Espera en el Señor, y Él te salvará
George Lawson
No digas: Yo pagaré mal por mal; espera en el Señor, y Él te salvará (Proverbios 20:22).
Si se nos permitiera vengarnos por nuestra propia mano, la Tierra enseguida se llenaría de confusión y se sangre; porque cuando la ira de los hombres se enciende por el escozor de una herida fresca, enturbia el juicio e incita a los que están dominados por ella a cometer las irregularidades más peligrosas. Si la consentimos, nos arrastra a devolver de forma muy desproporcionada las ofensas que se nos han hecho; hasta podríamos descargar nuestra venganza contra los inocentes, como habría hecho David si Abigail no hubiera apaciguado su furia; podríamos ser culpables de los crímenes más sangrientos y hacernos desgraciados durante el resto de nuestros días. Por tanto, con toda sabiduría y gracia se nos prohíbe vengarnos por nosotros mismos, y hasta decir que vamos a hacerlo. Es malo tener pensamientos de venganza, pero si decimos, o juramos, que vamos a cobrarnos personalmente una satisfacción de parte del que nos ha ofendido, caemos en una peligrosa trampa del diablo, que tratará de persuadirnos por todos los medios de que nuestro honor está doblemente comprometido, por la provocación que se nos ha hecho y por la palabra que hemos dado de tomar venganza.
Decir que vamos a pagar mal por mal es lo mismo que decir que vamos a sentarnos en el trono de Dios y a arrancarle sus rayos de la mano para arrojarlos contra todos los que consideramos enemigos nuestros; porque “MÍA ES LA VENGANZA, YO PAGARÉ, dice el Señor” (Ro. 12:19).
Pero nuestros corazones corrompidos son diestros en levantar objeciones contra nuestro deber, y los autores inspirados son igual de hábiles para contestarlas. “Si consiento que queden impunes los agravios que se hagan contra mi honra y mis bienes—dirá alguno—, me expongo a todo tipo de palabras maliciosas, y cabe esperar injurias aún más graves que las que ya he recibido”. Pero Salomón nos dice: “No debes temer esto, espera en el Señor y Él te salvará”. ¿Se han frustrado tus intereses? Espera en el Señor, que da y quita según le place, y Él compensará todas tus pérdidas, si lo considera conveniente para ti. Amasías, uno de los reyes de Judá, no fue el mejor de los hombres, pero un profeta del Señor le convenció de que dejara un ejército que le había costado cien talentos, porque el Señor podía darle mucho más que eso con facilidad (cf. 2 Cr. 25:9). ¿Se te ha agraviado en tu honor? Confía en el Señor y Él “hará resplandecer tu justicia como la luz […]” (Sal. 37:6), como hizo en los casos de Job, David y Mefiboset. Cualquiera que sea la herida o el temor que sientas, encomiéndate a Dios, llénate de serenidad y de perdón, y Él disipará tus temores o te resarcirá ricamente de la malicia de tus enemigos; solo que tienes que permitirle que se tome su tiempo para hacerlo, porque el que obra de este modo, no es perturbado (cf. Is. 28:16), sino que espera el momento de Dios, como nos conviene hacer cuando confiamos solamente en Dios.
No debemos esperar en el Señor para la destrucción de nuestros enemigos. David contaba con la bendición de la inspiración divida y esta le guiaba a orar contra algunos de sus enemigos más maliciosos, pero no podemos tomar esto como modelo a imitar. Tenemos el noble ejemplo de nuestro Señor Jesucristo, que no devolvía mal por mal, sino que oraba por los que le perseguían (cf. Mt. 5:44), dejándonos ejemplo para que sigamos sus pisadas (cf. 1 P. 2:21). Espera en el Señor y, cualquiera que sea la forma en que Dios trate con sus enemigos, Él te salvará, y eso es lo único razonable que podemos desear.
¿Vas a seguir insistiendo en que es mejor asegurarte contra futuras injurias vengándote por las antiguas? Está claro que la pregunta es: ¿dónde crees que están mejor tu seguridad y tu protección: en las manos de Dios o en las tuyas? Consintiendo tu espíritu de venganza te haces más daño a ti mismo del que pueda hacerte tu mayor enemigo, porque su malicia se deleita cuando ve que su ofensa ha dejado huella en tu espíritu, ya que sin la cual el daño que te habría causado sería mínimo o nulo; pero al encomendar tu causa a Dios, haces que su mala intención sea enormemente beneficiosa para ti, porque se convierte en una ocasión para ejercer las virtudes más nobles que van seguidas de los frutos más dulces y de la maravillosa bendición del Señor.