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La mundanalidad es mucho más que una carga estadounidense

Paul Christianson

¿Dónde ha ido a parar aquella bienaventuranza que conocí cuando encontré por primera vez al Señor? ¿Dónde ha quedado esa visión de Jesús y de su palabra que refresca el alma? ¿Por qué se ha visto mi vida espiritual llena de obstáculos y de fracasos?

Quizás estas sean preguntas que muchos de nosotros solemos hacernos. En mis recientes visitas a Trinidad, Nueva Zelanda y Australia me ha impresionado ver que la “mundanalidad” no es un problema exclusivo de los estadounidenses, sino que es universal. Pero en Santiago 4:4 se nos advierte: “¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad hacia Dios? Por tanto, el que quiere ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios”.

La verdadera vida cristiana, la santa manera de vivir requiere un afecto nuevo y no el amor por las cosas del mundo. ¿Recuerdan ustedes su primer amor por el Señor, ese amor que parecía asestar un golpe mortal a nuestra “mundanalidad”? Sin embargo, pronto descubrimos que por mucho que hayamos muerto al pecado en Cristo, él no ha muerto en nosotros. En ocasiones su influencia nos sorprende e incluso parece desbordarnos y abrumarnos.

Nos damos cuenta de que nuestro “nuevo afecto” por las cosas de Dios debe renovarse constantemente a lo largo de todo nuestro viaje. Si perdemos este primer amor nos encontraremos en un grave peligro espiritual.

Sustituimos las cosas mundanas por él. La actividad y el aprendizaje se convierten en nuestros actos favoritos. Somos activos en el servicio a Dios y medimos nuestro crecimiento espiritual en términos de posiciones o influencia conseguidas, o nos involucramos en actividades sociales, en cruzadas morales o políticas, y medimos nuestro progreso por el grado de nuestra implicación.

Es posible que reconozcamos la fascinación intelectual y el desafío del evangelio, y nos dediquemos a entenderlo o que midamos qué nivel de influencia nos proporciona con respecto a los demás. Pero no hay posición, influencia o implicación que pueda expulsar de nuestro corazón el amor que sentimos por el mundo.

La raíz del asunto no se halla en mi plato ni en mi comunidad, sino en mi corazón. La mundanalidad no ha sido eliminada.

En todas estas cosas existen demasiadas posibilidades de que tengamos una cierta forma de piedad (¡Qué engañoso es nuestro corazón!), pero sin su poder. El amor por el mundo no ha sido suprimido; tan solo se ha desviado. Lo único que puede expulsar el antiguo amor es uno nuevo. Solo aquellos que anhelen ser como Cristo serán liberados para no desertar como Demas, a causa de su amor por este mundo.

¿Cómo podemos recuperar el nuevo afecto por Cristo y por su reino, que limpió con poder la mundanalidad de toda nuestra vida, y en el que crucificamos la carne con sus deseos? En cualquier caso, ¿qué fue lo que creó ese primer amor? ¿Lo recuerda usted, amado lector?

Fue el descubrir la gracia de Cristo cuando tomamos conciencia de nuestro propio pecado. Por naturaleza no somos capaces de amar a Dios por Sí mismo; en realidad le odiamos. Pero cuando descubrimos todo esto con respecto a nosotros mismo, y al saber del amor sobrenatural del Señor por nosotros, nació el amor por el Padre. Al entender cuánto se nos perdonaba, le amamos mucho. Nos regocijamos en la esperanza de gloria, en el sufrimiento, e incluso en Dios mismo.

En primer lugar, este nuevo afecto pareció superar nuestra mundanalidad, para después dominarlo. Las realidades espirituales —Cristo, la gracia, las Escrituras, la oración, la comunión, el servicio, vivir para la gloria de Dios— llenaron nuestra visión y esta pareció tan amplia, tan deseable, que, en comparación, todas las demás cosas parecieron encoger de tamaño y se volvieron desabridas.

Ese “poder que tiene el nuevo afecto para expulsar” se mantiene del mismo modo en que lo descubrimos por primera vez. El poder de la gracia solo se retiene en nosotros cuando esta nos sigue pareciendo “asombrosa”. Solo cuando conservamos un sentido de nuestra profunda pecaminosidad podemos retener la sensación de la misericordia de la gracia. Recordemos la altura desde la que hemos caído, arrepintámonos y volvamos a aquellas primeras obras.

Sería muy triste que el análisis más profundo de nuestro cristianismo diera como resultado una falta de sentido con respecto al pecado y a la gracia. Esto manifestaría que conocimos muy poco del poder que un nuevo afecto tiene para expulsar todo lo demás. Sin embargo, la vida piadosa no puede durar sin él.

Publicado con permiso del autor.

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