John L. Dagg, un bautista notable
Estudio basado casi exclusivamente en la autobiografía que Dagg preparó para sus hijos y nietos.
En el año 1879, la Convención Bautista del Sur de los EE.UU. adoptó una resolución: “que se haga un catecismo que contenga la sustancia de la religión cristiana para la instrucción de los hijos y los criados, y que se le solicite al hermano John L. Dagg su elaboración”.
Quizá a unos bautistas modernos y a otros evangélicos les pueda parecer raro que los bautistas propusieran la preparación y el uso de un catecismo para instruir a los hijos y a los criados. Pero, en realidad, muchos bautistas, durante muchos años y en muchos lugares habían usado catecismos para la instrucción. Benjamin Keach, de Inglaterra, confeccionó uno que llegó a ser muy popular. En los EE.UU existía uno entre los bautistas del sur que publicó la asociación de Charleston, SC, en 1813, y que utilizaron muchas iglesias en todos los EE.UU. Había el debido interés en la educación religiosa. Nuestros antepasados espirituales veían la necesidad y el provecho del uso de catecismos. Por tanto, la Convención no estaba proponiendo algo nuevo y novedoso entre los bautistas, sino que pedía la preparación de otro catecismo, y quería que John L. Dagg hiciera el trabajo. Es evidente que era un hombre al que tenían en alta estima.
Ahora bien, ¿quién era John L. Dagg? ¿Qué clase de hombre era aquel que gozaba de la confianza de tantas iglesias y recibió tal honor? ¿Por qué lo nombraron? ¿Cuáles eran sus cualificaciones? La sorpresa aumenta cuando descubrimos que, en aquella época, el Sr. Dagg ya tenía ochenta y cinco años y era ciego. Merece la pena aprender más sobre este siervo del Señor tan destacado entre los bautistas del sur de los EE.UU.
John Leadley Dagg nació en el año 1794, en el estado de Virginia. Su padre fabricaba sillas para caballos, y su taller también se utilizó para la venta de libros y la distribución de cartas de los correos de aquellos días. Su madre era hija de un agricultor y albañil. Sus padres se habían criado en cierto ambiente religioso y ambos eran presbiterianos de nombre, pero no se habían convertidos al Señor de verdad. Cuando su hijo, John (Juan, como le vamos a llamar) tenía como ocho u diez años, hubo un tiempo de avivamiento y se convirtieron. Al convertirse, se hicieron bautistas.
Los padres trataron de dar a Juan una educación. Las matemáticas le encantaban y siempre fue excelente en esa materia. Sin embargo, sus estudios se vieron interrumpidos por la muerte de su madre cuando tenía casi doce años. Su padre tenía otros hijos menores que cuidar y puso a Juan a ayudar en su taller para poderles dar una oportunidad a los menores. Sin embargo, algunos parientes y amigos reconocieron las habilidades de Juan y querían que siguiera adelante con una educación clásica. Hicieron los arreglos oportunos para que estudiara latín, pero debido a su atracción por las matemáticas, no prestaba la atención necesaria para ser un buen estudiante del latín. Como no avanzaba como esperaban su tutor y quien sufragaba las clases, tuvo que dejar la escuela y volver a trabajar en el taller de su padre.
Parece ser que Juan no tenía mucha habilidad en hacer sillas para caballos. O quizá no tenía más interés en hacer sillas y otras cosas de cuero del que había tenido con el “hic, hac, hoc” del latín, como dice en su autobiografía. Poco antes de cumplir los catorce, con el permiso de su padre, comenzó a trabajar en una tienda, ayudando con las ventas y llevando las cuentas de la tienda. Vivió donde trabajaba y la naturaleza de su tarea le dejaba algún tiempo libre. Consiguió un libro de algebra según sus gustos y dominó esta materia; pero, algo mucho más importante comenzó a ocupar sus pensamientos.
Juan había pensado antes sobre Dios y en su relación con Él, especialmente en el tiempo en que sus padres fueron bautizados como creyentes. Luego, por razones que solo Dios conoce, su inquietud aumentaba. Vio que el pecado tiende a quitar a Dios del trono y, por ello hay tanta culpa en el pecado. En casa de su padre había leído el libro de Baxter, A Call to the Unconverted (Un llamamiento a los no convertidos) y el libro de Bunyan, The Heavenly Footman1 (El corredor celestial), pero no había obtenido alivio. Ahora, viviendo fuera del hogar, en una casa ajena, se sentía aún más infeliz e inquieto en su alma, porque tenía conocimiento de su condición pecadora y de su gran necesidad.
