El temor de Dios II: Definición del temor de Dios
El temor de Dios es el alma de la piedad. Como ya he señalado, a los cristianos practicantes les resulta obvio que este tema dominante, que impregna las Santas Escrituras, esté casi perdido en nuestra propia generación. Al esforzarnos por informarnos, al menos sobre los aspectos fundamentales de la enseñanza escrituraria sobre este tema, en el último estudio procuramos no hacer más que una cosa: captar y sentir algo de la primacía del temor de Dios en el pensamiento bíblico.
En este segundo capítulo consideraremos el significado del temor de Dios según lo definen las Escrituras. Una cosa es captar y sentir algo de la primacía de este concepto del temor de Dios en el pensamiento bíblico, y otra distinta saber si le estamos dando a este concepto el significado que las Escrituras exigen que le demos. ¿Cómo intentaremos llegar al significado del temor de Dios a la luz de las Santas Escrituras? Dado que el Espíritu Santo tuvo a bien utilizar las dos palabras más comunes, tanto en hebreo como en griego, para indicar miedo al describir el temor de Dios, nos limitaremos a buscar cómo se define el término “miedo” en su uso general. Luego veremos cómo se le han atribuido las dos facetas de su uso general cuando se refiere al temor de Dios.
La palabra “temor” en su uso bíblico general
¿Cuál es el uso de la palabra “temor” en el lenguaje cotidiano, común y ordinario de las Escrituras? En primer lugar tenemos el temor que se puede describir como estar asustado, tener terror o pánico. Es el tipo de miedo que siente un niño pequeño de nueve años cuando está volviendo a casa, después de la escuela y, al volver la esquina para llegar ya al edificio de su hogar y ve, ahí, en medio de la acera al matón del vecindario. Frente a él se halla un chico de catorce años, que mide 1’80 m y pesa 77 kgm, y al que le gusta pegar a los pequeños de nueve años. Cuando este niño vuelve la esquina y ve al matón que le parece un gigante, el terror y el pánico se apoderan de él. Ese terror se basa en el reconocimiento del daño potencial que el objeto de ese pánico le puede hacer.
La palabra “temor” en el uso bíblico se utiliza a veces para describir ese tipo de miedo. Observe esto en Deuteronomio dos, comenzando por el versículo veinticuatro. Dios le da un mandamiento a su pueblo, diciendo:
“Levantaos; partid y pasad por el valle del Arnón. Mira, he entregado en tu mano a Sehón amorreo, rey de Hesbón, y a su tierra; comienza a tomar posesión y entra en batalla con él. Hoy comenzaré a infundir el espanto y temor tuyo entre los pueblos debajo del cielo, quienes, al oír tu fama, temblarán y se angustiarán a causa de ti”.
Dios dice: “Acompañaré de tal modo tus esfuerzos para someter a esos cananitas que, cuando empiece a correr la voz acerca de lo poderoso que eres en la batalla a causa de mi presencia y mi poder sobre ti, y en medio de ti, aquellos que oigan hablar de vosotros se llenarán de espanto. Sentirán terror y angustia”. La palabra que se utiliza aquí, en el versículo veinticinco, es la misma que se usa para referirse al temor de Dios.
En el Salmo 105:36-38 encontramos una referencia similar. Habla de la liberación por medio de la cual Dios sacó a su pueblo de Egipto y leemos así: “También hirió de muerte a todo primogénito de su tierra; las primicias de todo su vigor. Pero a ellos los sacó con plata y oro […]. Egipto se alegró cuando se fueron, porque su terror había caído sobre ellos”. Esto quiere decir que ellos habían comenzado a temer la presencia de los israelitas a causa de los terribles juicios que el Dios de ellos infligió sobre ellos. Este es, de nuevo, el temor del miedo y del terror.
En el Nuevo Testamento, en el pasaje tan familiar de la “Navidad”, tenemos un ejemplo de esto. En Lucas 2:8 leemos que, cuando los ángeles aparecieron de repente a los pastores, estos estaban aterrorizados. Se llenaron de temor y era el temor del pánico. El temor que sintieron por la presencia de los ángeles, en esa manifestación poco habitual, era el temor del pánico. Otra referencia en el Nuevo Testamento es la de Hechos 5:11. Cuando se corrió la voz de cómo Dios había matado a Ananías y Safira por su intento de mentir al Espíritu Santo, las Escrituras nos dicen que el temor se apoderó de todo aquel que oyó la noticia. Las palabras exactas son: “Y vino un gran temor sobre toda la iglesia, y sobre todos los que supieron estas cosas”.
Así pues, tanto en el Antiguo Testamento como el Nuevo, esta palabra común “temor” se utiliza para describir la emoción de estar asustado, de verse atenazado por el terror y el pánico.
Pero hay otro tipo de temor y se usa la misma palabra para él; sin embargo, se utiliza con un significado obviamente distinto. Es el temor de la veneración y de la honra, del respeto. Tomemos de nuevo al mismo niño de nueve años. Ya no está volviendo la esquina camino a casa y enfrentándose al matón de la ciudad, sino que se encuentra con sus compañeros de escuela. Han hecho un viaje de estudios y han ido a Washington D.C. Mientras caminan por las distintas partes de la Casa Blanca en una visita guiada, de repente, un funcionario irrumpe en la fila y le dice a este niño: “El presidente de los Estados Unidos desea hablar contigo”. Inmediatamente, los ojos del niño se abren de estupor, su respiración se va acelerando y tartamudea:
— ¡¿Quiere hablar conmigo?!
— Sí, contigo; ¿te llamas Billy Jones, no es así?
El niño se llena de temor, pero no es terror. No le asusta que el presidente de la orden de que salgan soldados y que le apunten a la cabeza con sus rifles. No, lo que él siente en ese momento es el temor de verse ante la presencia de algo superior a él en valor y en dignidad. Es el temor de la veneración, de la honra y del sobrecogimiento.
