El temor de Dios III: Ingredientes del temor de Dios
Imagina que alguien lee su biblia, con una pluma y un papel en la mano, apuntando cada referencia clara y abierta al temor de Dios con la que se encuentra. Además de esto, recoge cada uno de los pasajes en los que se habla de él, aunque no sea con palabras explícitas, pero que al menos destaquen el pensamiento e ilustraciones de la realidad del mismo. Estoy seguro de que podría llenar muchas páginas con referencias correspondientes a este gran tema. El temor de Dios es uno de los temas más destacados de las Santas Escrituras. Eso es lo que, según el escritor de los proverbios, es el principio de todo conocimiento (cf. Proverbios 1:7).
Hemos visto la ilustración y la definición que las Escrituras hacen del temor de Dios. Ahora, tenemos que considerar cuáles son sus ingredientes esenciales. En primer lugar, tiene que haber conceptos correctos acerca del carácter de Dios. En segundo lugar, debe existir un sentido dominante de la presencia de Dios. En tercer lugar, debe existir una conciencia constante de nuestras obligaciones para con Dios.
Conceptos correctos del carácter de Dios
Dios es majestuoso en santidad
Apocalipsis 15:3-4 hace una pregunta: “¡Oh Señor! ¿Quién no te temerá y glorificará tu nombre?”. Ahí están los santos victoriosos, los redimidos que han vencido a la bestia y a su imagen. Están en la presencia de Dios y, al principio del versículo tres, leemos:
“Y cantaban el cántico de Moisés, siervo de Dios, y el cántico del Cordero, diciendo: ¡Grandes y maravillosas son tus obras, oh Señor Dios, Todopoderoso! ¡Justos y verdaderos son tus caminos, oh Rey de las naciones! ¡Oh Señor! ¿Quién no temerá y glorificará tu nombre? Pues solo tú eres santo; porque todas las naciones vendrán y adorarán en tu presencia, pues tus justos juicios han sido revelados”.
Al contemplar a su Dios, hacen esta pregunta: “Viéndote como eres y, teniendo por tanto una perspectiva correcta de tu carácter, tus caminos y tus juicios, ¿quién no te temerá?”. Hacen esta pregunta retórica que, en esencia, viene a decir: “Cualquiera que te vea como nosotros te vemos, debe temerte”. El reconocimiento que corrige los conceptos que se tienen del carácter de Dios es un elemento y un ingrediente indispensable a la hora de producir el temor de Dios.
Uno de los grandes problemas en nuestros días es que hemos perdido de vista esos aspectos del carácter de Dios que fueron calculados para producir temor de Él, es decir: su majestad, su inmensidad, su santidad. Es como si estuviésemos contemplando un paisaje. En un primer plano, tenemos una hermosa pradera, la imagen perfecta de la tranquilidad y la paz. Sin embargo, el telón de fondo está hecho de inmensas montañas, de picos escarpados y cubiertos de nieve. A los lados, detrás y por encima de esas montañas hay nubes tormentosas y relámpagos que forman un contraste. Si un hombre se limita a centrar su atención en el primer plano del cuadro, puede tener una opinión muy acertada de una parte del mismo, pero su respuesta a la totalidad del mismo no es adecuada. Si puede observar esa escena y no sentir más que tranquilidad y bienestar, sin tener ninguna sensación de asombro ante lo prodigioso que quita la respiración, es porque se está limitando a mirar el primer plano sin mirar el fondo. Si has estado alguna vez en las Montañas Rocosas, ya sabéis a lo que me refiero. Uno se siente abrumado por el poder, la grandeza y la absoluta inmensidad de esas montañas.
Lo mismo ocurre con el carácter de Dios. Las Escrituras establecen ante nosotros las líneas más suaves de la misericordia, la compasión y la ternura paternal de Dios. Sin embargo, jamás exponen esos elementos aislados de las características más impresionantes e imponentes de su santidad, su ira, su inmensidad, su eternidad, su omnisciencia y su omnipotencia. En nuestros días, hemos perdido este aspecto del carácter de Dios. Por tanto, hemos perdido, en gran medida, el temor de Dios.
La cruz intensifica nuestra perspectiva de la santidad de Dios
Muchos tienden a pensar que, ahora que Dios ha revelado su amor en la cruz de Jesucristo, no nos queda más que embelesarnos en ese amor en lugar de temblar de temor. Pero si, como nos dicen las Escrituras, las criaturas sin pecado esconden su rostro en la presencia del Dios de ardiente santidad (cf. Isaías 6:1-3), ¿por qué deberíamos pensar que la visión de las heridas y del sacrificio de Cristo niegan la necesidad que tenemos de acercarnos con el rostro cubierto y temblor en el corazón? Se puede decir con exactitud que, quizás, en ningún lugar de las Escrituras se puede ver este principio de forma más clara que en la propia cruz. Porque ¿qué es la cruz sino la revelación más clara de Dios acerca de su inflexible justicia? ¡Qué despliegue de inflexible justicia el que Dios no escatimara a su hijo sino que acarreara sobre Él todo el embate de su ira contra el pecado! ¡Qué exposición de santidad inmaculada! Dios es tan santo que da la espalda a su Unigénito, Aquel de quien dice: “Este es mi Hijo amado en quien me he complacido” (Mateo 3:17). Una visión ilustrada de la cruz de Cristo, en lugar de cancelar, negar o diluir alguna de las enseñanzas escriturarias acerca del temor de Dios, sirve para elevar y sellar ese concepto de modo que toda nuestra relación con Dios, por medio de Cristo, se da en el ambiente del temor de Él.