Juan trabajó un año en la tienda. Después, con la educación que ya había adquirido, le pidieron que se encargara de una pequeña escuela. Así que, una vez consultado con su padre y con la bendición de este, empezó a enseñar cuando aún le faltaban dos meses para cumplir los quince años.
Tuvo que hospedarse en una casa cerca de su lugar de trabajo. Los dueños del hogar donde se hospedaba eran cristianos fieles. Allí encontró dos libros interesantes y provechosos, uno de ellos era de Thomas Boston, Human Nature In Its Fourfold State (La naturaleza humana en su estado cuádruple: un libro que trata del hombre, cómo fue creado y cómo era antes de pecar; luego describe al hombre caído; después, al hombre como nueva criatura en Cristo; y, finalmente, el hombre glorificado). Leyó este libro con diligencia y oró a Dios pidiendo gracia y misericordia, y que lo hiciera un hombre nuevo delante de Él.
La víspera de cumplir los quince años estaba meditando sobre el versículo, Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados (Mateo 5:6). Por primera vez, sintió algo de esperanza. Al día siguiente, al encaminarse a la escuela oró al Señor pidiendo que, como ese día se cumplían quince años de su nacimiento biológico, le hiciera nacer de nuevo ese mismo día. Trabajó toda la jornada impartiendo instrucción y llegó a su casa, todavía inquieto y sin paz. Tomó el libro de Boston y vio una parte en la que el autor trata sobre las excusas que los hombres utilizan: “no hay tiempo”; “no tengo un lugar donde poder estar solo”. Boston explicaba que, mientras la noche siga al día y haya campos y casas fuera de la casa (como ranchos para almacenar las cosas) no hay excusa. Dagg salió fuera por la noche, encontró un cobertizo y oró al Señor que lo salvara. Dios le dio paz, la convicción de que sus pecados habían sido perdonados por el sacrificio de su Hijo. Volvió a la casa, lleno de gozo. J. L. Dagg recibió, pues, en el día de su decimoquinto cumpleaños (13 febrero de 1809) el regalo más precioso que un ser humano puede recibir, la vida en Cristo Jesús.
Bautismo y otros asuntos
Juan había llegado al conocimiento salvador de Jesucristo. Vio Su suficiencia y oyó Su palabra. Reconoció su deber de proclamar su fe en el Señor por medio del bautismo, pero cuando tuvo la oportunidad no la aprovechó. En aquellos días no se hacía llamado al final de los sermones (esos métodos sicológicos no habían comenzado todavía). De vez en cuando, la iglesia daba una oportunidad a las personas que se habían convertido para testificar de su esperanza de salvación, pedir el bautismo y ser recibidas por la iglesia.
Un día, los pastores invitaron a los nuevos creyentes a profesar su fe. Juan sabía que debía hacerlo, pero no lo hizo por unas razones no muy válidas, y cometió un error que le costó muy caro.
El error fue el siguiente. Otro joven había dado muestras de conversión. Era amigo de Juan y todo el mundo esperaba que él hiciera una profesión pública de su fe. Juan se dijo que si su amigo lo hacía, él procedería del mismo modo. Pero su amigo se quedó callado. Al final, después de varios testimonios, el pastor se levantó para despedir la congregación. En ese momento, el amigo de Juan pidió permiso para testificar. Fue algo inesperado y Juan no pudo recuperarse lo suficiente como para hacer lo mismo. Se fue de la reunión bien triste.
