De un anticristo a otro: pensamientos sobre la transición papal
Un comentario a cargo del pastor D. Scott Meadows
Calvary Baptist Church (reformada) de Exeter, New Hampshire
Joseph Ratzinger (también conocido como Su Santidad el papa Benedicto XVI) anunció recientemente su dimisión del papado con fecha de finales de este mes de febrero del 2013. El proceso de selección de un sucesor ya ha comenzado, abarcando suma atención por parte de los medios informativos. Como teólogo y líder pastoral, mi conciencia me obliga a hacer unos comentarios.
Hace algunos años se me pidió que opinara sobre el nuevo cardenal de Boston. Yo respondí: «Es como preguntarme sobre el nuevo capitán de un barco pirata. Todo el asunto es ilegítimo». No niego que estos acontecimientos tengan implicaciones momentáneas, pero protesto firme y solemnemente contra las demostraciones de reverencia y sobrecogimiento hacia estos hombres y su institución religiosa, aun por parte de quienes deberían tener un mejor conocimiento.
Un extraordinario defensor de la fe bíblica escribió una vez un magnífico libro titulado Christianity and Liberalism [Cristianismo y liberalismo] (1923). En él, J. Gresham Machen detonó una bomba poderosa y perdurable contra el liberalismo teológico, aseverando que no es cristianismo en absoluto, sino una alternativa, una religión conflictiva y profundamente anticristiana.
Lo mismo se puede afirmar sobre la Iglesia Católica Romana. Sencillamente, no es el cristianismo de los apóstoles del Nuevo Testamento y de los cristianos primitivos, como pueden discernir y atestiguar los que están en consonancia con ellos y son buenos conocedores del catolicismo romano. La Iglesia Católica Romana se ha opuesto categóricamente, en puntos cruciales, a esa fe entregada de una sola vez y para siempre a los santos. Históricamente, incluso masacró a una gran hueste de creyentes cristianos que etiquetaron injustamente de herejes. Desde el Concilio de Trento (1545-1563), al menos, la Iglesia Católica romana ha repudiado formal, meticulosa y vociferantemente la verdad, el evangelio bíblico de Jesucristo, pronunciando maldiciones sobre todo aquel que se atreva a predicarlo. El Concilio proclamaba, por ejemplo:
CANON XII. Si alguno dijere, que la fe justificante no es otra cosa que la confianza en la divina misericordia, que perdona los pecados por Jesucristo, o que sola aquella confianza es la que nos justifica, sea anatema.[1]
Que esta sigue siendo la postura de la Iglesia Católica Romana hoy día queda claro ya que, en su catecismo moderno (h. 2000), sigue apelando a Trento como declaración doctrinal autorizada y, en sustancia, enseña siguiendo sus mismas líneas.
«La justificación no es solo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del interior del hombre» (Concilio de Trento [1547]).[2]
Aunque vindicar la doctrina bíblica de la justificación solo por la fe y al margen de nuestras obras excede al alcance de este comentario, recuerde el lector este pasaje de las Escrituras:
20Por tanto, nadie será justificado en presencia de Dios por hacer las obras que exige la ley; más bien, mediante la ley cobramos conciencia del pecado. 21Pero ahora, sin la mediación de la ley, se ha manifestado la justicia de Dios, de la que dan testimonio la ley y los profetas. 22Esta justicia de Dios llega, mediante la fe en Jesucristo, a todos los que creen. De hecho, no hay distinción, 23pues todos han pecado y están privados de la gloria de Dios, 24pero por su gracia son justificados gratuitamente mediante la redención que Cristo Jesús efectuó (Ro. 3:20-24).
El importante teólogo reformado, Charles Hodge, expresó muy acertadamente lo siguiente sobre este pasaje:
La justicia de Dios, revelada en el evangelio, ha de lograrse mediante la fe; no por obras ni por nacimiento, ni por un rito externo, ni por la unión con ninguna iglesia visible, sino única y sencillamente por creer en Cristo, por recibir de Él y descansar en Él.[3]
Sin lugar a duda, el estimado Sr. Hodge se envió a sí mismo al infierno eterno, si hemos de creer en las declaraciones de la Iglesia Católica Romana.