No habrá medida del temor de Dios en tu corazón hasta que comiences a tomarte en serio la revelación que Él ha hecho de su propio carácter y empieces a temblar delante de Él con el temor del pánico y del terror, hasta que clames para que las rocas y las montañas te escondan de su rostro. Querido amigo: el Evangelio se convertirá entonces en buenas nuevas para ti, las buenas noticias de Aquel que fue escondido del rostro del Padre para que tú y yo podamos ser perdonados. Se trata del Señor Jesucristo.
Si eres un hijo de Dios, debes estar convencido de que no crecerás en el temor de Dios a menos de que crezcas en tu conciencia y tu sensibilidad a la enseñanza escrituraria de la inmensidad, la majestad y la santidad de Dios. Esto no es algo que se incorpora a la vida de una vez y para siempre. Me gustaría ser sumamente práctico y exhortaros para que dediquéis mucho tiempo a meditar en porciones de la palabra de Dios como los capítulos seis y cuarenta de Isaías y Apocalipsis uno y diecinueve, y algunos de los demás pasajes que exponen especialmente a Dios en su trascendente majestad, santidad e inmensidad. Medita en ellos hasta que empieces a sentir algo de la atmósfera de los modelos de pensamiento bíblicos y tomes tu lugar delante de Él en verdadero temor piadoso.
Este profundo sentido de su majestad y santidad es el que se convierte en una de las grandes motivaciones para una vida de santidad y piedad. El primer ingrediente esencial del temor de Dios es un concepto correcto de su carácter. Si tus pensamientos acerca de Dios te han dejado desprovisto de su temor, hay algo incorrecto en tu opinión sobre Él. ¡Que Dios te ayude para que comiences a conformar tu pensamiento a las declaraciones de las Santas Escrituras, para que puedas tener ese temor del Señor que es la parte principal del conocimiento!
Una sensación dominante de la presencia de Dios
El fundamento del temor de Dios está formado por conceptos del carácter de Dios. El siguiente paso en el temor de Dios es una sensación dominante de su presencia. Algo que destaca, se extiende por toda una zona determinada. Un ingrediente clave del temor de Dios es una sensación dominante de la presencia de Dios. Es una sensación de la presencia de Dios que se extiende por la totalidad de nuestra vida, de manera que no hay lugar o circunstancia en los que nos encontremos y no seamos conscientes de que Dios está allí. Él se encuentra allí en toda su majestad, su santidad y su inmensidad; Él no está “por ahí, en algún lugar”, sino que está justo ahí. El temor de Dios llevará siempre este sentido dominante de su presencia.
Recuerdo que, hace años, escuché una declaración del ya fallecido Dr. A.W. Tozer. Dijo: “La palabra más profunda del lenguaje humano es: Dios”. Puedes ir y buscar en tu diccionario una palabra como “dominante” —como yo hice— y ver que la explicación dice: “aquello que se extiende por todas partes”. Se puede definir la palabra “dominante”, pero intenta definir el término “Dios”. Piensa en los miles de libros teológicos que se han escrito en cientos de idiomas por toda la tierra y que intentan definir a Dios. Si pudieras juntarlos todos en un solo idioma y leerlos, al terminar tendrás que admitir que solo conoces los bordes de su camino. La palabra más profunda del lenguaje humano es Dios. Luego, Tozer sigue diciendo: “El hecho más profundo en toda la experiencia humana es la frase “Dios es”. Todas las Escrituras nos hablan acerca de Él; ahora mismo, Él es. Y lo tercero es: “La experiencia más profunda es el reconocimiento de que Dios está aquí”.
Es interesante observar que, en la mayoría de los ejemplos en los que el temor de Dios se describe para nosotros en las Escrituras, se hace en un contexto de la presencia de Dios hecha realidad. Piensa sobre algunos de los textos que hemos considerado hasta aquí en este estudio acerca del temor de Dios. Cuando Jacob se despertó de su sueño, dijo: “Ciertamente el Señor está en este lugar y yo no lo sabía” (Génesis 28:16). Se nos dice que Moisés, ante la zarza ardiente, “tenía temor de mirar a Dios” (Éxodo 3:6). Cuando contempló al Señor en una visión, Isaías dijo: “¡Ay de mí! Porque perdido estoy […] porque han visto mis ojos al Rey” (Isaías 6:5). Si vas localizando estas ilustraciones verás que se hallan todas en un contexto en el que los hombres experimentan la presencia de Dios hecha realidad. Dios está allí y ellos lo saben; saben que están en su presencia.
Éxodo 3
En Éxodo tres, Moisés ve la zarza ardiente. Se acerca para examinarla y Dios le habla desde esta. Cuando se da cuenta que Dios está allí, cubre su rostro y ni siquiera mira hacia allí. En ese punto, Moisés sintió que Dios —en la totalidad de su ser, en todo el concepto que Moisés tenía de lo que Dios era— no estaba “allí arriba, en algún sitio”, sino que se encontraba exactamente allí, delante de él. Por tanto, escondió su rostro. Con Jacob ocurrió lo mismo. Despierta de su sueño y, cuando reflexiona, dice: “Esto no es más que la casa de Dios. ¡Cuán imponente es este lugar!”. ¿Por qué? “Es imponente porque Dios está aquí, y yo he estado en su presencia”. El lugar es imponente, y es así porque el Temible está allí.
