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El amor de Cristo por su iglesia: la relación conyugal

John Angell James

“Las mujeres estén sometidas a sus propios maridos como al Señor. Porque el marido es cabeza de la mujer, así como Cristo es cabeza de la iglesia, siendo Él mismo el Salvador del cuerpo. Pero así como la iglesia está sujeta a Cristo, también las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo.

Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se dio a sí mismo por ella, para santificarla, habiéndola purificado por el lavamiento del agua con la palabra, a fin de presentársela a sí mismo, una iglesia en toda su gloria, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuera santa e inmaculada.

Así también deben amar los maridos a sus mujeres, como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama. Porque nadie aborreció jamás su propio cuerpo, sino que lo sustenta y lo cuida, así como también Cristo a la iglesia; porque somos miembros de su cuerpo.

Por esto el hombre dejará a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne. Grande es este misterio, pero hablo con referencia a Cristo y a la iglesia”.

Observe el hecho sublime alrededor del cual giran todos los deberes de la vida familiar, según los versículos que se citan más arriba. Es como el sol en medio de los planetas. Los ilumina, los impulsa y los une a todos. Es un pasaje completo, inimitable e impresionante. Magnifica el amor de Cristo por la iglesia.

La condición moral de la iglesia, antes de la obra redentora, era detestable. A pesar de ello, Él sintió compasión por su bienestar sin que su corrupción le repugnara. Para redimirla, no solo empleó su poder y su sabiduría sino que se entregó a sí mismo en manos de la justicia divina. Fue el sacrificio expiatorio, y el rescate; pagó con su sangre.

Su amor era más fuerte que la muerte. Era un amor “que las muchas aguas no pueden apagar” (Cantares 8:7).

Deseaba hacerla merecedora de su consideración. Debía prepararla como esposa a la que se uniría con lazos indisolubles. El Espíritu Santo debía obrar en la mente de la iglesia para que, al recibir la verdad, pudiera ser purificada de toda iniquidad. Entonces podría implantar la semilla de virtud en su corazón y cubrirla con el manto de justicia.

Finalmente, su providencia, su gracia y la actuación santificadora de su Espíritu borrarían toda mancha de corrupción moral, toda arruga de decadencia espiritual y podría ser presentada como dice el salmo 45:13:

“Toda radiante está la hija del rey dentro de su palacio; recamado de oro está su vestido”.

Llegado el momento podrá ser presentada al Señor Jesús cubierta con la hermosura de la santidad, “cuando Él venga para ser glorificado en sus santos en aquel día y para ser admirado entre todos los que han creído”.

¡Qué amor tan sublime! Es un acto asombroso de misericordia sin igual; el apóstol lo utiliza como motivo de toda conducta cristiana. Nos dejó las razones de las obligaciones morales tal y como él se las encontró.

No hizo hincapié en la virtud refiriéndose a nuestra relación con Dios, como criaturas sino que se refirió a nuestra relación con Cristo como pecadores redimidos. Buscó en la cruz la razón para hacer buenas obras. Hizo que no sólo las conciencias sintieran el poder que había en esto, a causa del perdón, sino también los corazones por ser el argumento más convincente de la santificación.

No se limita a iluminar el desaliento, a derretir la obstinación de la incredulidad; o a aguantar la desesperación, inspirando esperanza. Por medio de la muerte del Salvador crucificado y de su compasión más infinita, ataca el vicio del corazón e inculca las virtudes de la mente renovada.

La doctrina de la cruz es la sustancia de la verdad del cristianismo y el gran apoyo de su moral.

Hace hincapié en la humildad:

“Haya, pues, en vosotros esta actitud que hubo también en Cristo Jesús”.

Una devoción sin reservas hacia Dios:

“No sois vuestros. Pues por precio habéis sido comprados; por tanto, glorificad a Dios en vuestro cuerpo, y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios”.

El amor fraternal:

“En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó a nosotros y envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios así nos amó, también nosotros debemos amarnos unos a otros”.

La disposición al perdón:

“Sed más bien amables unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, así como también Dios os perdonó en Cristo”.

La caridad a los pobres:

“Porque conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, sin embargo por amor a vosotros se hizo pobre, para que vosotros por medio de su pobreza llegarais a ser ricos”.

¿Quién si no un apóstol habría pensado en enfatizar el afecto conyugal con la imagen del amor de Cristo por su Iglesia? Pablo lo hace y representa el amor redentor como una atmósfera santa que rodea al cristiano por todas partes, y le acompaña siempre. Sustenta la existencia espiritual…

Esto es la vida cristiana en realidad: no es un nombre; ni un credo; ni una forma; ni un sentimiento abstracto; ni observar las fechas y los lugares; ni una simple costumbre mental; ni una vestidura santa que nos ponemos en ciertas ocasiones.

Es una costumbre moral; un sabor mental; el espíritu de la mente que se refleja en nuestro lenguaje, en nuestros sentimientos y en nuestro comportamiento. Jesucristo será nuestra referencia así como la razón de nuestra esperanza y el modelo a imitar.

Publicaciones Aquila ©2009

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