Durante largo tiempo se sintió sumamente infeliz. En sus propias palabras.: “Muchos días infelices de tiniebla espiritual y de conflicto fueron la consecuencia, antes de que yo confesara a Cristo delante de los hombres”. No había negado al Señor, pero tampoco lo había confesado y ese conocimiento afectó mucho a su vida y a su comunión con Dios. El versículo de Hebreos 10:26 lo atormentaba: Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados. Lo que le ayudó fue el versículo de Job 13:15: Aunque Él me mate, en Él esperaré… (LBA). Sabía que quería confiar en el Señor y pensó que no tendría ese deseo de no habérselo dado Él; también se dijo que Dios no le habría dado dicho si pensaba destruirlo a la larga. Así pudo alzar sus ojos a Dios como su Padre celestial, reconciliado con él por medio de Cristo Jesús. No supo cómo entender Hebreos 10:26, pero Dios le había mostrado un camino en torno a ese texto para darle paz. Así, a la larga, el Señor tuvo misericordia de su hijo errante y lo atrajo a una comunión gozosa con Él.
He contado esto, porque mucha gente cae en esta trampa. Saben por las Escrituras cuál es su deber (o deberían saberlo), pero, en vez de obedecer, empiezan a poner condiciones: si esto sucede lo haré; si el Señor hace esto, yo haré esto otro y cosas por el estilo. Esto es tentar a Dios. Es una invitación al desastre. Si una persona sabe cuál es su deber no debe orar: “Señor, si es tu voluntad que lo haga”, porque la Biblia dice que esa es su voluntad. Debe orar: “Hágase tu voluntad”. Debe obedecer. Nuestro deber consiste siempre en escudriñar las Escrituras, pedir iluminación, y, una vez entendido lo que el Señor dice, tenemos que obedecer. Tentamos a Dios si tratamos de evitar, por cualquier forma, el hacer su voluntad. Juan Dagg no es el único hombre que se ha equivocado en ese asunto.
Durante ese tiempo de lucha, y antes de bautizarse (algo que finalmente sucedió tres años después de perder su primera oportunidad), en 1810, Juan volvió a estudiar con la ayuda del hombre que lo hospedaba. Estudió latín en particular, a pesar de su mala experiencia anterior. Esa decisión de estudiar latín se debía, en parte, a una experiencia que tuvo cuando todavía trabajaba en el taller de su padre. En aquel entonces, Juan oyó cómo un amigo le hacía un comentario a su padre sobre su fracaso con el latín. El amigo estaba hablando sobre el fenómeno de que algunos niños pueden aprender bien algunas cosas y otros no. Dijo: “Por ejemplo, Juan es muy bueno en matemáticas, pero no puede aprender latín”. Ese comentario le provocó tanto que renovó sus estudios con vigor y, en su segundo esfuerzo, lo dominó. Vemos cómo preparó el Señor a este hombre, le dio amigos e incluso usó comentarios negativos para que fuera diligente en sus estudios.
Juan terminó su estudio de latín en enero de 1811 y comenzó a trabajar con un médico, hermano de la esposa de su padre. El médico era creyente y en esa nueva situación Juan floreció espiritualmente. Reconoció su obligación de profesar su fe en Cristo y decidió estudiar bien el asunto del bautismo antes de hacerlo. Escudriñando unas revistas presbiterianas analizó cuidadosamente sus argumentos en defensa del bautismo de los bebés, pero le parecieron defectuosos y falaces. Escribió una respuesta a aquellas razones, persuadido que era su deber bautizarse como creyente y por inmersión en agua, y se presentó en la primavera de 1812 como candidato para el bautismo y fue bautizado.
Durante la guerra de 1812 a 1814, lo llamaron a filas, al ejército, pero según la costumbre de aquellos tiempos, pudo enviar a un sustituto en su lugar. Unos amigos buscaron y pagaron a alguien que lo remplazara, porque creían que Juan tenía habilidades para ser ministro del evangelio. Mientras tanto, aceptó estudiar medicina con el “tío” con quien trabajaba. Pero Juan se tomó muy en serio los consejos de aquellos amigos, estudiando y utilizando las aptitudes que el Señor le había dado.
Aunque Juan se libró de la parte ardua de la guerra, gracias al sustituto, en 1814 tuvo que acompañar a la milicia a Baltimore, porque los ingleses estaban atacando el fuerte McHenry. Los que conocen algo de la historia de los EE.UU recordarán que dicho fuerte sobrevivió al ataque y Dagg fue uno de los hombres que vio por la mañana la bandera de los EE.UU ondeando al aire, hecho que inspiró el himno nacional de los EE.UU. Llevaban menos de un mes fuera de sus casas, pero, al regresar, Juan enfermó y llegó a su casa en muy mal estado. Tardó unas cuantas semanas en reponerse. Varias personas creían que iba a morir, pero en su mente tenía la convicción de que Dios tenía una obra para él y que iba a vivir para llevarla a cabo. La verdad es que su salud no era demasiado buena y esa experiencia de estar en tanto peligro lo persuadió de que Dios le había salvado la vida a través del sustituto (que sobrevivió sin problemas).