Aun el temor que es terror conlleva este pensamiento. Recuerda cómo contestó Adán al Señor cuando Él le dijo: “¿Dónde estás?”. Adán respondió: “Te oí en el huerto, y tuve miedo” (Génesis 3:10). Mientras Adán pensó que Dios estaba por ahí afuera, en algún lugar, no le atenazó esa sensación de terror y pánico. Sin embargo dice: “Cuando oí tu voz —es decir, cuando supe que todo lo que eras y eres como Dios se encontraba en este lugar, que Tú estabas justo aquí, muy cerca de mí— “tuve miedo”. Esto nos dice que el segundo ingrediente esencial del temor de Dios es una dominante sensación de su presencia. Debo ser consciente de que toda la comprensión que tengo en cuanto a lo que Dios es está presente aquí, en este preciso lugar donde estoy sentado, o donde estoy de pie, en cualquier momento.
Salmo 139
Pero hay un pasaje de las Escrituras que enseña esta verdad de una forma constante y concentrada. El Salmo 139 describe, probablemente de una forma más clara que ningún otro texto, a un hombre que tiene conceptos correctos acerca del carácter de Dios y que, al mismo tiempo, está convencido de que ese Dios, en su inmensidad, su majestad y su santidad, está exactamente allí. A este hombre, David, le embarga una sensación dominante de la presencia de Dios. Empieza expresando que es consciente de la omnisciencia de Dios, es decir, que todo lo sabe:
“Oh Señor, tú me has escudriñado y conocido. Tú conoces mi sentarme y mi levantarme; desde lejos comprendes mis pensamientos. Tú escudriñas mi senda y mi descanso, y conoces bien todos mis caminos. Aun antes de que haya palabra en mi boca, he aquí, Oh Señor, tú ya la sabes toda” (Salmo 139:1-4).
Hasta este momento, David está describiendo lo que conoce acerca del carácter de Dios, como Aquel que todo lo ve y que todo lo sabe. ¿Pero cómo lo plantea? ¿Considera la omnisciencia de Dios como si se tratara de algo parecido a un satélite espía que puede tomar fotografías a muchos kilómetros de la superficie de la tierra y, a pesar de la distancia, estas revelan el máximo de detalles? ¿Es este el concepto que David tiene de Dios: que es ese Dios grande, inmenso, que todo lo sabe, que todo lo ve y que está por ahí arriba, en la distancia, en algún lugar? ¿Piensa que todo lo que hago, Él lo ve y lo sabe, como el gran ojo del satélite espía que está por ahí orbitando? ¿Es ese el concepto? No. Observa la transición en el siguiente versículo, (v.5): “Por detrás y por delante me has cercado, y tu mano pusiste sobre mí”. David está diciendo que el Dios que le ha buscado y le ha conocido —que entiende su pensamiento y conoce cada una de sus palabras— no sabe y entiende como el satélite espía que está orbitando, a una distancia de kilómetros y kilómetros, sino que Él le conoce y le entiende porque su mano está sobre él. Observa la forma en la que David sigue desarrollando este pensamiento:
“Tal conocimiento es demasiado maravilloso para mí; es muy elevado, no lo puedo alcanzar. ¿Adónde me iré de tu Espíritu, o adónde huiré de tu presencia? Si subo a los cielos, he aquí, allí estás tú; si en el Seol preparo mi lecho, allí estás tú” (vv. 6-8).
David no se limita a afirmar que es incapaz de huir del conocimiento o de la omnisciencia de Dios; lo que dice es que no puede irse de su presencia. Declara que no importa lo lejos que pudiera viajar, en cualquier dirección —ya sea arriba, al propio cielo, o abajo a la tumba, al Seol— Dios está allí. No solo es consciente de David; Él está allí. No se trata de que verá simplemente a David; Él estará allí con él. En el versículo nueve, dice: “Si tomo las alas del alba, y si habito en lo más remoto del mar, aun allí me guiará tu mano, y me asirá tu diestra”.
Obviamente, David no está pensando en una “simple omnisciencia”, que da la casualidad de que lo sabe todo. Tampoco tiene el concepto de que Dios es un ser sin corazón, sin forma, sin personalidad que simplemente parece estar en todas partes. En lugar de ello, dice: “Dondequiera que voy, Dios está allí, como el Dios personal cuya mano está sobre mí, que me sostiene y me cubre con sus manos”. E incluso se remonta al preciso momento de su concepción en el vientre de su madre, en el hermoso simbolismo del versículo trece: “Porque tú formaste mis entrañas; me hiciste en el seno de mi madre”.
Por consiguiente, para David, el temor de Dios consistía también de este segundo elemento: una sensación dominante de la presencia de Dios. Esa percepción es la que creará ese asombro, esa sensación de prodigio, de reverencia que hará que aun el pensamiento de desobedecer a un Dios semejante, de entristecerle por ir en contra de su voluntad, sea algo impensable para un cristiano. Esta es la razón por la que las Escrituras dicen que el temor del Señor es apartarse del mal. No me atreveré a desafiar sus santos mandamientos y sus leyes porque vivo con la sensación de la presencia inmediata de este gran Dios.