Ahora observemos cómo se capta este aspecto de la palabra “temor” en un texto como Levítico 19:3: “Cada uno de vosotros ha de reverenciar* a su madre y a su padre. Y guardaréis mis días de reposo; yo soy el Señor vuestro Dios”. ¿Lo que Dios está ordenando a los hijos es que, cada vez que miren a su madre o a su padre, sientan lo mismo que cuando se encuentran con el matón del barrio? ¿Quiere que cada vez que vean a su madre y a su padre se echen a temblar? Por supuesto que no. Sin embargo dice que deben temer a sus padres. Se utiliza la misma palabra, pero obviamente tiene un significado muy distinto. Lo que Dios está diciendo a los hijos es que, en su padre y su madre, no solo deben reconocer a personas que son más altas, más mayores, más sabias y con un poco más de experiencia que ellos. Deben reconocer eso porque son el padre y la madre, los representantes de Dios que les administran su gobierno y su voluntad. Por consiguiente, a causa de la dignidad de su posición, los hijos deben respetar a sus padres con veneración, honra y temor reverencial. Este no es el temor del terror, sino el de la veneración y la honra.
Estos dos usos comunes de la palabra “temor” que se encuentran en el vocabulario de la gente de los tiempos bíblicos y, en cierta medida, en el nuestro son los dos conceptos que van juntos en la noción bíblica del temor de Dios. Este reúne ambos conceptos. Existe un sentido legítimo en el que el temor de Dios implica tener miedo de Dios, sentirse atenazado por el terror y el pánico. Aunque este no es el pensamiento dominante en las Escrituras, no obstante se encuentra presente en ellas. El segundo aspecto del temor, que es característica del pueblo de Dios, es el temor de la veneración, la honra, y la reverencia con la que respetamos a nuestro Dios. Es un temor que no nos lleva a escapar de Él sino a someternos alegremente.
El temor que significa miedo y terror
Consideremos primeramente el temor que es miedo o terror, aquel que conduce a la angustia. El primer ejemplo de este temor se encuentra en Génesis 3:10. Este es el primer ejemplo que se cita de cualquier tipo de temor de Dios, y es el del miedo o terror. El escenario es el Jardín del Edén donde Dios había colocado a Adán, en un entorno perfecto y le había rodeado con todo lo que su naturaleza santa podía desear. Dios había amenazado a Adán diciéndole que, si comía del árbol prohibido, ese día moriría. Leemos que, cuando el Señor viene y llama al hombre, este responde diciendo: “Te oí en el huerto, y tuve miedo porque estaba desnudo, y me escondí”. Dios había amenazado a Adán con la muerte si desobedecía. Adán había pecado y, ahora, al oír la voz de Dios, dice: “Tuve miedo; el terror y el pánico que conducen a la aversión me atenazaron. Me escondí; tenía miedo”.
La pregunta es: ¿es correcto que una persona sienta ese tipo de pánico con respecto a Dios?; ¿es esto parte del temor de Dios que se ordena y se recomienda en las Santas Escrituras?; ¿esta sensación de pánico y terror forma parte de esa virtud que representa un tema tan dominante en las Santas Escrituras? La respuesta, como declaró John Murray de una forma tan hermosa y precisa es que: “La esencia de la impiedad es no tener miedo de Dios cuando hay motivos para asustarse de Él”. Una vez Adán había pecado, supongamos que hubiera intentado confundir a Dios cuando este le llamó, y que le hubiera contestado: “Hola, ¿qué tal estás, Dios? Me alegro de verte otra vez. ¡Que tengas un buen día!”. Esa habría sido la esencia de la impiedad, la dureza del corazón y la manifestación de una conciencia cauterizada. Si a Adán le quedaba algún resto de sentido acerca de quién era Dios, de lo terrible que era pecar contra Él, y de la seguridad de que la amenaza de Dios se cumpliría, cualquier sentimiento que estuviera por debajo de ese temor que, en realidad era terror y angustia, habría supuesto la mayor forma de impiedad, de religión descarada y de locura moral.
Este tipo de temor es correcto y adecuado en cada situación en la que nuestra condición nos deja expuestos a los juicios justos de Dios. ¿Es correcto tener miedo de Dios? Si, si tienes motivos escriturarios para estar asustado. ¿Era justo que Adán tuviese miedo? Por supuesto que sí. Había pecado contra Dios. Había desafiado la orden explícita de Dios: “No comeréis”. Y ahora, Dios se acerca a él y Adán se siente atenazado por el terror que le conduce a escapar de Él. Y las Escrituras justifican ese pánico de Dios siempre que la causa de ese terror esté presente.
Testigos del Antiguo Testamento
Observemos cómo este aspecto del temor es algo que las Santas Escrituras, en Deuteronomio 17:13, ordenan y recomiendan. El contexto es una advertencia de que, si un hombre no respeta las directrices de los jueces nombrados en Israel, debe morir. En el versículo trece, Dios declara una de las razones para ello: “Entonces todo el pueblo escuchará y temerá, y no volverá a proceder con presunción”. Imaginemos que el pueblo sale un día para tener su reunión con los vecinos y se dan cuenta que falta uno de sus amigos. Alguien pregunta que le ha ocurrido. Otro contesta que actuó con presunción en cuanto a las leyes de Dios y que, cuando los jueces quisieron hacerle cumplir esos preceptos, su actitud fue de indiferencia; por ese motivo fue sacado y apedreado el día anterior. Al preguntar la primera persona sobre cuál había sido la ofensa, le explican que era algo relativamente insignificante de por sí. Pero la cuestión no era tanto la ofensa inicial como la falta de respeto del hombre por la Ley y la administración de la misma por los dirigentes de Dios. Así pues, el hombre fue ejecutado. Sus amigos se llenan de temor. Sienten terror de que algún otro se atreva a actuar como este y le ocurra lo mismo que a él. Por eso, Dios dijo que el verdadero propósito de dar directrices era que su pueblo sintiera por completo el temor de Dios: un temor mezclado con pánico y horror.
