Corrige al niño
Constituye una gran prueba para la madre tener unos hijos inconscientes de su deber cuando son jóvenes, pero es diez veces más doloroso permitir que un niño crezca hasta la madurez en la desobediencia y que se convierta en un hombre disoluto y disipado.
¡Cuántas madres han pasado días de pesar y noches en vela como consecuencia de la mala conducta de sus vástagos! ¡Cuántas han sentido cómo se les rompía el corazón y se han llevado las canas a la tumba con tristeza, solamente como resultado de su propia negligencia a la hora de criar a sus hijos “[…] en la disciplina e instrucción del Señor” (Ef. 6:4)!
Tu felicidad futura está en las manos de tus hijos. Ellos pueden ensombrecer todas tus esperanzas, amargar todas tus alegrías, y entristecerte hasta tal punto que tu única perspectiva de alivio sea la muerte.
Esa niñita que ahora acaricias mientras se sienta sobre tus rodillas, y que juega en el piso tan llena de alegría, ha venido a un mundo repleto de tentaciones. ¿Qué va a capacitarla para resistir esas tentaciones si no son los principios religiosos que se le hayan inculcado? ¿Y dónde obtendrá esos principios sino en la instrucción y el ejemplo de su madre? Si, por tu negligencia presente, ella cediera después a la tentación y al pecado, ¿qué pasará con tu serenidad? ¡Oh, madre! ¡Qué poco consciente eres de la desdicha con que tu amada hija puede después abrumarte!
Con respecto a esta cuestión podrían introducirse muchos ejemplos de la naturaleza más emotiva. Sería fácil apelar al vasto número de personas que sufren hoy día, como testimonio de las maldiciones que el pecado de sus hijos les ha acarreado. Puedes entrar, no solo con la imaginación sino en la realidad, dentro de esa cámara oscura donde la madre se sienta entre sollozos, negándose a recibir consuelo, por una hija que está perdida para la virtud y para el cielo.
Con todo, nadie puede imaginarse la abrumadora angustia que debe de hacer presa de la madre cuando está así de deshonrada y deshecha. Este es un dolor que solo puede comprender la persona que haya saboreado la amargura y haya sentido todo su peso. Podemos ir a la casa de la piedad y la oración y encontrar al padre y a la madre con rostros consumidos por el sufrimiento; ni una sola sonrisa aparece sobre sus facciones, y los tonos abatidos de sus voces nos demuestran lo profundo que es su dolor.
¿Nos atreveremos a preguntar la causa de ese pesar conmovedor? La madre solo nos respondería con lágrimas y sollozos. El padre haría acopio de toda su fortaleza y diría: “Mi hija”, y nada más. La angustia de su espíritu le impediría pronunciar ni una sola palabra más para describir su tristeza.
¿Estoy exagerando? ¡Ni mucho menos! Si tu encantadora hija, que ahora es tu orgullo y tu alegría, quedara abandonada a una absoluta deshonra, y se convirtiera en una marginada de la sociedad, sentirías un dolor tan grande que las palabras no lo podrían expresar.
Esto es terrible; pero las madres deben saberlo y comprenderlo. Podría introducir aquí ciertos hechos, suficientes para hacer temblar a todos los padres. Podría llevarte a la casa del clérigo y decirte que el pecado de una hija ha dado muerte a su madre y ha llenado de palidez las mejillas, de temblor el cuerpo, y de angustia el corazón de su anciano padre.
Podría llevarte al salón de un rico y mostrarte toda la elegancia y la opulencia de que está rodeado; y, sin embargo, te diría que es uno de los más desdichados hijos de la aflicción, y que daría encantado todos sus tesoros si con ello pudiera devolverle la virtud a su hija; que estaría dispuesto a morir, si con ello pudiera borrar el recuerdo de la deshonra de su hija.
A pesar de cuál sea tu situación en la vida, esa niñita, ahora tan inocente, cuyas juguetonas muestras de cariño y cuyas alegres risas despiertan tan emotivos sentimientos dentro de tu corazón, puede darte muchos años de la tristeza más inconsolable.
Madre, mira a ese vagabundo borracho que se tambalea junto tu puerta. Escucha sus horrorosas imprecaciones, mientras pasa de largo, hinchado y harapiento. Ese desgraciado tiene madre. Quizá ella haya enviudado y viva en la pobreza, tal vez necesite del consuelo y el apoyo de un hijo cariñoso.
Tú tienes un hijo. Puede que pronto seas viuda. Si tu hijo es disoluto, serás doblemente viuda; estarás peor, infinitamente peor, que si no tuvieras ninguno. Ahora no puedes soportar ni siquiera el pensamiento de que tu hijo llegara a ser así de disipado. ¡Cuán terrible, pues, debe de ser experimentar esa realidad!
