Justo parece el primero que defiende su causa
Justo parece el primero que defiende su causa hasta que otro viene y lo examina (Proverbios 18:17).
Cuando Dios descendió para castigar a los habitantes de Sodoma y Gomorra por su maldad, dijo: “Veré si han hecho en todo conforme a su clamor, el cual ha llegado hasta mí; y si no, lo sabré” (Gn. 18:21). Dios no desconoce nada de lo que hacen los hombres, pero habla en nuestro lenguaje y, con esta forma de expresión, no solo pretende poner de manifiesto su propia justicia, sino también enseñar justicia a los jueces terrenales.
Por juzgar una causa sin investigarla a fondo, David hirió al hijo de su generoso amigo Jonatán; y Asuero, con una conducta similar, expuso al pueblo de su reina a la destrucción, firmó un decreto que ordenaba la muerte de su consorte y se vio obligado a comprobar que las leyes de Persia no podían hacer infalibles a sus reyes.
El orador elocuente es capaz de dejar mucho mejor impresión de su propia causa y hacer que la de su adversario parezca mucho peor de lo que es en realidad; y, por tanto, el juez justo no decidirá ni se formará siquiera una opinión en su propia mente hasta que ambas partes hayan expuesto sus argumentos.
El emperador Claudio, que no tenía más malicia que la que los demás ponían en su interior, deshonró su nombre para siempre por juzgar las causas oyendo solamente a una de las dos partes, y a veces a ninguna de ellas.
El imperio romano, a pesar de su paganismo, jamás habría autorizado a un tribunal tan descaradamente concebido por el padre de la maldad como el de la Inquisición; de hecho, Roma estableció la norma de que no se podía considerar culpable a ningún hombre hasta que tuviera la oportunidad de ver al que le acusaba cara a cara y pudiera responder por sí mismo con libertad.
En la vida privada conviene saber lo que el hombre puede decir en favor suyo y de su comportamiento antes de castigarle en su reputación. Si tenemos que juzgar a nuestro prójimo, sin duda deberíamos actuar como jueces imparciales y no creer cosas malas de los hombres por los comentarios de los chismosos o de los que están claramente bajo el dominio de los prejuicios contra las personas a quienes acusan.
En las discusiones religiosas, a la hora de evaluar el caracter de una secta, o de hacer una interpretación ecuánime de sus doctrinas, es una gran injusticia depender de un individuo cegado por la parcialidad, totalmente incapaz, por muy sincero que sea, de hacerles justicia. El espíritu de parcialidad (cf.1 Ti. 5:21) tiene tanta influencia como las dádivas para cegar los ojos del sabio y pervertir las palabras de los justos.
Sin embargo, podemos tener la gran satisfacción de juzgar por nosotros mismos en las contiendas religiosas más importantes, siempre que tengamos ocasión de hacerlo, sin oír a ninguna de las partes. Basándose en la Biblia, el hombre puede saber con facilidad si Cristo es el Dios supremo, sin ayuda de Clark ni de Waterland. Los habitantes de Berea fueron capaces de juzgar con solicitud si la doctrina de Pablo era verdadera o no, escudriñando las Escrituras sin tomarse la molestia de oír lo que los maestros judíos pudieran decir contra ella (cf. Hch. 17:11).
Los pleitos entre particulares deben decidirse, pues, con un juicio imparcial fundamentado en pruebas verdaderas.