A finales de 1814 Dagg terminó la “pre-medicina” y debía tomar una decisión, hacer una carrera en la medicina o no. No quiso apresurarse, en parte porque se sentía atraído por el ministerio cristiano. Decidió aceptar un puesto en la enseñanza para, así, poder ahorrar un poco de dinero (y seguir estudiando más tarde si esa fuera su decisión) y tener tiempo para reflexionar sobre su futuro. Todos sus planes se vieron interrumpidos por la muerte repentina de la esposa de su padre y por la muerte de este poco después. Antes de morir, su progenitor le cedió la responsabilidad de cuidar de la familia. Juan tuvo que encargarse de un hermano y dos hermanas menores que él. Apenas había cumplido los veintiuno cuando esto sucedió.
Juan enseñaba en la familia de un hombre cristiano. Sus dos hermanas se quedaron con unas viudas caritativas y asistieron la escuela. Tenía tiempo para seguir estudiando latín y también griego. La familia donde Juan enseñaba era presbiteriana y él tuvo que defender sus principios bautistas, pero en un ambiente de amor y respeto. El patrono se dio cuenta de que Juan dominaba la lógica y sugirió que estudiara leyes para hacerse abogado, pero Juan respondió que, aunque no estaba seguro de si debía seguir el ministerio cristiano, no se sentía libre de seguir otro oficio.
En 1816 la iglesia con la que estaba asociado (Ebenezer Baptist Church) le pidió que ejercitara sus dones entre ellos. Dagg aceptó, pero, aun así, no estaba del todo seguro de que Dios le estuviera llamando al ministerio. Dos preguntas le causaron mucha inquietud: 1) si su corazón estaba bien en el asunto; 2) si tenía las calificaciones para ministrar públicamente. Llegó a la conclusión de que la iglesia podría contestar la segunda pregunta, pero que solo él podría tratar con la primera delante de Dios. Lo que le ayudó fue la consideración de que podría ser un abogado de éxito, honor y bienes, apoyado por su amigo, o un pastor bautista menospreciado y pobre. Escogió el reproche y la pobreza para poder servir al Señor Jesucristo y ganar almas.
Así que, en el año 1817, cuando tenía veintitrés años, fue ordenado en el ministerio y comenzó a servir en cuatro iglesias de distintos lugares.
Como un mes después de su ordenación se casó con Fanny H. Thornton y con su cooperación se propuso “vivir del evangelio” como dice en 1 Corintios 9:14. Un tío de ella proveyó una casa sin cobrarles nada de renta y mantuvieron sus gastos al mínimo. Como ha ocurrido con muchos ministros, especialmente con aquellos hombres abnegados que se identifican con el Señor, vivían con pocos bienes materiales, pero felices en el servicio del Señor, con la conciencia tranquila.
Estudiaba para los sermones y, a la vez, se tomaba tiempo para estudiar hebreo y usarlo en la preparación de los sermones. Siguió ministrando a las cuatro iglesias campesinas los domingos, y, durante la semana, a veces predicaba en otros sitios según tenía oportunidad: en tiempo y fuera de tiempo.
En el año 1819 estaba predicando en un sitio por la noche. Estaban reunidos en el segundo piso de un edificio cuando, de repente, la viga que sostenía el piso cedió. Juan nunca había estado en aquel lugar antes y no sabía nada de la casa ni de los terrenos de alrededor. Un hombre abrió una ventana cerca de él y le mandó que saliese. Creyendo que no habría problema, recogió su sombrero y saltó en la oscuridad de la noche. Cayó desde más de tres metros y se lastimó el tobillo. Como resultado, anduvo cojo todos los días de su vida.