En Deuteronomio 21, Dios dirige a los Israelitas sobre la forma de actuar con un hijo obcecado y rebelde quien, a pesar de la fiel disciplina de sus padres, se niega a seguir por los caminos que ellos les han ordenado. Cuando la situación parece desesperada, se dan estas directrices:
“El padre y la madre lo tomarán y lo llevarán fuera a los ancianos de su ciudad, a la puerta de su ciudad natal, y dirán a los ancianos de la ciudad. ‘Este hijo nuestro es terco y rebelde, no nos obedece, es glotón y borracho’. Entonces todos los hombres de la ciudad lo apedrearán hasta que muera; así quitarás el mal de en medio de ti, y todo Israel oirá esto y temerá” (Deuteronomio 21:19-21).
Podríamos imaginar a un adolescente israelita tentado a ser un sabelotodo con respecto a sus padres. Empieza a actuar según “la moda” en el vecindario de su tienda, en el desierto y comienza a burlarse de su padre y su madre, mostrando lo sabelotodo que puede llegar a ser. Luego, se reúne clandestinamente con su grupo y empieza la sesión de bravuconerías entre ellos presumiendo de cómo se las han apañado en casa con los distintos asuntos. Ese día, uno de sus secuaces no aparece y algunos de ellos empiezan a preguntarse dónde está Johnny.
—¿No sabes lo que le ha ocurrido a Johnny? dicen los demás.
—No. ¿Qué le ha sucedido?
—Sus padres le llevaron delante de los ancianos. Ahora está muerto bajo un montón de piedras.
De repente, todo el ambiente de alegría desaparece y el pequeño grupo deja de fanfarronear, se va deshaciendo y cada uno se marcha a su casa, atenazado por el pánico y el temor, no sea que si entran en la misma esfera de culpa recaiga sobre ellos la misma condena. Dios da este mandamiento no solo para alejar el mal sino para que no sea contagioso; para que ponga temor en el corazón del pueblo. Este es el temor del pánico, del terror.
Testigos del Nuevo Testamento
Pero alguien dice: “Eso ocurre en el clima misterioso, rígido como el hierro del Antiguo Testamento”. El Nuevo Testamento es una atmósfera nueva. ¿Lo es? Escuchemos las palabras de nuestro Señor Jesús:
“Y yo os digo, amigos míos: no temáis a los que matan el cuerpo, y después de esto no tienen nada más que puedan hacer. Pero yo os mostraré a quién debéis temer: temed al que, después de matar, tiene poder para arrojar al infierno; sí, os digo: a ése, ¡temed!” (Lucas 12:4-5).
¿En qué consiste ese temor que Jesús ordena? No es el temor de la veneración y el sobrecogimiento. Es el temor del terror y del horror. Jesús dijo: si empezáis a comportaros de una manera que justifique la condena de Dios, deberíais sentir que un miedo terrible os atenaza. El Dios que condena una conducta semejante tiene poder de arrojaros al infierno. Nuestro Señor no solo recomienda ese temor, sino que lo ordena.
Vemos que el autor de Hebreos exhorta a sus lectores, que han empezado a fluctuar, que sigan adelante hasta alcanzar el pleno conocimiento de Cristo y un compromiso inquebrantable de la fe cristiana. Algunos de ellos, que habían sido instruidos y habían probado la buena Palabra de Dios y los poderes del mundo venidero, tenían tendencia a volver a las antiguas formas misteriosas del pasado. En su exhortación, el escritor dice: “Por tanto, temamos, no sea que permaneciendo aún la promesa de entrar en su reposo, alguno de vosotros parezca no haberlo alcanzado” (Hebreos 4:1). ¿Qué temor es este? Es un temor de horror y de pánico al pensar que no lleguemos a entrar en el descanso completo del Evangelio; al no conseguirlo, nos encontraríamos bajo la condenación de Dios.
En el capítulo diez, el escritor amplía este mismo pensamiento:
“Porque si continuamos pecando deliberadamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda sacrificio alguno por los pecados, sino cierta horrenda expectación de juicio, y la furia de un fuego que ha de consumir a los adversarios. Cualquiera que viola la ley de Moisés muere sin misericordia por el testimonio de dos o tres testigos. ¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que ha hollado bajo sus pies al Hijo de Dios, y ha tenido por inmunda la sangre del pacto por la cual fue santificado, y ha ultrajado al Espíritu de gracia? Pues conocemos al que dijo: Mía es la venganza, yo pagaré. Y otra vez: El Señor juzgará a su pueblo. ¡Horrenda cosa es caer en las manos del Dios vivo! (Hebreos 10:26-31).
¿Estáis oyendo lo que dice? Está diciendo que, si un hombre se coloca en una posición en la que el juicio de Dios sea inevitable, entonces debería llenarse de temor ya que espera que ese juicio caiga sobre él, porque caer en manos del Dios vivo es algo horrible. Si un hombre cree ser candidato al juicio de Dios y no siente temor, estará mostrando una insensibilidad total a todo lo que revelan las Escrituras acerca del carácter de Dios y del terror de su juicio.
La legitimidad de los sentimientos de miedo y terror con respecto a Dios
Por tanto, como respuesta a la pregunta: ¿es correcto tener este aspecto del temor de Dios, este miedo o terror del Señor?, las Escrituras contestan con un rotundo: “Sí”. Pero hay una segunda pregunta: ¿cuál es la raíz de este terror y este miedo? En un sentido negativo, no se trata de una obra de la gracia de Dios ya que este temor se encuentra en personas que no son conversas. Sin embargo, de forma positiva en la raíz de este temor se halla algún tipo de entendimiento en cuanto a la santidad del carácter de Dios. Por ser Él santo, se opone infinitamente a todo pecado. ¿Será precisamente este reconocimiento de la identidad de Dios en cuanto a su santidad y, por consiguiente, la forma en la que Él considera el pecado, lo que constituye la raíz de este temor de pánico y de terror? Es lo que Adán conocía del carácter santo de Dios, una santidad que había sido sellada sobre su propio ser interno pero que, ahora, se había estropeado por culpa de su pecado. Era la santidad del carácter de Dios, que él conocía, lo que hizo que escapara cuando oyó que este le llamaba, a causa del pánico y del terror que le provocaba la voz de Dios.