Hoy, la reputación de esta institución entre muchos cristianos que creen la Biblia es considerablemente mejor de lo que era en la época de la Reforma protestante. Este cambio es tan injustificado como peligroso. La Iglesia Católica Romana sigue representando la misma apostasía anticristiana que lanzó maldiciones como teas ardientes y castigó, quemando vivos literalmente y reduciendo a cenizas carbonizadas, los cuerpos de cristianos sinceros eminentes por su conocimiento y su piedad. Es posible que su política haya pasado del asesinato en masa a la seducción ecuménica, pero no ha cesado de propagar mentiras infernales sobre el camino de salvación. La antigua advertencia de Pablo se ha venido aplicando a la Iglesia Católica Romana durante muchos siglos ya.
1El Espíritu dice claramente que, en los últimos tiempos, algunos abandonarán la fe para seguir a inspiraciones engañosas y doctrinas diabólicas. 2Tales enseñanzas provienen de embusteros hipócritas, que tienen la conciencia encallecida. 3Prohíben el matrimonio y no permiten comer ciertos alimentos que Dios ha creado para que los creyentes, conocedores de la verdad, los coman con acción de gracias.
La Iglesia Católica romana tiene un legado de abstención asceta del matrimonio y de la carne, manifestaciones mismas de las herejías tan peligrosas para la iglesia verdadera.
Mediante la inspiración del Espíritu Santo, Pablo emitió una maldición con la aprobación divina que ahora se aplica a esta institución:
8Pero aun si alguno de nosotros o un ángel del cielo les predicara un evangelio distinto del que les hemos predicado, ¡que caiga bajo maldición! 9Como ya lo hemos dicho, ahora lo repito: si alguien les anda predicando un evangelio distinto del que recibieron, ¡que caiga bajo maldición! (Gá 1.8-9).
Durante unos trescientos años, los protestantes reconocieron sistemáticamente la profunda amenaza que la Iglesia Católica Romana supone para la humanidad. El acuerdo prácticamente universal sobre esto se evidencia en las fuertes declaraciones de consenso por parte de las confesiones reformadas. La Confesión Bautista de Fe de Londres, de 1689, por ejemplo, proclama como ejemplo de «las cosas que entre nosotros han sido ciertísimas»:
La Cabeza de la Iglesia es el Señor Jesucristo, en quien, por el designio del Padre, todo el poder requerido para el llamamiento, el establecimiento, el orden o el gobierno de la iglesia, está suprema y soberanamente investido. No puede el papa de Roma ser cabeza de ella en ningún sentido, sino que él es aquel Anticristo, aquel hombre de pecado e hijo de perdición, que se ensalza en la iglesia contra Cristo y contra todo lo que se llama Dios, a quien el Señor destruirá con el resplandor de su venida.[4]
La Confesión de Fe de Westminster (1646, presbiteriana) y la Declaración de Savoy (1658, congregacional) afirma lo mismo. En algunos de mis otros escritos he dado una extensa lista de citas de líderes de la iglesia protestante a lo largo de los cuatro últimos siglos que se solidarizan con esta fuerte oposición y total repudio hacia la Iglesia Católica Romana como iglesia verdadera.[5]
Ahora bien, las personas piadosas pueden hoy debatir si el papado se debe identificar con tanta certeza con «el anticristo» anunciado específicamente por el Espíritu Santo a través de Pablo en 2 Tesalonicenses 2. En lo personal, no me apena el desacuerdo sobre este punto particular. Con todo, a mi juicio, las personas de discernimiento no pueden poner en duda que el papado sea, al menos, un anticristo.