El efecto de sentir la presencia de Dios
¿Con qué frecuencia hemos sentido la tentación de hacer algo pecaminoso y la presencia de otra persona nos ha disuadido? Un niño puede considerar tomar algo que le está prohibido hasta que su hermano, o hermana, entra en la habitación. Si la presencia de otra criatura, que no tiene poder de juzgarle por sus actos, tiene el efecto de cambiar radicalmente la conducta del niño, ¿qué ocurre con el hombre que se sabe siempre en la presencia inmediata de Aquel ante quien debe dar cuenta de todo lo que hace? ¿Tendrá algún efecto ético y moral? Ciertamente sí.
Imagina que quieres reunir todo lo que encuentres sobre el Gran Cañón. Nunca has estado allí pero quieres saberlo todo sobre ese extraordinario parque nacional. Recopilas todos los datos acerca de la inmensidad, la majestad, la belleza y el esplendor sobresaliente del Gran Cañón. Imagina que memorizas todos esos datos y que llegas a ser un experto en las propiedades físicas del Gran Cañón. Sin embargo, al día siguiente, todo lo que has llegado a saber en cuanto a la inmensidad, la majestad, la grandeza y la gloria del Gran Cañón no afecta ni una pizca tu forma de vida. Pero supón que una mañana, te encontraras de repente montado en un rayo de luz que cruzara la costa oriental y, en un chasquido de dedos, te vieras en mitad del Gran Cañón. ¿Qué ocurriría? Con toda seguridad no sacarías tu tubo de dentífrico y empezarías a lavarte los dientes. Más bien dirías: “¡Vaya! ¡Este es el Gran Cañón! ¡Ayer aprendí todos los datos y números sobre él, pero esto es pura realidad! ¡Es el Gran Cañón!” ¿Qué ha ocurrido? Ni un solo dato o número ha cambiado. Miras y ves la extensión, la profundidad, puedes ver todos los rasgos que has aprendido. ¿Pero, qué ha ocurrido? Estás en presencia del propio cañón, y todas las características que leíste acerca del mismo, te sobrecogen de repente con una sensación de asombro y de maravilla. ¿Por qué? Porque se encuentra justo ahí y tú estás en medio de ello.
Esto mismo es lo que estoy diciendo acerca de Dios. Puedes tener todos los datos sobre Él: buenas verdades bíblicas y reformadas acerca de Dios. Él es santo, soberano, trascendente, inmenso, libre, ilimitado y todo lo demás. Pero, a menos que aprendas a cultivar esa sensación de su presencia que todo lo impregna, no habrá mucha diferencia en tu forma de vida. Esa es la razón por la cual muchos, que pueden tener “un Dios menor” en lo que a entendimiento teológico se refiere, tienen sin embargo un sentido de la presencia de Dios y viven mucho mejor que los que tienen “un gran Dios” en su teología, pero en la experiencia se encuentra a gran distancia.
Dios no es un satélite espía que está en órbita. Es el Dios personal que siempre está presente. En cierto sentido, Él es el propio entorno en el que vivimos. Como dijo Pablo: “En Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17:28). Esto no es panteísmo. Sin embargo, que yo tema es un concepto bíblico del que conocemos muy poco en la experiencia. Este sentido de la presencia de Dios es un ingrediente esencial del temor de Dios.
La presencia de Dios con Abraham
Consideremos dos ilustraciones de cómo este sentido dominante de la presencia de Dios tiene un efecto práctico en la vida del hombre que aprende a apreciarlo. En Génesis 17:1, leemos: “Cuando Abram tenía noventa y nueve años, el Señor se le apareció, y le dijo: Yo soy el Dios Todopoderoso; anda delante de mí, y sé perfecto”. Es decir: “Anda siendo constantemente consciente de que mi ojo está sobre ti, mi presencia está contigo y que tu relación conmigo es lo más importante en cada circunstancia. Y sé perfecto”. Esta es la implicación moral y ética para un hombre que cree lo que se ha revelado del carácter de Dios y cultiva un sentido de la presencia de Dios que todo lo impregna: vivirá una vida de obediencia a ese Dios. Esto es exactamente lo que vemos en Génesis veintidós, cuando Dios ordenó a Abraham, que tomara a Isaac, el hijo de la promesa y que lo matara. Así como Abraham estuvo a punto de hacer aquello que Dios le dijo, Dios le impidió que llevara a cabo ese acto. Observa lo que Dios le dice en los versículos once y doce: “Ahora sé que temes a Dios, ya que no me has rehusado tu hijo, tu único”.
La presencia de Dios con José
Más tarde, tenemos el clásico ejemplo de Génesis 39. Aquí tenemos a ese atractivo joven, en la corte de Faraón, contemplando la suciedad moral por todas partes. Es un chico corriente, con deseos heterosexuales normales que comienza a recibir insinuaciones de la esposa de Potifar. José las rechaza, pero ella persiste hasta que, un día, en su absoluta frustración y viendo que todos están ausentes de casa, echa literalmente mano de José físicamente. En medio de ese intenso periodo de prueba, José revela que fue lo que le protegió. José le dice a la esposa de Potifar, en Génesis 39:9, refiriéndose a su amo: “No hay nadie más grande que yo en esta casa, y nada me ha rehusado excepto a ti, pues tú eres su mujer. ¿Cómo entonces iba yo a hacer esta gran maldad y pecar contra Dios?