Juan había pedido cien dólares por año y por iglesia (un total de cuatrocientos dólares al año) y algunas personas habían prometido ayudar con ese sueldo, pero después de dos años dijeron que no podían seguir con ese arreglo, de manera que Dagg y su esposa abrieron una escuela para niñas en enero de 1820 y él atendió la escuela y siguió predicando en las cuatro iglesias, aceptando cualquier ofrendita que quisieran darle.
Dagg tenía la peculiaridad (para aquellos tiempos) de oponerse intensamente al uso del alcohol. Su padre le había advertido firmemente en contra del mismo y respetó el consejo. Su odio aumentó cuando vio morir a uno de sus hermanos de “delírium trémens”. Solo tenía veintiséis años cuando murió. Fue en 1821.
En 1822, Dagg aceptó el puesto de director en una academia en Upperville, VA. y tuvo que dejar una de las cuatro iglesias debido a la distancia. Al parecer, aquella iglesia era su favorita. Había visto muchas bendiciones, incluido un tiempo en que veinte personas pidieron bautismo. Después de dejar aquella iglesia que tanto amaba, predicaba una vez al mes en Upperville.
La Sra. Dagg le dio cuatro hijos, pero después del nacimiento del cuarto en agosto de 1823, ella enfermó y murió. La suegra lo ayudó con la crianza de sus hijos. La muerte de la esposa fue una prueba dura, pero también tuvo otra bastante fuerte en su vida.
Juan tuvo que volver a enseñar para sostener a su familia, pero como quería mejorar como ministro, decidió continuar con el estudio del griego. Lo hizo durante el tiempo que tenía disponible, temprano por la mañana, a la luz del fuego del hogar o de una vela. La letra del libro que estudiaba era pequeña y leer con una luz tan pobre, causó un daño permanente a sus ojos. Prácticamente ciego y cojo Juan no sabía cómo iba a poder proveer para sus hijos.
Sin embargo, cuando sus ojos mejoraron un poco, hizo un viaje acompañado por otro pastor amigo. En aquel viaje ambos predicaron en varios sitios. Además, asistieron a una reunión de una asociación de iglesias bautistas en la que había unos hermanos de Richmond, capital de Virginia. Por los contactos hechos en aquel viaje, recibió una invitación para que predicara en la Primera Iglesia Bautista de Richmond donde buscaban un pastor. Sorprendentemente, también recibió una carta de la Quinta Iglesia Bautista de Filadelfia que tampoco tenía pastor y deseaba que se quedara un mes predicando allí. Ambas iglesias eran bastante grandes. Dagg pasó el final de diciembre de 1824 con la iglesia de Richmond y luego fue a Filadelfia para pasar el mes de enero allá. Antes de terminar el mes de enero, recibió una carta de Richmond, pidiendo que aceptara trabajar entre ellos como pastor. Pero, a finales de enero, la iglesia de Filadelfia también le pidió que fuera su pastor. Aceptó pastorear la Quinta Iglesia Bautista de Filadelfia en el estado de Pennsylvania, tras llegar a un acuerdo con ellos para comenzar allí su ministerio en mayo.
Volvió a Virginia para poner sus asuntos en orden y hacer los preparativos para la mudanza con su familia. Además, quería despedirse de las iglesias en Virginia entre las cuales había trabajado. Durante ese breve tiempo murió otro hermano suyo, pero tenían la esperanza de que hubiera muerto en el Señor. La despedida más triste fue su salida de la iglesia donde se había bautizado y en la que siempre había predicado desde su ordenación.
Dagg tenía una hermana menor, Sara, que lo acompañó a Filadelfia para ayudarle cuidar a sus hijos, y allí Dagg cumplía su vocación con gozo. Había conversiones, no en grandes números pero, como dice, en números suficientes para animarlo y darle motivos para estar agradecido. La iglesia tenía una gran deuda económica que disminuyó mucho, de manera que no era causa de preocupación. Contribuyeron a misiones y a otras causas y el Señor cuidaba a la iglesia de una manera evidente.
Como mencioné antes, Dagg se oponía firmemente al uso social del licor, pero en todas las reuniones de los pastores siempre había una licorera para que pudieran servirse. Parece ser que Dagg no dijo nada, pero cuando le tocó a su iglesia recibir a los pastores, Dagg buscó la mejor comida que pudo encontrar en el mercado, pero no ofreció ni una sola gota de alcohol. Después de esto se dio cuenta de que no hubo más licoreras en las mesas de los pastores en los días de sus reuniones.