Leyendo a lo largo de las Escrituras encontramos frases como: “el ardor de su [Dios] ira” (cf. Isaías 42:25) y “el fuego de mi [de Dios] furor” (cf. Ezequiel 21:31). Leemos expresiones como: “ira e indignación, tribulación y angustia, para toda alma humana que hace lo malo” en Romanos 2:9 y, en 2 Tesalonicenses 1:8-9: “en llama de fuego, dando retribución a los que no conocen a Dios, […]. Estos sufrirán el castigo de eterna destrucción”. ¿Qué nos transmiten semejantes expresiones y afirmaciones? El concepto bíblico es que, cuando la Omnipotencia maneja la espada de la venganza y el Dios infinito toma entre sus manos a la criatura finita para juicio, esa persona debería temblar de horror y pánico. Es realmente terrible caer en las manos del Dios vivo. Solo la ignorancia con respecto al carácter de Dios o una demencia espiritual, podrían hacer que el hombre no tenga temor de Dios si se encontrara en el camino del juicio de Dios.
Imaginaos a un hombre caminando por la vía del tren y este, a noventa metros de él, circulando a unos ochenta kilómetros por hora. Si el hombre siguiera caminando por los raíles, en dirección al tren que se aproxima, silbando Yankee Doodle ¿qué pensaríais? Llegaríais a la conclusión de que una de dos: o el hombre está ciego y sordo y, por consiguiente, ignora lo que está a punto de tomarle desprevenido y destruirle por completo o, si tiene ojos, oídos y todos sus sentidos, está loco. Por la razón que sea no es capaz de relacionar esa avalancha de toneladas de acero, a esa velocidad, con el resultado que tendrá sobre su cuerpo, sobre su vida. Del mismo modo, la única razón por la que una persona inconversa no se sienta atenazada por un terror y un pánico constantes, con respecto a Dios, es que esté ciega o mal de la cabeza. Está ciega en cuanto al carácter del Dios de la Biblia o, habiendo conocido ese carácter, está tan lleno de locura espiritual que no puede relacionar la furia de la ira de Dios con ser él mismo el receptor de ello en el juicio.
¿Estás leyendo estas palabras como un extraño con respecto al Dios de los cielos? ¿No has tenido aún la unión salvífica con Jesucristo? Sabes que es difícil sacar de tu mente este aspecto del pánico y el terror de Dios. A ningún hombre le gusta vivir en pánico y en terror. Todo hijo de Adán, antes de que la gracia de Dios obre en su corazón, intenta deshacerse de ese terror. ¿Qué hace? Trata de convencerse a sí mismo de que la locomotora no es más que un juguete de cartón piedra y falsifica el carácter de Dios. Se convencerá a sí mismo de que Dios ama a sus criaturas demasiado como para destruirlas.
Una vez leí algunos sermones predicados por un ministro de una iglesia liberal que trataba sobre la vida futura. En un punto dijo: “Ahora bien; de una cosa estoy absolutamente seguro: Dios no enviaría nunca a una de sus criaturas al infierno. Eso es algo que sé”. Uno esperaría que una afirmación tan dogmática se respaldara con las Escrituras, pero él no aportó ni un solo versículo de las Escrituras para demostrar su declaración. ¿Qué estaba haciendo? Estaba de pie sobre la vía del tren, viéndole venir, sabiendo que le destruiría y, sin embargo, intentando convencerse a sí mismo de que un tren hecho de toneladas de acero no le aplastaría. Se dice a sí mismo —y, en su caso, a los demás— que no es más que un espejismo. Esto es lo que se halla detrás de todos los intentos de cambiar el carácter de Dios, porque a los hombres no les gusta vivir con terror ni con pánico.
Incluso el hombre pagano, que no ha visto jamás la Biblia, siente algo de este terror y pánico. Leemos acerca de esto en Romanos 1:32: “los cuales, aunque conocen el decreto de Dios”. También lo encontramos en Romanos 2:15: “sus pensamientos acusándolos”. Aun así, los hombres siguen diciéndose a sí mismos que el tren del juicio no está llegando, que no es más que un espejismo. Intentarán cambiar el carácter de Dios, o encontrarán alguna forma de mitigar sus sentidos de una forma tan absoluta que puedan apartar esos pensamientos por completo de su mente.
¿Qué es lo que convierte el ver incesantemente la televisión en un pasatiempo nacional en nuestro propio país y en otros lugares en los que las personas tienen un acceso fácil a la TV? En mi opinión, la razón principal que se esconde detrás de esto es la siguiente: evitar enfrentarse con la realidad del juicio de Dios. Los hombres no quieren quedarse a solas con sus propios pensamientos ni siquiera cinco minutos. A menos que la conciencia esté totalmente cauterizada, escucharán el estruendo de las ruedas de un Dios que llega embalado y se verán sobre los raíles. No creen en Dios, pero al menos tienen cierto entendimiento acerca de la santidad del carácter de Dios y del hecho de que se encuentran en el camino del juicio. Su razonamiento es: “si al menos pudiera llenar mi mente con otras cosas desde ahora y hasta ese momento, al menos no sentiré angustia hasta que me alcance”. Así se van obsesionando con ruidos y actividades.
La legitimidad del miedo y el terror en el hijo de Dios
La siguiente pregunta es: ¿qué ocurre con el hijo de Dios que se sabe aceptado en el Amado, esa persona que sabe que el tren del juicio aplastó a su Señor, pero que a ella nunca la arrollará. El hijo de Dios, que sabe que no hay condenación para él en Cristo Jesús, ¿debería también experimentar alguno de estos aspectos del temor de Dios? ¿Debería sentir algún pánico, algún terror? Mi respuesta es un rotundo: “¡Sí!” y demostraré por qué, con las Escrituras.
