La oración
“[Los hombres] debían orar en todo tiempo” (Lucas 18:1).
“Quiero que en todo lugar los hombres oren” (1 Timoteo 2:8).
La oración es la cuestión más importante de la religión práctica. Todo lo demás es secundario comparado con ella. Leer la Biblia, guardar el día de reposo, oír sermones, asistir a la adoración pública, acudir a la Mesa del Señor: todas estas cosas son de mucho peso. Pero ninguna de ellas tiene tanta importancia como la oración privada.
En este capítulo me propongo ofrecer siete simples motivos para explicar por qué empleo un lenguaje tan enérgico para referirme a la oración. Hacia estos motivos reclamo la atención de todo hombre racional en cuyas manos pueda caer este libro. Me atrevo a asegurar con confianza que estas razones merecen la seria consideración de todo el mundo.
I. En primer lugar, la oración resulta absolutamente necesaria para la salvación del hombre.
Digo “absolutamente necesaria” y lo digo con conocimiento. No estoy hablando ahora de niños y de necios. No estoy describiendo el estado de los paganos. Recuerdo que “a todo el que se le haya dado mucho, mucho se demandará de él” (Lucas 12:48). Hablo especialmente de aquellos que se llaman cristianos en una tierra como la nuestra. Y de estos afirmo que ningún hombre ni ninguna mujer puede esperar salvarse si no ora.
Yo defiendo la salvación por gracia con la misma firmeza que cualquiera. De buen grado ofrecería perdón gratuito y completo al más grande de los pecadores que haya existido nunca. No dudaría en ponerme junto a su lecho de muerte y decir: “Cree [ahora] en el Señor Jesús, y serás salvo” (Hechos 16:31). Pero no veo en la Biblia ningún versículo donde se nos diga que el hombre puede obtener la salvación sin pedirla. No encuentro ningún pasaje que declare que el hombre vaya a recibir el perdón de sus pecados si ni siquiera levanta su corazón internamente y dice: “Señor Jesús, dámelo”. En ningún sitio se afirma que el hombre se vaya a salvar por sus oraciones, pero tampoco se nos dice que nadie pueda salvarse sin oración.
No es absolutamente necesario para la salvación que la persona lea la Biblia. Es posible que un hombre no tenga estudios, o que sea ciego, y que, sin embargo, lleve a Cristo en su corazón. No es absolutamente necesario que el hombre oiga la predicación pública del Evangelio. Es posible que viva en un lugar donde el Evangelio no se predica, o que esté postrado en cama, o que sea sordo.
Pero no puede decirse lo mismo de la oración. Resulta absolutamente necesario para la salvación que el hombre ore.
No existen privilegios cuando se trata de la salud y el aprendizaje. Príncipes y reyes, pobres y campesinos, todos deben atender igualmente a las necesidades de sus propios cuerpos y de sus propias mentes. Ningún hombre puede comer, beber o dormir por poderes. Ningún hombre puede aprenderse el alfabeto por otra persona. Todas estas son cosas que cada persona debe hacer por sí misma o, de lo contrario, quedarán sin hacer.
Al igual que ocurre con la mente y el cuerpo, así sucede también con el alma. Hay ciertas cosas absolutamente necesarias para la salud y el bienestar del alma. Cada hombre debe atender a estas cosas por sí mismo. Cada hombre debe arrepentirse por sí mismo. Cada hombre debe acudir a Cristo por sí mismo. Y por sí mismo cada hombre debe hablar con Dios y orar. Debes hacerlo por ti mismo, porque nadie más puede hacerlo por ti.
¿Cómo vamos a esperar que un Dios “desconocido” (Hechos 17:23) nos salve? ¿Y cómo vamos a conocer a Dios sin orar? No sabemos nada de los hombres ni de las mujeres de este mundo a menos que hablemos con ellos. No es posible conocer a Dios en Cristo a menos que hablemos con Él en oración. Si deseamos estar con Él en el Cielo, debemos ser amigos suyos en la Tierra. Si deseamos ser amigos suyos en la Tierra, debemos orar.
Habrá muchos a la derecha de Cristo en el día final. Los santos reunidos desde el Norte y el Sur, el Este y el Oeste serán “una gran multitud, que nadie [puede] contar” (Apocalipsis 7:9). El cántico de victoria que saldrá de sus bocas cuando se complete por fin su redención será realmente glorioso.
Estará muy por encima del estruendo de muchas aguas, y de fuertes truenos (cf. Apocalipsis 19:6).
Pero no habrá discordancia en ese canto. Todos los que canten cantarán con un solo corazón además de hacerlo con una sola voz. Su experiencia será la misma. Todos habrán creído. Todos habrán sido lavados en la sangre de Cristo. Todos habrán nacido de nuevo. Todos habrán orado. Sí, debemos orar en la Tierra o, de lo contrario, nunca alabaremos en el Cielo. Debemos pasar por la escuela de la oración o, de lo contrario, nunca seremos aptos para la fiesta de la alabanza. En resumen, no orar es estar sin Dios, sin Cristo, sin gracia, sin esperanza y sin Cielo. Es estar en el camino que lleva al Infierno.
II. En segundo lugar, el hábito de orar es uno de los signos más inequívocos que existen para distinguir al verdadero cristiano.
Todos los hijos de Dios que hay sobre la Tierra son semejantes a este respecto. Desde el momento en que comienza la vida y la autenticidad de su religión, se ponen a orar. Del mismo modo que la primera señal de vida de un niño cuando viene al mundo es el acto de respirar, así también el primer acto de los hombres y las mujeres cuando nacen de nuevo es orar.