A pesar de esto, Dagg disfrutaba de la comunión con varios de los pastores, porque amaban a Jesucristo y su causa. Hicieron mucho para fomentar las misiones en el estado de Pennsylvania, y vieron multiplicarse a las iglesias.
Uno de los miembros de la Quinta Iglesia Bautista fue Noah Davis, fundador de lo que luego se llegó a conocer como “American Baptist Publication Society”. Era un hombre dinámico. Se hizo muy amigo de Dagg. En la primavera de 1830, Dagg enfermó gravemente. Varios opinaban que su fin había llegado, incluido él mismo. Testificó que estaba listo para morir y solo le preocupaba el bienestar de su familia, por lo que deseaba seguir un poco más de tiempo en la tierra. El instrumento humano en la restauración de Dagg fue ese hermano Davis, que llegó a la conclusión de que la enfermedad de Dagg se debía al mucho estudio y poco ejercicio. Pensó que debía relajarse un poco y salir. Habló con los miembros de la iglesia, casi acusándolos de dejar morir a su pastor por su negligencia. Como Dagg no podía caminar mucho (siempre usaba una muleta), Davis logró que le consiguieran un caballo y un carrito para que pudiera salir. Le hizo mucho bien, aunque todavía no tenía el poder de concentración mental para volver al púlpito enseguida. Pasó gran parte del verano en el campo con la familia del pastor David Jones, un buen amigo que vivía como a unos doce kilómetros de distancia de Filadelfia. A veces, ese pastor y Dagg iban a la ciudad a pasar el día, y, en uno de esos viajes, en julio, se enteraron que el hermano Davis había muerto de forma repentina e inesperada. Fue un duro golpe; Dagg y su amigo, el pastor Jones, volvieron a la casa de Jones por el bien de la salud de Dagg.
En otoño, Dagg se sintió capaz de volver a sus labores pastorales y se puso a trabajar en el ministerio. Entre los miembros que tuvo que cuidar estaba la viuda de Davis. Él y la Sra. Dagg conocían a esta mujer cuando todavía estaba soltera. Su testimonio era tan bueno que la Sra. Dagg le había dicho en una ocasión que, si ella fallecía antes que él que hiciera lo posible por tomarla a ella por esposa. Pero ella se había casado y Dagg ya no pensó más en esto hasta que las peculiares circunstancias despertaron su memoria. Para él, la mano de Dios estaba en esto y, después de haber vivido ocho años sin esposa, la buscó y ella aceptó contraer matrimonio con él y unir sus familias, porque también tenía hijos jóvenes. Dagg cuenta: “Formamos nuestra unión sin esperanzas románticas de hallar felicidad en la tierra. Las aflicciones habían entristecido nuestros espíritus y nos habían enseñado a mirar más allá de la vida presente para hallar la felicidad perfecta y permanente. Éramos conscientes de la incertidumbre de continuar en la tierra y pusimos nuestra más alta esperanza (en lo que al matrimonio se refiere) en ayudarnos el uno al otro a servir a Dios por unos pocos años, prepararnos para el cielo, criar a nuestros hijos en sus años de mayor necesidad para que pudieran afrontar los deberes de la vida y las retribuciones de la eternidad”. Pero Dios les dio muchos años unidos y llegaron a “tambalearse juntos en la cuesta abajo de la vida”.
En el año 1832 Dagg comenzó a padecer de vez en cuando de algún dolor de garganta los lunes por la mañana, después de haber predicado los domingos. En 1833 el dolor se intensificó y se volvió más frecuente. Consultó con un médico y usó los remedios que le recomendó. El médico no sugirió que dejara de predicar, pero, en abril de 1834, en un día frío, estaba predicando y perdió la voz durante el sermón. Durante muchas semanas posteriores habló susurrando. Nunca pudo volver al púlpito. Esa prueba fue muy fuerte. Los hermanos le encontraron un trabajo como administrador de una escuela “vocacional”.