Aun antes de que Adán pecara, este elemento del temor de Dios estaba destinado a ser parte de lo que le disuadiera de pecar, ya que Dios le dio la orden y la expresó en forma de amenaza. Dijo: “De todo árbol de huerto podrás comer, pero del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás” (Génesis 2:16-17). El Señor podría haberse detenido en este punto y habría sido simplemente un mandamiento. Sin embargo, para hacer más hincapié en la orden, y para dar una mayor motivación a la obediencia ¿qué dijo? Le amenazó. En realidad lo que dijo fue: “Adán, si un día te planteas comer de ese árbol, escúchame bien: “el día que de él comas, ciertamente morirás”. Adán, si tienes algún miedo de mí como Dios de juicio, no comas o te vas a situar en el raíl del tren de mi juicio (cf. Génesis 2:17b).
Si el temor al juicio era un motivo legítimo para que un hombre, que todavía estaba en un estado anterior a la caída, cuánto más para nosotros que somos redimidos pero no hemos sido perfeccionados aún. El pecado, que sigue estando dentro de nosotros y alrededor nuestro, puede tener efectos terribles sobre nosotros y acarrear deshonra al nombre de nuestro Dios, provocando que la mano castigadora de Dios nos hiera y nos traspase. No es de sorprender, pues, que nos encontremos con santos que confiesan temer los juicios de Dios, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo.
Consideremos el Salmo 119:120: “Mi carne se estremece por temor a ti, y de tus juicios tengo miedo”. Este es el mismo tipo de estremecimiento del niño de nueve años frente al matón del barrio, con el que se encontró al volver la esquina. No es el temblor del sobrecogimiento; David lo menciona en otros lugares. Pero aquí está considerando los juicios de Dios. Está reflexionando sobre cómo será, cuando ese Dios que él conoce por medio de la revelación divina —ese Dios que él ha llegado a ver y a amar en toda la magnitud y la gloria de su santidad y poder— imponga disciplina de juicio sobre los hombres. Solo con pensar en ello, según dice, hace que su carne se estremezca. El creyente tiene una mayor y más precisa perspectiva del carácter de Dios que el que no es cristiano. Cuando considera esos lados más oscuros del carácter de Dios en su relación con el juicio, no puede evitar temblar porque sabe que Dios es verdadero.
La gente pone objeciones a este tipo de enseñanza y dice: “Eso es el Antiguo Testamento”. ¿Pero, nos presenta el Nuevo Testamento una perspectiva distinta? En absoluto. De hecho, el Nuevo Testamento no hace más que reforzar este punto de vista. En 1 Pedro 1:17 encontramos este claro mandamiento de las Escrituras: “Y si invocáis como Padre a aquel que imparcialmente juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor durante el tiempo de vuestra peregrinación”. Es decir, que no debemos permitirnos llegar a ser gente tan irresponsablemente feliz y tan frívolamente segura de sí misma que nos olvidemos de que estamos tratando con un Dios que juzga sin consideración a las personas. ¡Que no falte nunca algo parecido a un pánico santo a lo largo de toda nuestra vida!
¿Se debe caracterizar el hijo de Dios por este aspecto de temor? Sí, así es. El temor de pánico no debe ser el elemento dominante en el temor que el cristiano siente hacia Dios; sin embargo, es una parte vital de lo que compone el temor de Dios, que es la parte principal de la sabiduría.
La naturaleza crucial de este miedo y terror
A medida que meditas en este tema del temor de Dios, ¿lo haces como alguien extraño a la unión vital con Cristo y con la obra regeneradora del Espíritu Santo? ¿No llevas ninguna marca de la unión salvífica con Cristo y del verdadero discipulado? ¿No sientes pánico del horrible juicio de Dios? ¿Crees que Dios es tal y como él mismo se ha revelado en las Escrituras? Si Él es ese Dios, entonces sus juicios se te están echando encima igual que ocurría con el tren y el hombre que caminaba sobre la vía. ¿Puedes reflexionar sobre esta realidad sin sentir un temblor interno? ¿Puedes considerar el juicio imparable de Dios y seguir siendo un extraño a la gracia y a la purificación de la sangre de Cristo, que es lo único que te puede salvar de ese juicio? ¿Cerrarás este libro y seguirás siendo un ignorante… o un loco espiritual? ¿Te molesta pensar que alguien está intentando asustarte para que te conviertas en un cristiano? Supón que alguien gritara al hombre que camina sobre la vía: “¡Eh, cuidado que viene un tren; salga de la vía! ¿No estaría intentando asustarle para que saliera de los raíles? ¡Por supuesto que lo estaría haciendo! Pero no le estaría asustando con un fantasma de terror. Lo estaría haciendo con realidades patentes: las del duro acero que aplastará su carne palpitante.
Así pues, cuando oigas la advertencia: “¡Huye de la ira venidera!” debes arrepentirte. No te des tregua hasta que sepas que estás unido a Cristo. El tiempo entre ahora y el día del juicio no será más que unos cuantos segundos cortos en el cálculo que Dios hace del tiempo. Si tienes una muerte prematura, ese día llegará de forma aún más veloz para ti. ¡Ojalá que Dios te haga sentir un temor que te obligue a huir de tu pecado, de su ira y de su juicio!