El primer paso que conduce a cualquier pecado, cuando hay un aliciente definido para el mismo, es erradicar todo sentido de la presencia inmediata de Dios. Piensa en ello. Muchos de los pecados que cometemos se evitarían o se detendrían simplemente por la presencia de otro ser humano. Si tienes una riña con tu esposa, ¿qué ocurre cuando otro ser humano, no tiene por qué ser un cristiano, llega a tu puerta? La presencia de otra persona es suficiente para que cuides tus palabras y, de repente, puedes ser muy dulce. O quizás estás haciendo trampas en la escuela y piensas que nadie te ve. Sin embargo, tan pronto como el profesor se sitúa detrás de tu hombro, dejas de hacerlo. ¿Por qué? Por la presencia de otro ser humano. ¿Qué efecto tendría sobre nosotros el tener un sentido dominante de la presencia de Dios? Vemos lo que significó para José. Le protegió del pecado.
La presencia de Dios es una restricción contra el pecado
Este es el motivo por el cual, incluso en el Nuevo Testamento, estamos llamados a vivir con pureza ética y moral y debemos hacerlo motivados por el temor de Dios. Vemos esto en la segunda epístola de Pablo a los Corintios: “Por tanto, amados, teniendo estas promesas, limpiémonos de toda inmundicia de la carne y del espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Corintios 6:15-7:1). Debemos llevar nuestra santidad hasta la perfección en una atmósfera de temor de Dios, un ambiente que tiene como uno de sus elementos indispensables ese sentido, que todo lo impregna, de la presencia de Dios. ¿Por qué debería yo esforzarme y purificarme de toda inmundicia del espíritu? Porque Dios está aquí; Él ve, sabe y se siente apesadumbrado con todo lo que no es igual a Él y es una contradicción de su santo carácter. Él no está “por ahí, en algún sitio”, sino que dice: “Yo moraré en ellos y seré su Dios”. Y Pablo dice, a la luz de esa promesa, que perfeccionemos nuestra santidad y nuestra santificación en la atmósfera del temor de Dios.
El temor de Dios es la parte principal del conocimiento. En primer lugar, ese temor está fundado sobre opiniones correctas acerca del carácter de Dios y, en segundo lugar, se compone de ese sentido dominante de su presencia. ¿Sabes algo de ese temor? Si eres cristiano, seguramente tu corazón grita: Señor, te doy gracias por lo poco que sé, ¡pero cuán poco es!” ¿No es esta la explicación de que nuestra vida sea de tan baja calidad y tengamos tanta deficiencia espiritual? Hemos aprendido, muy oportunamente, a situar el Gran Cañón en Arizona en lugar de estar en medio del mismo. ¡Que Dios nos ayude a caminar en su temor!
Una percepción que nos fuerza a conocer nuestras obligaciones para con Dios
El tercer ingrediente esencial del temor de Dios es lo que yo llamo una percepción que nos fuerza a conocer nuestras obligaciones para con Dios. En otras palabras, vivir en el temor de Dios no solo es conocer quién es Él y saber que está aquí, sino que en la circunstancia en la que me encuentro, la cuestión más importante es mi obligación para con este gran Dios que está aquí. ¿Ves la relación? Andar en el temor de Dios no solo es caminar con una opinión correcta en cuanto a Dios, que produzca asombro y reverencia, teniendo la sensación de que Él está aquí, sino que debemos también ser conscientes de que lo más necesario es saber cuáles son nuestras obligaciones para con Él y cumplirlas. Por citar a un siervo de Cristo:
“El temor de Dios implica que seamos constantemente conscientes de nuestra relación con Él, de manera que, aunque también estamos relacionados con ángeles, demonios, hombres y cosas, nuestra primera correspondencia sea con Dios y todos los demás tratos queden determinados por y con respecto a nuestra relación con Él”.
Este punto se puede ilustrar utilizando el escenario de un culto de adoración en una iglesia. Como declara esta cita, el cristiano tiene muchas relaciones. Cuando te sientas en el banco y adoras a Dios, estás relacionándote con los ángeles (cf. Hebreos 1:13-14; 1 Corintios 11:10) y con los demonios (cf. Efesios 6:12; Mateo 13:19). Sostienes una relación con los hombres: te sientas al lado de tu esposa, madre, padre, hermano, hermana, amigo o conocido. También te relacionas con las cosas: con el banco sobre el que estás sentado, el himnario que tienes en tu mano, la ropa que llevas puesta. Tienes muchas relaciones mientras estás sentado adorando a Dios. Pero si entraras en ese edificio de la iglesia en el temor de Dios, entraras, te sentaras allí reconociendo que la única relación que realmente importa, la que tiene prioridad sobre cualquier otra es la que mantienes con Dios. Al sentarte allí, tu preocupación es la respuesta a las preguntas: ¿qué significa para mí la relación con Dios?; ¿cuál es mi relación con Él?; ¿qué pide Él de mí?; ¿estoy dándole lo que Él me pide en este momento? Si estás adorando en el temor de Dios, la relación más importante para ti es la que tienes con Él y tu mayor preocupación debe ser si estás cumpliendo tus obligaciones para con Él.