Allí, algunos de los estudiantes esperaban entrar en el ministerio y Dagg los tenía como su especial responsabilidad. Algunos de los que esperaban ser ministros del evangelio quisieron estudiar hebreo. La visión de Dagg era tan pobre que no pudo repasar las lecciones por su cuenta, pero persuadió a su hija mayor que aprendiera las letras y la vocales y, con su ayuda, pudo hacerlo hasta dominar esa lengua lo suficiente como para enseñar y corregir las lecciones de sus estudiantes, oyéndolos recitar.
Pero los cambios en la vida de Dagg continuaron, porque los sindicatos encargados de la escuela decidieron que su experimento con una escuela “vocacional” no era buena idea. No pudieron justificar su existencia en términos económicos. Decidieron vender la propiedad donde se levantaba la escuela. Mientras Dagg y su esposa decidían qué hacer, la señora Dagg visitó a un amigo que también tenía una escuela en Filadelfia y, durante la conversación, ese amigo mencionó que había recibido una invitación para encargarse de una academia para mujeres en Tuscaloosa, Alabama. El hombre dijo que no podía aceptar, pero que le parecía una buena oportunidad para Dagg y su esposa. Los directores de la academia aceptaron la recomendación de ese amigo y ofrecieron el puesto al matrimonio Dagg.
Aceptaron el nombramiento y se mudaron a Tuscaloosa en 1836 y allí se quedaron unos siete años y medio. La sociedad y los amigos de aquel lugar eran buenos, pero Dagg no podía utilizar sus habilidades ni su preparación ministerial. Había un vacío en su ser. Finalmente, el Señor que oye los anhelos de sus siervos proveyó un lugar donde Juan Dagg pudiera servir. No olvidemos que era cojo y prácticamente ciego. Podía hablar, pero no tenía voz suficiente para predicar.
Cuando tenía cuarenta y nueve años lo nombraron profesor de teología de la Universidad Mercer en el estado de Georgia y, también, presidente interino. Comenzó en estos cargos a los cincuenta años de edad. Desempeñó sus labores de magisterio y sus funciones de presidente durante los doce años siguientes, siempre con su cojera y su casi ceguera. Allí pudo trabajar en un ambiente de paz y amistad. Vieron la mano del Señor operando por medio de aquella universidad, especialmente en la preparación de pastores que fueran verdaderos hombres de Dios. Es evidente que Dios le concedió a Dagg que contara con el favor de los demás ministros y, durante su tiempo como presidente de la universidad, siempre reinó la paz y la buena cooperación. Después de su salida hubo divisiones entre los oficiales de la universidad.
Durante su época en la universidad, Dagg concibió una idea. Vio la falta de un buen manual de teología bautista y de otros libros y manuales. Como dijo un hermano: “Históricamente, los bautistas no tienen fama de haber producido grandes obras teológicas. Su fuerte ha sido las misiones y la evangelización. Sin embargo, existen dos hombres en la historia de los bautistas del sur (de los EE.UU.) cuyas obras se han vuelto a descubrir. Uno de ellos es el Dr. James P. Boyce, fundador principal del primer seminario de los bautistas del sur. El otro es John L. Dagg”.
Dagg estaba cualificado para escribir buenos libros, excepto que ya estaba ciego y no podía notar si la tinta de su pluma se había acabado y tampoco podía escribir en líneas rectas. Al inventarse una nueva pluma se resolvió el primer problema, y el segundo quedó resuelto tras cuando fabricaron una tabla especial para escribir, con una varita móvil. De este modo , aunque ciego, Dagg mismo escribió sus libros. Para él era mejor, porque podía plasmar sus pensamientos de inmediato en vez de memorizarlos hasta que llegara el hombre al que le dictaba, como había hecho antes, cada vez que había querido escribir algo. Como su letra no era perfecta, su esposa, su verdadera ayuda idónea, hizo posteriormente las correcciones.
Así, venciendo grandes obstáculos, Dagg produjo unos libros cuyos méritos se reconocieron desde el principio. Hace más de cien años que el Sr. Dagg murió, pero su manual de teología, acabado en el año 1857, sigue disponible en inglés. De hecho, existe una edición con su autobiografía, de la cual he sacado casi toda la información que aparece en este artículo. Ese libro también contiene su manual de teología y la estructura de la Iglesia, libro que terminó en 1858. El prefacio es de Tom Nettles, y lleva dos comentarios muy elogiosos por otros conocidos bautistas del sur.