Y en cuanto al pueblo de Dios, ¡que no se nos tome por sorpresa por habernos quedado con la noción de que la esencia de la espiritualidad es la medida en la que podemos ignorar negligentemente los juicios del Dios Todopoderoso y el terror del Señor. Como alguien dijo, la humildad, la contrición y la mansedumbre de mente son la esencia de la piedad bíblica. La compleja personalidad que se caracteriza por estos frutos del Espíritu tiene que abrazar el temor y temblor que refleja que somos conscientes de nuestro pecado y de nuestra fragilidad. La piedad del Nuevo Testamento es totalmente ajena a la presunción de la persona que no tiene un corazón contrito. Asimismo, es ajena a la confianza de la persona que nunca echa cuenta de los juicios santos y justos de Dios. Un terror sano y santo constituye gran parte de nuestra motivación para perseverar en la fe. Cuando las propuestas del pecado llegan a ser tan seductoras y atractivas, y parece que la realidad de un Salvador moribundo y todos los demás motivos de gracia hubiesen sido desconectados de nuestra mente y de nuestro corazón, esta es la única inducción que Dios suele usar para despertar a sus hijos. La familiar advertencia: “La paga del pecado es muerte” (Romanos 6:23), se escribió para los creyentes, los santos en la iglesia de Roma.
Finalmente, este temor no solo debería motivarnos con respecto a nosotros mismos. El Apóstol Pablo escribió en 2 Corintios 5:10-11: “Porque todos nosotros debemos comparecer ante el tribunal de Cristo […]. Por tanto, conociendo el temor del Señor, persuadimos a los hombres”. Si ves que el tren va se abalanza sobre otro hombre, no te quedas parado, silbando y diciendo: “bueno, al menos no me va a dar a mí”. Solo con pensar lo que el tren le hará, te echas a temblar. De la misma manera, el hijo de Dios que ha sido rescatado de las vías y sabe de lo que ha sido salvado, no puede evitar temblar al ver venir el tren de la furia y la ira de Dios y echarse encima de otros. Así pues, el terror del Señor se convierte en una parte de la motivación de persuadir a los hombres para que huyan de la ira venidera.
¡Que Dios haga que este aspecto de su temor se convierta en algo que vaya creciendo dentro de nuestro corazón y nuestro pensamiento! ¡Que pueda tener su efecto proporcional en nuestras vidas! La presencia de este pánico y terror no es una prueba de la gracia. Como Félix, podéis temblar y, sin embargo, seguir sin arrepentiros (cf. Hechos 24:25). Pero es poco probable que haya gracia donde el temor no está presente, porque esta te ha sido presentada por medio del conocimiento de Dios, de ese Dios cuyo juicio es terrible.
El temor de la veneración y del sobrecogimiento
Sin negar o diluir esa primera faceta del temor de Dios —el temor del terror y del pánico— es, no obstante, el segundo aspecto de este —el de la veneración y el sobrecogimiento reverente— el tema dominante de las Santas Escrituras. Cuando la Palabra de Dios dice: “El temor del Señor es la parte principal del conocimiento”, no se está refiriendo al temor del terror y del pánico, sino al temor de la veneración, del sobrecogimiento y de la reverencia. Dios dice que pondrá este temor en el corazón de los hombres mediante las bendiciones del Nuevo Pacto y esto hará que ellos se aferren a sus caminos y guarden sus estatutos.
Ejemplos del Antiguo Testamento
Génesis 28
¿Qué debe haber en el hombre para que tenga este temor de Dios, el temor del pánico y del terror, pero principalmente el temor del sobrecogimiento y de la reverencia? Podemos pensar en este segundo aspecto del temor de Dios, considerando algunos ejemplos bíblicos sobre el mismo. Empezamos por Jacob. En Génesis 28:12-22, tenemos el relato tan familiar del sueño de Jacob. En él ve una escalera y ángeles que suben y bajan por ella. En medio de esta extrañísima visión, oye la voz de Jehová, el Dios del pacto, que viene a renovar ese pacto con Jacob. Cuando se despierta de su sueño y comienza a reflexionar sobre él, llega a algunas conclusiones.
Su primera conclusión se expone muy claramente en el versículo dieciséis: “Ciertamente el Señor está en este lugar y yo no lo sabía”. Dijo: “Salí y acampé a cielo descubierto y no tenía ni idea de la inmediata presencia de Dios, pero me equivoqué”. Dijo: “El Señor está en este lugar y yo lo desconocía”. Luego, su conciencia reflexiona sobre el hecho de que el Señor Jehová, el gran Dios de la Creación, el gran Dios que hizo y guardó la promesa del pacto, estuvo realmente allí y él ha estado verdaderamente en su presencia. Luego, el acto reflejo de todo su ser es este: “Y tuvo miedo y dijo: ¡Cuán imponente es este lugar!” (v. 17). Es decir: “Si Dios está aquí, y si Él es el Dios que ha declarado ser en mi visión —el Dios de Abraham, de Isaac, el Dios de la Creación, el Dios de mis padres— y si yo soy lo que sé que soy —Jacob, un hijo de Adán caído, una débil criatura del polvo— estar en la presencia de este gran Dios… ¡qué imponente es este lugar! Esto no es más que la casa de Dios, y esta es la puerta del cielo”.
Este temor que Jacob manifiesta ¿es terror y angustia que le hacen desear correr? No, porque el párrafo siguiente indica que era un temor compaginado con las más tiernas características de la confianza en la fidelidad de Dios, en su amor y en su misericordia. Es un temor que es perfectamente coherente con la confianza y el amor, porque luego levanta una columna y dice que será un monumento a la fidelidad de ese mismo Dios cuya presencia es imponente pero, sin embargo, le cuida de él, cumple su promesa y le traerá de nuevo a ese lugar. Como muestra de gratitud a Él, Jacob promete darle el diezmo de todo lo que posee.
Este es un bello y claro ejemplo de este segundo aspecto del temor de Dios. Aunque dice que estaba asustado, y aunque Jacob llega a utilizar el término “imponente” no sentía el pánico y el terror que hace que un hombre huya del objeto, como un niño pequeño huye del matón del barrio. Es un terror y un miedo totalmente coherente con el deseo de estar en la presencia del objeto del mismo y de rendirle honra, adoración, amor y obediencia.