Este término despectivo, «anticristo», contiene un prefijo capaz de entenderse correctamente de dos maneras. Un diccionario moderno afirma que «anti» transmite un sentido de antagonismo y oposición,[6] y todos estamos familiarizados con esto. Es posible que algunos no se den cuenta, sin embargo, de que el prefijo griego también puede significar «en lugar de». El destacado erudito protestante Francis Turretin (1623-1687) escribió un extenso tratado en latín que constaba de veintitrés temas y cuatro apéndices, para demostrar la tesis de que el papado es el anticristo presagiado en la Escritura. Sobre el término en sí, escribió lo siguiente:
El término anticristo implica dos significados: (1) que es un enemigo y rival de Cristo; (2) que es Su vicario. De hecho, la definición del prefijo anti presenta ambos sentidos que, cuando se utilizan en conjunción con un nombre, significa por una parte antes y, por la otra, contra. Puede significar, asimismo, en lugar de y, desde luego, sustituto de […]. A este respecto, el Anticristo se presenta ciertamente como el gran adversario de Cristo, en la medida que se hace a sí mismo igual a Cristo como rival, mientras profesa ocupar el lugar de este sobre la tierra, como vicario Suyo.[7]
La Iglesia Católica Romana insiste en que el Papa es el «vicario» de Cristo («del latín vicarius, sustituto»[8]). He aquí la evidencia de su reciente catecismo:
El Pontífice Romano, en efecto, tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad.[9]
Pocos cristianos parecen ser conscientes de los títulos blasfemamente honoríficos y las prerrogativas divinas de las que la Iglesia Católica Romana ha alardeado para su Papa, incluido «Supremo Pontífice»,[10] (es decir, Puente, Mediador entre Dios y el hombre; cf. 1 Ti 2:5). «Señor y Dios»,[11] y estas afirmaciones idólatras:
Dado que el Papa es Dios, no puede ser, pues, atado ni liberado por los hombres.[12]
Como consecuencia de esto parece ser que el Papa está por encima de las Escrituras, los concilios, los príncipes y todos los poderes sobre la tierra, habida cuenta de su divinidad.[13]
Al presentarse a sí mismo como representante de Cristo, cualquier Papa en particular representa una amenaza mucho mayor de seducción a los que profesan ser cristianos que, por ejemplo, el Dalai Lama, el lama principal de la orden dominante del budismo tibetano, ya que este no pretende ser cristiano.
Parece, por tanto, que estamos en vísperas de la transición de un Papa a otro y, por consiguiente, de un anticristo a otro. ¿Se me puede acaso culpar si no muestro preferencia alguna por ninguno de los subordinados de Satanás? Con la ayuda de Dios no me retractaré ni siquiera ante la amenaza del martirio. Estoy orando por la desaparición completa de este reino satánico. ¡Que todos los seguidores leales de Cristo se unan a mí! En nuestra generación más que nunca, la protesta valiente puede distinguir a aquellos de sólido entendimiento y profunda convicción de los ingenuos y cobardes. Ojalá que el Señor venga pronto y destruya a Su enemigo (cf. 2 Ts. 2:8). Amén.
Notas:
[1] Schaff, P. (1890). The Creeds of Christedom [Los credos de la cristiandad], II.113.[2] Catecismo de la Iglesia Católica (2000), Art. Nº 1989.
[3] Commentary on the Epistle to the Romans [Comentario sobre la Epístola a los Romanos], in loc.
[4] Confesión Bautista de Fe de Londres 1689, Art. XXVI, parr. 4.
[5] When Protestants Protested [Cuando los protestantes protestaron] (2005), mi obra introductoria; The Papal Antichrist—A Call to Recognition and Opposition [El anticristo papal—Un llamado al reconocimiento y la oposición] (2006), un tratamiento más completo.
[6] Shorter Oxford English Dictionary, sexta edición (2007), in loc.
[7] Francis Turretin, Seventh Disputation, Whether It Can Be Proven that the Pope of Rome is the Antichrist [Séptima disputa, Si se puede demostrar que el Papa de Roma es el anticristo].
[8] SOED, in loc.
[9] Catecismo de la Iglesia Católica, art. 882.
[10] Catecismo de la Iglesia Católica, art. 837.
[11] Fuente principal: Decretales Gregorii IX., Tit. 7, citado por J. A. Wylie en The Papacy Is the Antichrist [El papado es el anticristo] (1888), p. 45.
[12] Fuente principal: Vide Text, Decret., dist. xcvi. Cap. 7, citado por Henry Wilkinson en Puritan Sermons [Sermones puritanos] 1659-1689, VI. 1.
[13] Fuente principal: Derecho canónico expuesto por Gregorio XIII en 1591 a.d. también citado por Wilkinson.