La importancia del temor de Dios y el hecho de que incluya la preocupación consciente de cumplir tus obligaciones para con Él, hacen que estas preguntas sean relevantes y vitales: ¿cuál ha sido tu relación más importante en el acto de la adoración?; ¿tu relación con Dios o la que has mantenido con tu reloj?; ¿sueles decir: llevo aguantando tres cuartos de hora, ya solo falta otro cuarto para terminar?; ¿es tu relación con tu padre y tu madre lo más importante?; ¿piensas en tus adentros: “estoy aquí porque Papá o Mamá han dicho que tengo que hacerlo, así es que me tocará aguantar”?; ¿es, quizás, tu reputación lo que más te importa? “Soy miembro de esta iglesia y si no voy la gente empezará a pensar que tengo problemas espirituales, así es que me dejaré ver por allí”. ¿Es eso lo que te ha llevado a tu iglesia? ¿Ves qué práctico resulta esto? ¿Cuál es la cuestión más insistente desde el momento en el que cruzas las puertas del santuario, e incluso antes de entrar? Si estás caminando en el temor de Dios, entonces te ves superado por una percepción que te fuerza a conocer tus obligaciones para con Dios.
La esencia de nuestras obligaciones para con Dios
Si una percepción que me fuerza a conocer mis obligaciones para con Él es un ingrediente esencial del temor de Dios, entonces ¿cuál es la esencia de mi obligación para con Dios? Yo creo que todas nuestras obligaciones para con Dios pueden dividirse bajo estos tres títulos: amarle por encima de todo, obedecerle sin reservas y confiar por completo en Él.
n Amarle por encima de todo
¿Cuál es el primer y gran mandamiento? ¿Cuál es el resumen de todo lo que Dios nos pide? “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente” (Mateo 22:37-38). Heme aquí relacionándome con hombres, con ángeles, con cosas y, en todas estas relaciones, el hombre que camina en el temor de Dios se esfuerza por recordar y por verse forzado por el reconocimiento de su obligación hacia Dios. Procura amarle por encima de todo. Quizás veas ese coche nuevo, brillante y reluciente en la sala de exposición y desees tenerlo, no porque forme parte de un sabio plan económico para tu familia, sino simplemente porque es bonito. Ahora bien; queda claro que adquirir ese coche significará no poder aumentar tu ofrenda en proporción con el aumento anual de tu sueldo. Oh, sí; Dios dice que debemos honrarle con las primicias de todos nuestros aumentos (cf. Proverbios 3:9) y el hombre sabe que su ofrenda debe ser proporcional a la bendición recibida de Dios; pero sería muy bueno poder tener ese nuevo coche brillante. Se encuentra en una relación en la que está siendo muy tentado para que ame la pintura y el cromo mucho más que a Dios. No está andando en el temor de Dios. Si estuviera caminando en el temor de Dios, no sentiría ese apego idólatra a ese coche nuevo.
¿Estoy diciendo con esto que la gente no debería adquirir coches nuevos? No. El punto es que, si la motivación para comprar el coche es un amor hacia el mismo que está en rivalidad y sobrepasa al sentimiento que uno tiene hacia Dios —que debería ser un amor supremo— e impide que obedezca a Dios —a quien se debería obedecer sin reservas— entonces no está andando en el temor de Dios. Jesús, cuando llama a los hombres, dice: “Si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre y madre, a su mujer e hijos, a sus hermanos y hermanas, y aun hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:26). Él dice: “Si vienes a mí, hasta el legítimo amor que sientes por ti mismo, que se expresa en el deseo de protegerte, debe ser sacrificado. El amor por mí debe llevarte más allá de la autoprotección hasta el punto de llegar a ver tu propia vida como algo prescindible”. Vivir en el temor de Dios significa que amas a Dios por encima de todo, cualquiera que sea el coste.
n Obedecerle sin reservas
Luego, como única prueba de ese amor supremo, lo segundo es obedecerle sin reservas. Jesús dijo: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando” (Juan 15:14). Debemos obedecer las leyes del país: Dios nos dice que lo hagamos; al liderazgo eclesiástico: “Obedeced a vuestros pastores y sujetaos a ellos, porque ellos velan por vuestras almas” (Hebreos 13:17); al gobierno (cf. Romanos 13:1); a nuestros superiores (cf. 1 Pedro 2:18). Pero Dios es el único a quien se debe obedecer sin reservas. Si hubiese alguna contradicción de la voluntad expresada por algún superior designado por Dios, ya sea civil, eclesiástico, doméstico u ocupacional, entonces hechos 5:29 entre en juego: “Debemos obedecer a Dios antes que a los hombres”. Observa la palabra “debemos”. Deberíamos obedecer a Dios. Como dice Pedro, nuestra obligación es temer —obedecer— a Dios antes que al hombre. Pedro era un hombre que caminaba en el temor de Dios; al hacerlo, dijo: “Tengo una obligación que va más allá de cualquiera que me fuerce a obedeceros a vosotros, hombres. Esa obligación es obedecer a mi Dios”.
n Confiar por completo en Él
Y la tercera cosa es confiar por completo en Él. “Sin fe es imposible agradar a Dios” (Hebreos 11:6). Vimos cómo se manifestó en la vida de Abraham la percepción que le forzó a conocer su obligación de amar a Dios por encima de todas las cosas. Abraham demostró que amaba a Dios más que a su propio hijo cuando tomó el cuchillo para hundirlo en el pecho de Isaac. Manifestó que esa obligación de amar a Dios estaba por encima de todo. Por supuesto que debía amar a su hijo, Isaac; y esto no representaba ninguna carga para él. Era la delicia de su corazón. Sara y él tuvieron a Isaac cuando ya habían sobrepasado con creces la edad en la que hombres y mujeres tienen hijos. No le resultaba difícil amar a Isaac. Existía, naturalmente, un profundo apego hacia él. Existía también el amor que no proviene de una corriente natural sino de la identificación y el propósito espirituales, porque todas las promesas del pacto estaban atadas en Isaac. A pesar de la profundidad de ese amor, Abraham revela su determinación de amar a su Dios por encima de todo, a obedecerle sin reservas y a confiar por completo en Él. De ese modo, el temor que Abraham tenía de Dios, única virtud que se resalta por encima de cualquier otra al responder a la prueba de Dios, es un temor que se manifestó en esta percepción que le obligaba a conocer su obligación para con el Dios vivo.