Como autor, Dagg tiene un estilo puro, conciso y vigoroso, según dice el Sr. Nettles. Su teología no es polémica; no cita los nombres de otros teólogos con filosofías distintas, aunque conocía bien sus puntos de vista teológicos. No menciona los nombres de los teólogos porque, como él decía, no quería tener controversia alguna sino con la incredulidad de nuestros propios corazones.
En el manual de teología Dagg dedicó ocho secciones al estudio de: (1) la verdad religiosa; (2) Dios; (3) la voluntad y las obras de Dios; (4) la caída y la condición actual del hombre; (5) Jesucristo; (6) el Espíritu Santo; (7) la gracia divina, y (8) el futuro. Cada sección comienza con una declaración práctica y preciosa tocante a nuestro deber en relación a la verdad que se trata.
Antes de escribir sobre la gracia divina, Dagg escribió sobre nuestro deber de sentir gratitud por dicha gracia. “Tenemos que dar gracias a Dios por las bendiciones de su providencia que Él da abundante y constantemente; pero tenemos una obligación aún mayor de dar gracias por la gracia que trae salvación (Tito 2:11). Esta gracia abarca el don de Dios al darnos a su Hijo, un don tan grande que no hay palabras que lo puedan describir. Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna (Juan 3:16). El amor del Hijo, que exige nuestra gratitud, también es tan indescriptible como el del Padre. Por ello, Pablo se afanó en explorar la anchura, la longitud, la profundidad y la altura del amor de Cristo que excede todo conocimiento (Efesios 3:18, 19). Y nuestra gratitud no estará completa hasta que reconozcamos y celebremos también el amor del Espíritu (Romanos 15:30), que capacita a los creyentes para gozar de Dios y llevarlos a una estrecha comunión con Él.
“Para desarrollar y ejercitar nuestra gratitud por las bendiciones de la salvación, es necesario que reconozcamos, de manera especial, que proceden de Dios y que se han dado a propósito. Al considerar la fuente de esas bendiciones, en el amor del trino Dios, y al recibirlas como regalo conforme a su consejo eterno, mientras gocemos de los beneficios de todo esto, estaremos listos para dar gracias al Autor de la salvación y decir con viva emoción: Bendice, alma mía, a Jehová, y no olvides ninguno de sus beneficios (Salmo 103:2).
“Tenemos que repasar las misericordias de Dios y observar muy bien su magnitud para que nuestra gratitud sea proporcional a la bendición recibida. ¡Inmensurable! ¡Indecible! ¡Que excede todo conocimiento! Sin embargo, debemos esforzarnos para conocerlas. Según el progreso que hagamos en este conocimiento espiritual, nuestro agradecimiento debe crecer y llenar la capacidad aumentada de nuestras mentes.
“Para que ejercitemos plenamente la gratitud a Dios es necesario tener una convicción profundamente arraigada en nuestro ser de que las bendiciones que recibimos son totalmente inmerecidas, y que proceden entera y únicamente de la misericordia y de la gracia de Dios. Cuando nos sintamos inferiores a la menor de todas las misericordias de Dios, sintamos que solo merecemos el infierno, y sepamos que si recibimos la salvación es por su propio beneplácito, entonces estaremos preparados para dar gracias por el don inefable y decir: No a nosotros, oh Jehová, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria (Salmo 115)”.
La enseñanza de Dagg calienta el corazón. Nos damos cuenta que muchos no leen inglés; sin embargo, deben regocijarse porque las enseñanzas de hombres como él sigan vivas en muchos países del mundo. Su ejemplo puede servir para alentarnos a perseverar, por la gracia de Dios, en medio de mucha tribulación. Que todos nosotros aprendamos a ver, como él, cuáles son nuestros deberes y responsabilidades frente a cada verdad de la palabra de Dios. Que el Señor nos capacite para entender y responder con vidas semejantes a la vida del Señor Jesucristo.
Notas
1. “Footman” en el inglés antiguo tenía varias acepciones, entre ellos corredor. En ese libro alegórico, Bunyan describe cómo tiene que “correr” aquel que llega al cielo.
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