Éxodo 3
En Éxodo capítulo 3 tenemos otra ilustración. Se trata de una historia que nos resulta muy familiar:
“Y Moisés apacentaba el rebaño de Jetro su suegro, sacerdote de Madián; y condujo el rebaño hacia el lado occidental del desierto, y llegó a Horeb, el monte de Dios. Y se le apareció el ángel del Señor en una llama de fuego, en medio de una zarza; y Moisés miró, y he aquí, la zarza ardía en fuego, y la zarza no se consumía. Entonces dijo Moisés: Me acercaré ahora para ver esta maravilla; por qué la zarza no se quema. Cuando el Señor vio que él se acercaba para mirar, Dios lo llamó de en medio de la zarza, y dijo: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí. Entonces Él dijo: No te acerques aquí; quítate las sandalias de los pies porque el lugar donde estás parado es tierra santa. Y añadió: Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tenía temor de mirar a Dios”.
Aquí está Moisés, guardando el rebaño. De pronto, se da cuenta de que una zarza ha comenzado a arder. Quiere saber por qué está ardiendo y, sin embargo, no se consume. Esta es la única razón que las Escrituras no dan del porqué se acerca. Un fenómeno natural le llama la atención y siente curiosidad. Pero Dios le dice: “Moisés, ni se te ocurra acercarte para hacer una pequeña investigación científica solamente. Yo, el Dios de Abraham, Isaac y Jacob, tengo algo que decirte”. Cuando Moisés se da cuenta de que Dios está allí, se nos dice que en lugar de seguir analizando aquel arbusto, escondió su rostro porque tuvo temor de mirar a Dios (v. 6).
Aquí tenemos una clara declaración de que Moisés sintió temor y terror de Dios. ¿Pero fue un temor que le hizo querer huir de Dios? No. Porque ese mismo Dios revela entonces su compasión por su pueblo y su propósito de liberarlos (vv. 7 y 8). En lugar de huir de Él, como hizo Adán, Moisés se acercó con verdadera reverencia para tener comunión con Dios y hablar con Él cara a cara. De modo que el terror que sintió Moisés hacia Dios y que le hizo esconder su rostro no tiene ni una pizca de incoherencia con respecto al trato más íntimo con Dios. Moisés esconde su rostro, pero habla con Dios. Es un temor de sobrecogimiento reverencial, de veneración y de honra.
Isaías 6
El último ejemplo que consideraremos en el Antiguo Testamento se encuentra en Isaías capítulo seis, otro pasaje que nos resulta familiar:
“En el año de la muerte del rey Uzías vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime, y la orla de su manto llenaba el templo. Por encima de Él había serafines; cada uno tenía seis alas: con dos cubrían sus rostros, con dos cubrían sus pies y con dos volaban. Y el uno al otro daba voces, diciendo: Santo, Santo, Santo, es el Señor de los ejércitos, llena está toda la tierra de su gloria. Y se estremecieron los cimientos de los umbrales a la voz del que clamaba, y la casa se llenó de humo. Entonces dije: ¡Ay de mí! Porque perdido estoy, pues soy hombre de labios inmundos y en medio de un pueblo de labios inmundos habito, porque han visto mis ojos al Rey, el Señor de los ejércitos” (Isaías 6:1-5).
Tanto el profeta como las huestes celestiales estaban mirando al mismo objeto. ¿Cuál es la reacción de los serafines cuando contemplan esta vista de Dios? Se llenan de santa agitación. Por así decirlo, no podían hacer una pausa y quedarse quietos delante del trono, sino que dice que volaban alrededor del mismo. Además, cubren sus pies y su rostro. Son una forma de manifestación angelical que no ha conocido pecado y, sin embargo, en la presencia de ese gran Dios, cubren su rostro. Así como Moisés cubrió su rostro y dijo: “tengo miedo de mirar a Dios”, ellos esconden su rostro y tapan sus pies, y vuelan, llenos de sobrecogimiento ante la santidad de Dios. Y se van gritando el uno al otro: “Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos. Llena está toda la tierra de su gloria”.
Por supuesto, no hay ninguna indicación de ninguna sensación de dolor o de modesta vergüenza a causa del pecado por parte de los serafines. Pero no es el mismo caso cuando el profeta mira al mismo Dios, porque cuando contempla el mismo objeto que los serafines veían, a él le sobrepasa la inmensidad y la majestad trascendente de Dios en su santidad; pero hay una dimensión añadida. Existe esta acción reflejo de dolor, de vergüenza, convicción y contrición retraídas. Y es que no se trata simplemente de una criatura como los serafines, igual que los serafines que contemplan al Creador exaltado. Es una criatura pecadora que contempla al Santo Dios. Por consiguiente, la única reacción que encaja aquí es un temor de sobrecogimiento reverencial mezclado con la sensación de impureza que, a su vez, produce convicción y contrición.
Esta es la única postura adecuada para una criatura pecaminosa que mira fijamente a un Dios Santo. Los serafines pueden esconder su rostro y gritar: “Santo, santo, santo” sin ninguna vergüenza por el pecado. Pero tú y yo no podemos hacerlo. Y si es incongruente y está fuera de lugar que los seres sin pecado como los serafines estén en la presencia de Dios sin ese sobrecogimiento reverencial, cuánto más fuera de lugar estará que hombres y mujeres pecaminosos, cargados de iniquidad, se acerquen a su presencia sin esa reverencia y ese temor piadoso unido a un profundo sentido de humilde vergüenza a causa de nuestro pecado.
Ejemplo del Nuevo Testamento
Alguno podría objetar, una vez más: “Pero eso ocurre en el Antiguo Testamento. El Señor Jesús nos trajo una revelación que eclipsó la idea anterior que se tenía acerca del carácter de Dios aportando líneas más suaves sobre el mismo”. ¿Es esto cierto? Existe un relato en los Evangelios que eliminará para siempre semejante pensamiento. En el Evangelio de Lucas, tenemos un incidente en la vida de nuestro Señor Jesús, quien vino con el propósito expreso de revelar al Padre. (Como Él dijo: “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” [Juan 14:9]. “Nadie ha visto jamás a Dios; el unigénito Dios, que está en el seno del Padre, Él le ha dado a conocer” [Juan 1:18]). Se trata de un incidente que nos es familiar, en el que Pedro y sus amigos han estado pescando toda la noche y no han conseguido nada.
