no dice que el Verbo asumiera nuestra carne, sino más bien que el Verbo fue hecho carne. En otras palabras, el momento de la encarnación ocurrió en el vientre de María: algo sucedió en la existencia eterna del Verbo vivo de Dios que nunca había sido verdad hasta ese momento y que nunca quedará invalidado.
Desde ese momento en adelante, Él fue y siempre será Dios manifestado en la carne, y, a lo largo de una eternidad que nunca tendrá fin, Su nombre será Emanuel, Dios con nosotros. Sin embargo, el Señor Jesucristo no solo era Dios y hombre en la unidad de Su divina Persona cuando estaba en el estado de Su humillación, sino que también en el estado de Su exaltación será para siempre Dios manifestado en la carne. La unión de la naturaleza divina y la humana en la persona del Señor Jesucristo es, pues, una unión eterna e inquebrantable.
Por tanto, las palabras «Y el Verbo fue hecho carne», rebosan con la rica verdad del evangelio, porque la encarnación del Señor Jesucristo desvela, de la forma más gloriosa, la buena voluntad de Su Padre para con los hijos e hijas de Adán. Al reunir la naturaleza humana con la naturaleza divina de Su Hijo, Dios revela el propósito para el que lo envió al mundo, es decir, para restaurar la relación de pacto quebrantada entre Él y los hijos de los hombres. En Su Hijo Dios ha encontrado una forma de vincularse al hombre, y unir a este consigo; en Su naturaleza divina, Cristo representa a toda la Trinidad y, en Su perfecta humanidad, representa a una humanidad elegida.
Por consiguiente, en Cristo, un Dios trino se ha unido para siempre con Su pueblo, y en Cristo, el pueblo de Dios está para siempre unido a Dios. Y, dado que el vínculo entre el Verbo viviente y Su carne es inquebrantable y durará para siempre, y así será con el vínculo que une a Dios con Su pueblo.
¡Qué rico es el consuelo que se expresa en esa bendita realidad! ¡Y es que, en Cristo, Dios ha establecido una relación de pacto con Su pueblo que durará para siempre! Así como es imposible separar las dos naturalezas de Cristo, también es imposible separar jamás a Dios de Su pueblo. Por ello, Pablo pudo decir con valentía y confianza que nada «podrá separar[nos] del amor de Dios que en Cristo Jesús Señor nuestro» (Ro. 8:38-39).
A pesar de todo, establecer el fundamento para esta unión eterna de pacto, el Verbo vivo en Su carne tuvo que soportar la ira de Dios como sustituto de los hijos e hijas caídos de Adán, porque el Padre «al que no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él» (2 Co. 5:21). Por tanto, la sombra de la cruz se proyectaba sobre la cuna de Belén, y llegó el día en que el Verbo encarnado fue clavado a esa cruz y estuvo sujeto a la maldición de su Palabra escrito (cf. Gá. 3:13).
Sin embargo, por ese sacrificio perfecto, el quebrantamiento del pacto quedó restaurado, y esta restauración selló la gloriosa resurrección de Emanuel que será para siempre Dios manifestado en la carne. El día de Su resurrección, Cristo pudo decirles a sus discípulos: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn. 20:17b).
De qué forma tan extraordinaria expresó Pablo esto y lo resumió, diciendo: «pero cuando vino la plenitud del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, a fin de que redimiera a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos la adopción de hijos» (Gá. 4:4-5). Tal es el rico beneficio de que el Verbo haya sido hecho carne, porque el eterno Hijo de Dios se convirtió en el Hijo del Hombre para que los hijos e hijas caídos se convirtieran en los hijos e hijas de Dios. Por tanto, «¡Gracias a Dios por su don inefable!» (2 Co. 9:15), porque ¡«el Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros»!
El Rvdo. Bartel Elshout es un ministro emérito en Heritage Reformed Congregations.
Publicado en Reflexiones con permiso. Traducción de IBRNJ. Todos los derechos reservados. © 2014 IBRNJ.