Esto es precisamente aquello a lo que Dios nos llama cuando nos dice, con respecto a nuestros “Isaacs”: “¿Me amas más que estos?”. Nos pide que andemos en un camino en el que inmediatamente surge la voz del afecto natural. Padres, ¿qué ambicionáis para vuestros hijos? Si Dios tuviera que llamaros a su presencia ahora mismo y os mirara a los ojos, con los suyos que son como llamas de fuego y ante los cuales todas las cosas quedan desnudas y abiertas, de manera que no pudierais andaros con rodeos; si Dios os preguntara qué queréis para vuestros hijos ¿qué contestaríais? ¿Contestaríais, casi sin pensar, diciendo: “Oh, Dios; tengo una ambición: que sean lo que Tú quieras que sean? Si esto significa que quieres salvarles a la edad de siete años y llevártelos a los nueve, hágase tu voluntad. Si esto quiere decir que quieres tomarlos y enviarlos a trabajar en el Evangelio en algún lugar oscuro y morir allí en la pobreza —lo que supondría un fracaso a los ojos del mundo e incluso de la Iglesia— así sea, Señor”. ¿Podríais decir esto? Si no es así, queridos padres, no estáis andando en el temor de Dios; no le estáis amando por encima de todo ni estáis confiando por completo en Él.
Es posible que algunos jóvenes tengan una relación profunda e íntima con sus padres. Puede ser que llegue el momento en que la voz de Dios les diga: “Aquí es donde tenéis que ir y esto es lo que debéis hacer”. El o la joven puede sentir la tentación de decir: “Pero, Señor, si lo hago, Mamá y Papá no lo entenderán. Se volverán contra mí”. Si Dios te pone en una situación así ¿qué harás? En ese punto necesitas decir: “oh, Dios, por medio de tu Espíritu, inunda mi corazón de tu temor para que me vea forzado a ser consciente de que mi obligación esencial, primordial y suprema es hacia ti, y solamente hacia ti. Puede darse alguna ocasión en la que, para poder caminar por el sendero de la voluntad de Dios, no tengas más remedio que hacerlo pisando el corazón de tu propio padre o madre. Es posible que tengas que hacerlo con lágrimas. Quizás tengas que hacerlo teniendo una sensación interna de dolor. Pero tienes que hacerlo si quieres descender por el camino de la voluntad revelada de Dios.
El ejemplo de obediencia de Cristo con un temor piadoso
Luego, tenemos el que quizás sea el más hermoso de los ejemplos que se puedan encontrar en la vida de nuestro bendito Señor. Las Escrituras dicen de nuestro Señor en Isaías 11:2, que: “Reposará sobre Él el Espíritu del Señor, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor del Señor”. El Señor Jesús anduvo en el temor de Dios; no era el temor del pánico y del terror. Caminó con ese sentido de sobrecogimiento reverente. ¿Cómo operó exactamente el temor de Dios en nuestro Señor? Podemos observar en él las mismas tres cosas que vimos en Abraham. En primer lugar, vemos especialmente que amó al Padre por encima de todo, cuando entramos a ese santuario interior de Getsemaní y el Calvario. Como Hijo del seno del Padre, amó y se deleitó en su consciente comunión con Él. Pudo decir: “Padre […]. Yo sabía que siempre me oyes” (Juan 11:42). Pero, ahora, el plan que el Padre tiene para el Hijo exige que este baje por un sendero en el que será despojado del delicado consuelo que supone el apoyo de Dios. Tendrá que abandonar la propia vida. Con todo, el Señor Jesús anduvo de tal manera en el espíritu del temor de Dios que su amor supremo por el Padre hizo que dijera: “No se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lucas 22:42). Tenemos el segundo elemento esencial de nuestra obligación para con Dios: la obediencia sin reserva a Él. Aunque todo dentro de Él se echara hacia atrás, las Escrituras dicen que Jesús se hizo “obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz” (Filipenses 2:8). “Aunque era Hijo, aprendió obediencia por lo que padeció” (Hebreos 5:8).
En medio de ese supremo amor por el Padre y esa obediencia sin reservas, la confianza de nuestro Señor en el Padre fue puesta a prueba hasta lo sumo. Alguien dijo que las últimas palabras de nuestro Señor en la cruz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lucas 23:46) fueron, quizás, el mayor acto de fe jamás ejercido sobre la tierra de Dios. Aquí, sin ninguna tierna complacencia en el rostro del padre, los cielos se cubrieron de tinieblas; el Hijo de Dios, sintiendo dentro de sí mismo la ira del Padre y su disgusto contra los pecados de su pueblo, en esa oscura situación, Jesucristo desplegó una completa confianza en Dios. Isaías 50:10 profetiza: “¿Quién hay entre vosotros que tema al Señor, que oiga la voz de su siervo, que ande en tinieblas y no tenga luz? Confíe en el nombre del Señor y apóyese en su Dios”. Cuando el Señor Jesús pronunció sus últimas palabras, esta profecía se llevó a efecto de una forma más plena que en ningún otro momento de la historia. Ahí estaba el Siervo de Dios, quien obedeció su voz, caminando en tinieblas. A pesar de ello, se apoyó tanto en su Padre y en la certeza de la promesa de Aquel que dice: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.
