Formación de la unión matrimonial
“El estado del matrimonio está adaptado, en su propia naturaleza, para darnos la felicidad más completa de esta vida.
Sin embargo, depende de la elección poco sabia que cada uno haga, y de las expectativas de felicidad que se pongan en las cosas que, en realidad, no pueden proporcionarla. El fundamento adecuado para un amor con sentido común y discreción son las buenas cualidades de la persona amada.
Fuera de la virtud, la sabiduría, el buen humor y unos modales parecidos no se puede hallar la felicidad”.
El matrimonio es un paso muy importante que se debe dar con la mayor consideración y la máxima precaución. Muchos y de gran peso son sus deberes; la felicidad de nuestra vida depende del correcto cumplimiento de esas obligaciones. Por ese motivo hay que tenerlo en cuenta a la hora de elegir a nuestra pareja.
Dejemos, pues, que sea la razón la que nos lleve a esa unión. ¡Con cuánta frecuencia se consulta solo la pasión y la codicia! El problema es que esto no solo afecta al bienestar de la pareja, sino al de la familia y el de los descendientes que algún día llegarán; y todo depende de esta unión. Pero en el ardor de la pasión pocos están dispuestos a escuchar los consejos de la prudencia.
En el tema del matrimonio, déjese guiar por el consejo de los padres. Los padres no tienen derecho a elegir por usted, pero usted no debería hacerlo sin consultarlo con ellos. Si ellos tienen alguna objeción debería ser en base a la razón y no en al capricho, al orgullo o a la codicia.
En este caso, si los hijos son mayores de edad, y su elección se guía por la prudencia, la piedad y el amor, hay que dejarlos que decidan por ellos mismos. Sin embargo, cuando los padres tienen motivos suficientes para oponerse a una unión, los hijos deben atender a esos motivos. La unión formada en oposición a la objeción razonable de los padres rara vez resulta ser feliz.
El matrimonio debería, en todos los casos, formarse sobre la base del amor mutuo. Si no hay amor antes del matrimonio, no se puede esperar que lo haya después.
El amor debería fijarse en la mente y en el cuerpo de la otra persona. Enamorarse solo de la belleza es lujuria o capricho, pero no es un amor racional. Nada se marchita tan rápido como la belleza.
Debemos preguntarnos si la comprensión, junto con esa cara bonita, hace de esa persona la compañera idónea que será la instructora de nuestros hijos. ¿Soportará nuestras debilidades con paciencia, consultará amablemente mis gustos, procurará mi bienestar con afecto? ¿Convertirá mi hogar en un lugar agradable?
Así debería ser el amor sobre el que se contrajera matrimonio: amor por el conjunto de la persona. La dulzura, el encanto, el poder de agradar que hay en el amor puro y mutuo, aún en el seno del hogar más humilde, se mantiene aunque tenga que luchar contra muchas dificultades.
Otro error que algunos suelen cometer tras haber sufrido un desengaño, es que se vuelven imprudentes y aceptan a la primera persona que se les presenta, con amor o sin él. Este es el grado máximo de la necedad. Lo más racional sería esperar hasta que el tiempo y la piedad curaran su herida y su corazón quedara libre para otro cariño.
El matrimonio debería contraerse siempre con el respeto más estricto a las reglas de la prudencia. Si no concerniera más que a la pareja, habría que dejar que su necedad fuese castigada por sus frutos. Pero los matrimonios imprudentes tienen consecuencias que alcanzan a su descendencia. Si en algo tan importante como elegir al compañero de vida se deja de lado la razón para no oír más que a la pasión, se pierde el carácter del ser racional.
La prudencia prohíbe cualquier matrimonio desigual. Ambas personas deberían tener una edad lo más cercana posible. Asimismo, es recomendable que ambos sean del mismo nivel o de niveles lo más parecidos posible.
Se ha comentado que ninguna clase de hombres yerra tanto en este tema como los ministros de Dios, pero no podemos admitirlo. No podemos aceptar que los que deben inculcarnos la prudencia pudieran ser tan imprudentes.
Un siervo de Dios debe mostrar cómo armonizan las exigencias de la vida y la religión, y asignar a los deberes de cada una de ellas su momento y su lugar adecuados. Debe mostrar que el adorno de un espíritu sin pretensiones y tranquilo es de gran valor a los ojos de Dios.
A mis hermanos que están en el ministerio les recomiendo que tengan una enorme precaución en un asunto tan delicado e importante. En su caso, los efectos de un matrimonio imprudente repercuten en la iglesia del Dios vivo. Él debe dar ejemplo de la constitución familiar.
El orden y la armonía deberían hallarse en toda familia cristiana y, especialmente, en la casa de un ministro de Dios. ¿Pero cómo conseguirlo sin la inteligente y diligente colaboración de su esposa? No solo una gran parte del bienestar de un ministro depende de su esposa sino también su carácter y, lo que tiene mayores consecuencias, su utilidad.
El matrimonio debería formarse siempre con el debido respeto a los dictados de Dios. Una persona piadosa no debería casarse con alguien que no lo es. Un cristiano debería hacer que todo se sometiera a la palabra de Dios, y no permitir que sea ella la que tenga que inclinarse ante nada.
Nadie debería contemplar la perspectiva de una unión como el matrimonio sin la mayor y más seria deliberación, y sin orar fervientemente pidiendo dirección a Dios. Sin embargo, para que la oración sea aceptable al Todopoderoso, esta debería ser sincera y debería salir del deseo real de conocer su voluntad y de hacerla.
En el caso de los viudos y las viudas, especialmente cuando hay una familia, se necesita una prudencia particular. Se han dado ejemplos en los que esas personas han sacrificado sus gustos personales y sus preferencias y han elegido pensando exclusivamente en sus hijos.
Un sacrificio así es ciertamente generoso, pero que sea prudente es otra cuestión. Es un peligro para el propio bienestar e incluso para el carácter. Perder cualquiera de estas dos cosas puede producir un serio daño a esos mismos hijos cuyos intereses se han tenido tan en cuenta.
En la elección de una segunda compañera de vida, cuando la primera ha sido extraordinaria por sus talentos y sus virtudes, se debería tomar la precaución de que no haya una diferencia notable porque esto provoca un contraste siempre presente y doloroso.
También habría que tener cuidado con los intereses de los hijos. El hombre que no elija como segunda esposa a una persona bondadosa y juiciosa, que sea amiga de sus hijos, estará traicionando la memoria de su primera mujer.
La persona que está a punto de encargarse del hijo de otro debería reflexionar también. ¿Ama lo bastante a la otra persona como para llevar la carga de ese cuidado por amor a ella?
Un antiguo autor dice:
“Estudia los deberes del matrimonio antes de entrar en él: conlleva cruces con las que hay que cargar; trampas que hay que evitar y múltiples obligaciones que desempeñar”.
Pero también existe una gran felicidad que disfrutar:
“Reconócele en todos tus caminos y Él enderezará tus sendas”.
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