Una vez conocí a una madre que tenía solo un hijo. Lo amaba ardientemente, y no podía soportar la idea de negarle ningún capricho. Él, por supuesto, aprendió enseguida a dominar a su madre. A la muerte de su padre, la pobre mujer quedó a la merced de este hijo tan vil.
No había cumplido con su deber cuando su hijo era pequeño, y ahora sus pasiones ingobernables se habían hecho demasiado fuertes para que ella las controlara. Terco, insubordinado y vengativo, era la maldición más amarga de su madre. Sus paroxismos de ira a veces se remontaban casi hasta la locura. Un día, enfurecido contra su madre, prendió fuego a la casa, y esta se quemó hasta las cenizas, con todo lo que había dentro, y la madre quedó sumida en la más extrema pobreza.
El hijo fue encarcelado como incendiario4 y, en su celda, se convirtió en un maníaco, si es que antes no lo era ya; y en su locura se sacó los ojos. Ahora vive en perpetua oscuridad, confinado entre los muros de piedra y tras los barrotes de la reja de su mazmorra; convertido en un loco enfurecido.
¡Oh, qué duro debe de ser para una madre, después de todo su dolor, su ansiedad y sus desvelos, ver que su hijo es un espíritu demoníaco, en lugar de ser su protector y amigo! Has cuidado a tu hijo durante todos los meses de su indefensa infancia. Te has negado a ti misma para darle comodidad. Cuando estaba enfermo, no te preocupaste de tu propio cansancio y de tu propia debilidad, y velaste toda la noche junto a su cuna, administrándole todo lo que necesitaba.
Cuando sonreía, sentías un gozo que nadie más que una madre puede sentir, y estrechaste a tu más apreciado tesoro contra tu pecho, pidiendo a Dios que sus años futuros de obediencia y afecto fueran tu abundante recompensa. Y ahora, qué retribución más terrible es que ese niño crezca para odiarte y abusar de ti; para dejarte sin amigos, en la enfermedad y la pobreza; para despilfarrar todas sus ganancias en busca de la iniquidad y la degradación.
¡Toda tu felicidad terrenal está a disposición de tu hijo! Su carácter está ahora, en gran medida, en tus manos, y tú debes formarlo para bien o para mal. Si eres coherente en tu gobierno y fiel en el desempeño de tus deberes, es probable que tu hijo te reverencie a lo largo de la vida y que sea el apoyo y el solaz del ocaso de tu existencia.
Si, por el contrario, no logras armarte de resolución para castigar a tu hijo cuando desobedece, si no refrenas sus pasiones, si no lo llevas a una sujeción completa y voluntaria a tu autoridad, debes esperar que al final se convierta en una maldición para ti. Con toda probabilidad, te despreciará por tu debilidad. Al no estar acostumbrado a tener ninguna restricción en el hogar, romperá con todos los límites establecidos y te hará desdichada con su vida y desgraciada a su muerte.
Pero pocas madres piensan en esto tanto como debieran. No son conscientes de las tremendas consecuencias que dependen del gobierno eficaz y firme de sus hijos. Miles de madres están ahora en nuestra tierra como si fueran robles asolados y abatidos por los rayos y las tormentas.
Miles han visto cómo naufragaban todas sus esperanzas y cómo se ensombrecían todas sus perspectivas, y se han convertido en víctimas de la decepción más atroz y más desgarradora, solo como consecuencia de la mala conducta de sus hijos. Y, sin embargo, hay miles de otras madres que siguen el mismo camino, preparándose para experimentar el mismo sufrimiento sin ser conscientes, en apariencia, del peligro que corren.
Es cierto que hay muchas madres que conocen sus responsabilidades quizá con tanta profundidad como les conviene. Pero hay otras, aun entre las mujeres cristianas, que parece que se olvidan de que sus hijos nunca estarán tanto bajo su control como lo están durante su juventud. Y los crían con indecisión y con caprichos, para que pronto empiecen a tiranizar a sus padres con vara de hierro y atraviesen sus corazones con muchos dolores.
Si eres infiel con tu hijo cuando es pequeño, él te será infiel cuando sea mayor. Si le consientes todos sus deseos más necios e irrazonables cuando es un niño, cuando se haga hombre se los consentirá él mismo; se concederá todos los caprichos de su corazón; y tus sufrimientos se volverán aún más penosos al meditar en que fue tu propia infidelidad lo que causó tu desgracia. Si eres la madre feliz de un niño feliz, ofrece tu atención, tus esfuerzos y tus oraciones a fin de cumplir el gran deber de criarlo para Dios y para el cielo.
Reservados todos los derechos ©2010