“Respondiendo Simón, dijo: Maestro, hemos estado trabajando toda la noche y no hemos pescado nada, pero porque tú lo pides, echaré las redes. Y cuando lo hicieron, encerraron una gran cantidad de peces, de modo que sus redes se rompían; entonces hicieron señas a sus compañeros que estaban en la otra barca para que vinieran a ayudarlos. Y vinieron y llenaron ambas barcas, de tal manera que se hundían. Al ver esto, Simón Pedro cayó a los pies de Jesús diciendo: ¡Apártate de mí, Señor, pues soy hombre pecador! Porque el asombro se había apoderado de él y de todos sus compañeros, por la redada de peces que habían hecho; y lo mismo les sucedió también a Jacobo y a Juan, hijos de Zebedeo, que eran socios de Simón. Y Jesús dijo a Simón: No temas; desde ahora serás pescador de hombres. Y después de traer las barcas a tierra, dejándolo todo, le siguieron” (Lucas 5:5-11).
¿Cómo podemos juntar estas dos reacciones aparentemente contradictorias? “¡Apártate de mí, Señor, pues soy hombre pecador!” y “dejándolo todo, le siguieron”. ¿Qué le ocurrió a Pedro? Captó, en aquel acto, el mensaje de nuestro Señor. Vio más allá de aquella red que se había echado y que había recogido una gran multitud de peces. Reconoció —no sabemos hasta qué punto en aquel momento— que Aquel que había hecho esto, solo podía ser el Hijo de Dios, el Mesías. Cuando se dio cuenta de aquello, su reacción fue caer a sus pies, abrumado por una sensación de asombro reverencial y terror que le hizo exclamar de repente: “¡Apártate de mí, Señor! No soy apto para estar tan cerca de ti.” Sin embargo, esa misma reacción está emparejada con el más intenso anhelo de estar con Él, hasta tal punto que deja su negocio, su casa, sus amigos y le sigue.
No hay aquí un choque entre conceptos. Si ambos no estuvieran presentes en el corazón del hombre, sería poco probable que hubiese una verdadera adhesión al Cristo de las Escrituras. Es una idea incorrecta pensar que podemos limitarnos a arrimarnos a Cristo y sentirnos tan a gusto con Él, sin que la conciencia de nuestra pecaminosidad nos obligue a gritar: ¡Apártate de mí, Señor! No es adecuado que tú y yo podamos tener una relación íntima”. Y aun así, milagro de milagros, Él nos ha revelado el amor y el perdón del corazón de Dios de tal forma que nos aferramos a Él. Por su gracia, estamos deseosos de abandonarlo todo para seguirle a Él, como hicieron estos discípulos.
En un sentido, es una repetición de Isaías capítulo seis. No se trata solamente de una criatura en presencia de la Deidad, sino también de una persona pecaminosa que siente que no es correcto que esté tan cerca del Dios santo. “¡Apártate de mí, Señor!”. Y, al mismo tiempo, cuando llega la comisión, la respuesta es alegre, como también lo fue en el caso de Isaías. Es un temor distinto al que se siente cuando el terror y el pánico hacen que la persona quiera huir del objeto del mismo. Este pánico, este temor, este asombro, esta veneración reverente es perfectamente coherente con el cariño y el amor.
Resumen
En resumen, creo que es correcto decir que el temor de Dios, que es el alma de la piedad, es un temor que consiste en asombro, reverencia, honor y adoración, y todo ellos al más alto nivel de su ejercicio. Es la reacción de nuestra mente y espíritu a la vista de Dios en su majestad y santidad. Como muy acertadamente dijo John Murray, cuando intentaba definir el temor de Dios: “La sensación determinante de la majestad y la santidad de Dios, y la profunda reverencia que esta comprensión expone, constituyen la esencia del temor de Dios”. John Brown hace esta definición en su exposición sobre 2 Pedro: “El temor de Dios consiste en abrigar una impresionante sensación de la infinita grandeza y excelencia con respecto a la revelación que Dios ha hecho de estas cosas en su Palabra y en sus obras, que nos induce a la convicción de que el favor de ese Dios es la mayor de todas esas bendiciones y su desaprobación es el mayor de todos los males”.
El efecto práctico de todo esto se ve claramente cuando el Apóstol Pablo, hablando del estado de todos los hombres por naturaleza, hace una descripción fundamental del estado del hombre inconverso que es como la piedra que remata el edificio: “No hay temor de Dios delante de sus ojos”. ¿Vives una vida de total indiferencia a las exigencias de la santa ley de Dios y a las propuestas del Evangelio de su amado Hijo? ¿Sabes por qué vives de esa forma? Es porque no vives una vida en la que tengas el temor de Dios delante de tus ojos. No tienes una visión, ni un sentido, de su gloria y su majestad infinitas, que evocan ese anhelo del corazón por caminar de forma que le agrade, y nunca hacerlo de una manera que pueda disgustarle. Por eso vives de esa forma. No hay temor de Dios ante tus ojos. Miras a la vida y a lo que tú quieres; te pones en marcha de forma a poder obtenerlo. Haces lo que tus lujurias te dictan. Persigues aquello que se le antoja a tus deseos y tus apetitos. El temor de Dios —ese sentido dominante de su majestad, su santidad y la profunda reverencia que este expone— no representa nada para ti. En ti no mora ni una sola partícula del mismo. Amigo mío: si este es tu caso, que Dios te enseñe el temor del Señor por medio de su Espíritu, antes de que sea demasiado tarde (cf. Salmo 34:11; Proverbios 2:1-5).
*La versión Reina Valera Antigua dice: “Cada uno temerá a su madre y a su padre”
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