Esta es una de las características comunes a todos los escogidos de Dios: “Claman a El día y noche” (Lucas 18:7). El Espíritu Santo, que los hizo nuevas criaturas, produce en ellos el sentimiento de adopción y los lleva a clamar: “Abba, Padre” (Romanos 8:15). El Señor Jesús, cuando los resucita, les da una voz y una lengua, y les dice: “Deja de estar mudo” (cf. Ezequiel 24:27). Dios no tiene hijos mudos. Orar forma parte de su naturaleza, del mismo modo que llorar forma parte de la naturaleza del niño. Son conscientes de cuánto necesitan de la misericordia y la gracia. Sienten su vacío y su debilidad. No pueden hacer otra cosa aparte de lo que hacen. Deben orar.
He estudiado cuidadosamente las vidas de los santos de Dios que aparecen en la Biblia. No he podido encontrar a ninguno de quien se nos narre la historia, desde Génesis hasta el Apocalipsis, que no fuera un hombre de oración. He observado que se menciona como uno de los rasgos distintivos de los piadosos el hecho de que “invocan al Padre” (cf. 1 Pedro 1:17) e “invocan el nombre del Señor Jesucristo” (cf. 1 Corintios 1:2). He visto constatado como característica de los impíos el hecho de que “no invocan al Señor” (Salmo 14:4).
He leído las vidas de muchos cristianos eminentes que han transitado por la Tierra desde los días de la Biblia. He observado que algunos de ellos eran ricos y otros eran pobres. Algunos tenían estudios y otros no. Unos eran episcopalianos, otros presbiterianos, otros bautistas, otros independientes. Algunos eran calvinistas, y otros arminianos. A algunos, les encantaba utilizar una liturgia, y a otros, no utilizar ninguna. Pero observo que todos tenían una cosa en común. Todos eran hombres de oración.
He estudiado los informes de las Sociedades Misioneras de nuestros tiempos y he observado con regocijo que los hombres y las mujeres paganos están aceptando el Evangelio en diversas partes del globo. Hay conversiones en África, en Nueva Zelanda, en la India y en América. Las gentes que se convierten son, por naturaleza, diferentes las unas de las otras en todos los aspectos. Pero hay algo que llama mi atención en todas las misiones. Los conversos siempre oran.
No niego que el hombre puede orar sin entusiasmo y sin sinceridad. Ni por un momento pretendo afirmar que el mero hecho de que una persona ore lo demuestra todo en cuanto a su alma. Al igual que en todos los demás aspectos de la religión, también en este hay abundancia de engaño y de hipocresía.
Pero sí digo que no orar constituye una prueba clara de que el hombre aún no es un verdadero cristiano. No puede deplorar realmente sus pecados. No puede amar a Dios. No puede sentirse en deuda con Cristo. No puede anhelar la santidad. No puede desear el Cielo. Aún tiene que nacer de nuevo. Aún tiene que ser transformado en una nueva criatura. Ya puede presumir confiadamente de la elección, la gracia, la fe, la esperanza y el conocimiento, y engañar a los ignorantes. Pero no te quepa la menor duda de que todo es vana palabrería si no ora.
Y digo más: de entre todas las pruebas que existen de la verdadera obra del Espíritu, el hábito de la oración privada dentro del corazón es una de las más satisfactorias que es posible citar. El hombre puede predicar por motivos falsos. Puede escribir libros, dar bellos discursos y parecer diligente en buenas obras, y, con todo, ser un Judas Iscariote. Pero es raro que el hombre se meta en su cuarto y derrame su alma delante de Dios en lo secreto a menos que vaya en serio. El Señor mismo ha puesto su sello sobre la oración como la mejor prueba para reconocer una verdadera conversión. Cuando Él envió a Ananías adonde estaba Saulo, en Damasco, no le dio otra prueba del cambio que se había producido en su corazón aparte de esta: “He aquí, está orando” (Hechos 9:11).
Sé que muchas cosas pueden suceder en la mente del hombre antes de que este se entregue a la oración. Puede que tenga muchas convicciones, muchos deseos, muchos sentimientos, muchas resoluciones, muchas esperanzas y muchos temores. Pero todas estas cosas son pruebas muy inciertas. Se pueden encontrar en gente poco piadosa, y suelen acabar en nada. En muchos casos son tan duraderas “como nube matinal, y como el rocío, que temprano desaparece” (Oseas 6:4). La auténtica oración sincera, que brota de un corazón “contrito y humillado” (Salmo 51:17), vale tanto como todas estas cosas juntas.
Sé que los escogidos de Dios fueron elegidos para salvación desde toda la eternidad. No olvido que el Espíritu Santo, que los va llamando a su debido tiempo, en muchas ocasiones los conduce gradualmente, muy despacio, al conocimiento de Cristo. Pero el ojo humano solo es capaz de juzgar por lo que ve. No puedo afirmar que una persona está justificada hasta que no crea. No me atrevo a declarar que nadie cree hasta que no ore. No puedo comprender una fe muda. El primer acto de fe será hablar con Dios. La fe es para el alma lo que la vida es para el cuerpo. La oración es para la fe lo que la respiración es para la vida. No alcanzo a comprender cómo puede vivir el hombre sin respirar, y tampoco soy capaz de entender cómo es posible que el hombre crea y que no ore.
© 2012 Reservados todos los derechos. Traducción de Publicaciones Aquila. Esta lectura es un extracto del libro Cristianismo práctico por J.C. Ryle, publicado por Estandarte de la Verdad. Si desea leer más, puede obtener el libro en el sitio web de la librería cristiana Cristianismo Histórico.