La depresión
Antes de los grandes logros es muy corriente que experimentemos esa misma depresión en cierta medida. Al contemplar las dificultades que tenemos por delante, nuestros corazones decaen: los hijos de Anac caminan majestuosamente ante nosotros y, en su presencia, somos como langostas en nuestra propia estimación. Las ciudades de Canaán se elevan amuralladas hasta el cielo y ¿quiénes somos nosotros para esperar tomarlas? Estamos listos para tirar las armas y salir huyendo. Nínive es una gran ciudad, y huiríamos a Tarsis antes que enfrentarnos con sus ruidosas multitudes. Buscamos inmediatamente un barco que pueda llevarnos sosegadamente lejos de ese terrible escenario y solo el miedo de una tempestad frena nuestros desleales pasos. Esa fue mi experiencia cuando empecé mi pastorado en Londres.
Mis éxitos me asombraron, y la perspectiva de la carrera que parecía inaugurarse, en vez de alborozarme, me arrojó al pozo más profundo, al salir del cual proferí mi miserere y no hubo lugar para el gloria in excelsis. ¿Quién era yo para seguir guiando a una multitud tan grande? Me volvería a la oscuridad de mi aldea o emigraría a América, y buscaría un nido solitario en el bosque donde pudiera ser suficiente para las cosas que se me demandaran. Fue justo entonces cuando el telón sobre el trabajo de mi vida se estaba levantando, y temía lo que el mismo pudiera revelar. Espero no haber sido un incrédulo; pero estaba atemorizado y lleno de un sentimiento de ineptitud.
Temía el trabajo que una graciosa providencia había preparado para mí; me sentía como un mero niño y temblaba al oír la voz que decía: «Levántate y trilla los montes y redúcelos a tamo». Esta depresión viene sobre mí siempre que el Señor está preparando una bendición mayor para mi ministerio: hay nube negra antes de que dicha bendición irrumpa, la cual cubre el cielo para derramar su diluvio de misericordia.
La depresión se ha convertido para mí en un profeta cubierto de ropas toscas, un Juan el Bautista, anunciando la pronta venida de la abundante bendición de mi Señor. Así lo han experimentado hombres mucho mejores que yo: el azote de la vasija la ha hecho más apta para el uso del Maestro, y la inmersión en el sufrimiento ha precedido al bautismo del Espíritu Santo.
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