Una oración para todos Parte II
C.H. Spurgeon
Entonces ella vino y se postro ante Él, diciendo: “¡Señor ayúdame!” (Mateo 15:25).
Nuestro texto relata un caso de verdadera angustia y nos muestra la oración de una mujer en agonía. Quiero hablar especialmente sobre la oración de esta mujer.
Ahora, por algunos minutos, les invito queridos amigos a ADMIRAR SU APELACIÓN AL SEÑOR.
“Entonces ella vino y se postró ante Él, diciendo: ‘¡Señor ayúdame!”‘ Esta mujer es admirable, primero, porque se alejó de los discípulos. No puedo evitar sonreír mientras leo lo que los discípulos dijeron: ‘despídela, pues da voces tras nosotros.’ Pobre alma; ella nunca dio voces tras los discípulos pues sabía que había algo mejor que eso. La razón por la que los discípulos pensaron que ella dirigía su clamor a ellos es que se creían muy importantes. Si la mujer hubiese dado voces tras ellos, sus miradas sombrías la hubieran hecho detenerse pronto. Pero ella no cometió tal error. “¡Oh no!” parecía decir, “no es a ustedes a quien yo clamo, pues ni Pedro, ni Santiago, ni Juan pueden darme la ayuda que necesito.”
Así sucede con nosotros. No es a los santos a quien clamamos, como lo hacen algunas pobres almas que esperan que los santos, ya hace tiempo muertos y sepultados, cuya vida mortal ha cesado, puedan interceder por ellos delante del trono de Dios. No, no es a ellos que clamamos. Si alguno de ustedes lo hace, le ruego de abandone esa tontería y en lugar de eso clame al Maestro diciendo, “Señor, ayúdame.” No digan, “Pedro, ayúdame,” ni “María, ayúdame,” sino “Jesús, ayúdame; Señor, ayúdame.” Él puede ayudarte; los santos no. Los santos ya fallecidos fueron unos pobres pecadores que tuvieron que ser salvos por gracia como el resto de nosotros; y aunque ahora ellos cantan alabanzas al Dios de gracia frente a su trono, no pueden darnos gracia a nosotros. Cuidado, queridos amigos. Nunca se les ocurra ir a los santos; vayan directo al Maestro, como lo hizo esta mujer en su necesidad: “Entonces ella vino y se postró ante Él, diciendo: ‘¡Señor ayúdame!'”
Otra razón para admirar a esta mujer es que ella se separó de todos los caminos prescritos. El Salvador parecía estarle diciendo que no había ninguna ruta por la que ella pudiera acercarse a Él. De hecho Él le dice que al presente, el camino sólo era para la casa de Israel, y que Él había venido a traer bendición a ellos más que a otros. Pero la mujer parecía decir, “si no hay un camino abierto, yo tengo que hacer uno; enfrentaré el obstáculo y abriré un pasadizo, pero tengo que encontrar a mi Salvador.” Su corazón estaba tan enérgicamente resuelto a venir a Cristo que, con ortodoxia o sin ella, tenía que llegar.
¡Oh, cómo deseo que algún pecador necesitado aquí se sienta movido por el mismo deseo, y pueda decir, “Tengo que encontrar al Señor Jesús a como dé lugar! Si he escuchado a un ministro y Dios no lo ha bendecido para alcanzarme a través de él, oiré a otro; y si oír el evangelio no me ha bendecido, me sentaré en la noche y leeré las Escrituras; y si la Biblia no me bendice, me arrodillaré y clamaré a Dios misericordia y no cesaré de rogarle hasta que tenga misericordia de mí. Porque de alguna manera, en algún lugar, tengo que encontrarlo. Tengo que encontrar a Dios en Cristo, para obtener la salvación de mi alma.”
Pero además, queridos amigos, yo admiro a esta mujer y se la propongo como un modelo a imitar porque ella acudió a Cristo, y alejándose de los discípulos y de todo camino prescrito acudió a Él. Si, esto es lo hermoso del caso: “ella vino y se postró ante Él.” Ella cayó a sus pies y su oración fue: “Señor, aýudame.” No pensó que su caso estuviese más allá de Su poder, pues creía que Él era Todopoderoso; por eso oró: “Señor, ayúdame.” Ella no pensó que su caso estaba más allá de su compasión, por eso suplicó: “Señor, ayúdame. Soy una mujer sirofenicia, pero ‘ayúdame’, tengo una hija poseída por un demonio, pero ‘Señor, ayúdame.”‘ Ella le suplica así a Cristo, y es maravilloso lo que una súplica como ésa puede lograr. No vengas aquí sólo a repetir ciertas oraciones; no te vayas a tu casa a seguir orando como si nadie te oyera o como si oraras solo para que los hombres te oigan. Arrójate por completo a los pies de Jesús, y ruégale, “Señor, no te dejaré ir hasta que me bendigas,” porque ésa es la clase de oración que abre las puertas del cielo, la oración a la cual nada le puede ser negado.
Todos los artículos en esta serie:
Una oración para todos Parte I
Una oración para todos Parte II
Una oración para todos Parte III