Las obligaciones del cristiano y el temor de Dios
No deberíamos sorprendernos al ver que, a menudo, el temor de Dios va inmediatamente unido a la obediencia. Veamos cómo el Señor junta el temor, la obediencia y el amor en Deuteronomio 10:12-13.
“Y ahora, Israel, ¿qué requiere de ti el Señor tu Dios, sino que temas al Señor tu Dios, que andes en todos sus caminos, que le ames y que sirvas al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, y que guardes los mandamientos del Señor y sus estatutos que yo te ordeno hoy para tu bien? (cf. también Deuteronomio 6:24).
De manera similar, en Filipenses 2:12 se nos dice: “Como siempre habéis obedecido […] ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor”. Hijo de Dios, ¿crecerás más en el temor de Dios y caminarás en él? Entonces tú y yo debemos recordarnos constantemente a nosotros mismos ese hecho. En este momento y en mis circunstancias presentes —y, de hecho, en cualquier momento dado y en cualquier circunstancia— lo más importante es mi relación con Dios y con lo que Él requiere de mi en este preciso instante. Este Dios, glorioso en sí mismo; este Dios que me hizo a mí; este Dios que me redimió; este Dios es Aquel a quién debo lealtad.
Por tanto, cuando el precio de mantener la sonrisa de mi jefe es que debo recortar una esquinita de la verdad, no puedo hacerlo. ¿Por qué? A causa de mi obligación para con el Dios que me ha ordenado de no hablar más que la verdad. ¿Ves las implicaciones éticas? Un joven puede estar enfrentándose a una gran tentación de realizar sus deseos lujuriosos. Aunque todo en él pueda clamar pidiendo la satisfacción de su apetito físico en esa circunstancia con esa joven mujer; que toda su pasión le grite: “¡satisfazme!” y su carne gima: “¡compláceme!”, en esa situación, su Dios dice: “Huye, pues, de las pasiones juveniles” (2 Timoteo 2.22). Es el sentido de la supremacía, que le fuerza a cumplir la obligación con Dios, el que le capacitará para resistir y hacer la voluntad de su Señor.
Debemos recordarnos constantemente a nosotros mismo el hecho de que, en cualquier relación y cualquier circunstancia en la que nos encontremos, nuestras obligaciones para con Dios son supremas. Debemos acordarnos de lo que implica la obediencia a Dios. Tenemos que procurar constantemente agrandar el campo de nuestro entendimiento de lo que Él requiere, meditando y buscando sus preceptos en su palabra. Y debemos orar constantemente para tener la gracia de olvidar todo lo que pudiera cegarnos a esto.
Si no eres cristiano, aquí tienes la explicación de por qué vives de la forma en que lo haces. Romanos 3:18 dice de los inconversos: “No hay temor de Dios delante de sus ojos”. ¿Por qué vives de esa forma? Porque no tienes un sentido profundo de la grandeza de la persona de Dios, ni una sensación dominante de su presencia, ni una percepción que te fuerce a conocer tus obligaciones para con Él. Esa es la razón por la que te resulta tan fácil engañar en la escuela o en tu lugar de trabajo. Ese es el motivo por el cual puedes mentir a tus padres, abrir la boca y maldecir o entregar tu cuerpo a la permisividad sensual. ¿Por qué? Porque no tienes un profundo sentido de la majestad de la persona de Dios, ninguna sensación dominante de su presencia y ninguna percepción que te fuerce a conocer tus obligaciones para con Él.
Amigo mío, seguirás así hasta que Dios tenga a bien darte un nuevo corazón. Jeremías 32:39-40 dice que, en el Nuevo Pacto, la obra definida de Dios es poner su temor dentro de nuestro corazón para que no nos apartemos de Él. El Espíritu Santo no viene nunca al corazón de un hombre, mujer, niño o niña, más que como el Espíritu del temor del Señor. Si no tienes temor del Señor es porque estás desprovisto del Espíritu. Si algún hombre no tiene el Espíritu de Cristo, las Escrituras dicen que “el tal no es de Él” (Romanos 8:9). Esto es algo que no puedes conjurar ni producir con esfuerzo, porque el Dios de gracia y misericordia, que atesoró en su Hijo todo lo necesario para la salvación de los hombres, te anima a que mires a Él por medio de su Hijo. Y te alienta a que clames a Él para que, en su gracia, tenga a bien concederte un nuevo corazón y ese Espíritu que es el del temor de Dios.
¡Que Dios conceda que esa percepción que fuerza a conocer nuestra obligación para con Él nos capte de tal forma que sea nuestra porción y todas las demás relaciones se desvanezcan en un segundo plano! ¡Que en cada circunstancia de la vida podamos recordar constantemente este principio, para que estemos “siempre en el temor del Señor”, como las Escrituras nos ordenan (Proverbios 23:17)!
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