¿Por mi bien?
En 1993, mi esposa y yo nos vimos involucrados en un accidente ferroviario. El choque del Sunset Limited en una ensenada de Mobile Bay mató a más pasajeros que cualquier accidente de ferrocarril de la historia. Sobrevivimos a este espeluznante accidente, pero no sin un trauma constante. El accidente dejó a mi esposa con una constante ansiedad que no le permitía dormir en un tren por la noche. Yo me quedé con una lesión de espalda que me costó quince años de tratamiento y terapia para poder vencerla.
Sin embargo, con aquellas cicatrices del trauma, ambos aprendimos una profunda lección sobre la providencia de Dios. En este caso, la providencia de Dios para nosotros fue claramente de benigna benevolencia. También nos ilustró un inolvidable sentido de las tiernas misericordias de Dios. Por más que estemos convencidos de que la providencia de Dios es una expresión de su absoluta soberanía sobre todas las cosas, pensaría que la lógica conclusión de una convicción semejante sería el final de toda ansiedad.
No obstante, este no es siempre el caso. Queda claro que nuestro propio Señor dio instrucciones a sus discípulos de no estar afanosos por nada y, por extensión, estas directrices eran para la iglesia. Él era consciente de la fragilidad humana expresada en nuestros temores y esto se manifestó por medio del saludo que solía usar generalmente con sus amigos: “No temáis”. Pero así y todo, somos criaturas que, a pesar de nuestra fe, nos entregamos a la ansiedad e incluso algunas veces incluso a la melancolía.
Como joven estudiante y joven cristiano, luché contra la melancolía y busqué el consejo de uno de mis mentores. Mientras le relataba mis luchas, él me dijo: “Estás experimentando la mano pesada del Señor sobre tu hombro en este mismo momento”. Yo no había considerado jamás que la mano de Dios pudiera ejercer una presión tan fuerte sobre mi hombro o que me hiciera luchar de esa forma. Empecé a orar para que el Señor quitara su mano pesada de mi hombro. A su tiempo, lo hizo y me liberó de la melancolía y, en gran medida, de mi ansiedad.
En otra ocasión mantenía una discusión con un amigo y compartí con él algunos de los temores que me estaban acosando. Me dijo:
—Pensaba que creías en la soberanía de Dios”.
—Y así es —dije—, y ese es mi problema.
Mi respuesta le dejó asombrado y le expliqué que conocía bastante de lo que la Biblia enseña acerca de la providencia de Dios y de su soberanía como para saber que, a veces, la providencia soberana de Dios conlleva sufrimiento y aflicción para su pueblo. Que estemos bajo el cuidado de un Dios soberano cuya providencia es benevolente no excluye la posibilidad de que pueda enviarnos a pasar periodos de pruebas y tribulaciones que pueden ser terriblemente dolorosos. Aunque confío en la Palabra de Dios de que, en medio de dichas experiencias, Él me dará el consuelo de su presencia y la certeza de mi liberación final en gloria, mientras tanto sé que el camino de la aflicción y el dolor puede ser difícil de soportar.
El consuelo que disfruto al conocer la providencia de Dios se mezcla algunas veces con el conocimiento de que ésta puede proporcionarme dolor. No espera la experiencia del dolor con aturdida ilusión sino que vienen tiempos en los que tanto yo como otros necesitamos apretamos los dientes y soportar las cargas del día. Una vez más, no cuestiono el resultado de tal aflicción y, al mismo tiempo, sé que hay aflicciones que me probarán hasta el límite de mi fe y de mi resistencia. Este tipo de experiencia y conocimiento hacen que resulte fácil comprender la tensión que hay entre la confianza en la providencia soberana de Dios y nuestras propias luchas contra la ansiedad.
Romanos 8:28, versículo favorito de muchos de nosotros, declara que “sabemos que para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a su propósito”. No hay ningún otro texto que demuestre de forma tan clara y tan espléndida la belleza de la providencia soberana de Dios. El texto no dice que todo lo que nos ocurra vaya a ser bueno en sí mismo; lo que dice es que todas las cosas que ocurren obran para nuestro bien. Este es el plan maestro de la providencia redentora de Dios. Saca el bien del mal, produce gloria por medio del sufrimiento, gozo a través de la aflicción. Esta es una de las verdades más difíciles de las sagradas Escrituras que debemos creer. He dicho numerosas veces que es fácil creer en Dios pero mucho más difícil creer a Dios. La fe implica vivir una vida de confianza en la Palabra de Dios.
Mientras voy viviendo la tribulación que sigue a la vida a este lado de la gloria, no hay un solo día en el que no me vea obligado a mirar Romanos 8:28 y recordar que lo que estoy experimentando en ese preciso momento hace que me sienta mal, sabe mal, es malo. No obstante, el Señor lo está utilizando para mi bien. Si Dios no fuese soberano, yo no podría llegar jamás a esta reconfortante conclusión; estaría constantemente sometido al temor y a la ansiedad sin tener ningún alivio relevante. La promesa de Dios de que todas las cosas obran para bien para aquellos que aman a Dios es algo que tiene que penetrar no solo en nuestras mentes, sino que tiene que meterse en nuestro torrente sanguíneo para que se convierta en un principio sólido como una roca por medio del cual podamos vivir la vida.
Creo que este es el fundamento sobre el cual se establece el fruto del Espíritu del gozo. Este es el fundamento que hace que el cristiano pueda regocijarse incluso cuando se encuentre en medio del dolor y de la ansiedad. No somos estoicos, llamados a guardar la compostura, considerando que esto proviene de un nebuloso concepto del destino. Más bien, somos aquellos que tienen que regocijarse porque Cristo ha vencido al mundo. Esta verdad y esta certeza son las que nos proporcionarán alivio en nuestras ansiedades.
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