Deberes mutuos de maridos y esposas III
“Amaos unos a otros, entrañablemente, de corazón puro” (1Pedro 1:22).
La ayuda mutua es el deber de maridos y esposas.
Esto se refiere a las preocupaciones de la vida. Las mujeres no suelen hablar de negocios. Sin embargo su consejo puede ser muy útil y tener un resultado adecuado y ventajoso. El marido no debería emprender cosas importantes sin comunicárselo a su esposa.
Ella, a su vez, en vez de eludir la responsabilidad de aconsejarle y dejarle toda la lucha a él. Debería invitarle a compartir libremente todas sus ansiedades. Si no puede aconsejarle, al menos puede reconfortarle; si no puede aliviar sus preocupaciones, puede ayudarle a sobrellevarlas.
Asimismo, cuando la esposa esté dispuesta a ayudar al marido en temas de negocios, él debería compartir con ella su carga de ansiedad. Algunos van demasiado lejos y no confían en su capacidad para administrar la economía familiar. Ellos se encargan de todo; son ellos los que dan y se meten en todo.
Esto es despojar a una mujer de su autoridad, quitarle el lugar que le corresponde, insultarla y degradarla delante de sus hijos. Por otra parte tenemos a los que se van al extremo opuesto y no comparten nada. He sentido dolor en mi corazón al ver la esclavitud de esposas piadosas, muy trabajadoras y maltratadas.
Después de trabajar todo el día en las tareas del hogar, han tenido que pasar el atardecer solas mientras los maridos, en vez de volver a casa para hacerles compañía, o para aliviarlas de su cansancio durante media hora, se han ido a una fiesta o a un sermón.
Luego, esas mujeres han tenido que despertarse y cuidar durante toda la noche a un bebé enfermo, mientras el hombre dormía tranquilamente sin ofrecer una sola hora de su sueño para darle un pequeño reposo a su esposa exhausta.
Si un hombre no está preparado para compartir con su mujer, las tareas del cuidado de la familia, no debería ni siquiera pensar en el matrimonio.
Deberían ayudarse el uno al otro en las preocupaciones de la religión personal. Esto queda muy claro en el lenguaje del apóstol:
“Pues ¿cómo sabes tú, mujer, si salvarás a tu marido? ¿O cómo sabes tú, marido, si salvarás a tu mujer?”
Cuando sólo uno de ellos comparte la verdadera piedad, se deberían hacer los esfuerzos más ansiosos, juiciosos y afectuosos para la salvación del otro. Cuando ambas partes son verdaderos cristianos, debería haber un ejercicio constante de consideración recíproca, de atención y cuidado con respecto a su bienestar espiritual y eterno.
Al contraer matrimonio, todo creyente verdadero debería tener un amigo fiel, que le ayudara en el gran negocio de la salvación de su alma y que orara por él y con él.
Debería ser alguien que le hablara con afecto de sus pecados y de sus defectos, desde una perspectiva cristiana, que le estimulara y le convenciera con su ejemplo y con suaves palabras persuasivas; alguien que le advierta en la tentación y le consuele en el desánimo; que le ayude en todo durante su peregrinaje al cielo.
El objetivo más alto del estado conyugal se ha perdido si no sirve de ayuda a nuestra piedad. ¿Conversamos el uno con el otro, como deberíamos, sobre temas tan importantes como la redención de Cristo y la salvación eterna? ¿Estudiamos la disposición, los problemas, el decaimiento espiritual mutuo para poder aplicar los remedios adecuados?
¿Nos exhortamos el uno al otro, día a día, para no ser endurecidos por el engaño del pecado?¡Por desgracia cuántos de nosotros deberíamos ruborizarnos por descuidar estos detalles! ¡Queremos escapar de la ira venidera y sin embargo no ayudarnos el uno al otro a escapar!
Esta ayuda mutua debería extenderse a mantener todas las costumbres del orden familiar, la disciplina y la piedad. El marido debe instruir la mente se la familia, conducir sus devociones y gobernar sus caracteres.
Sin embargo, en estos temas tan importantes, la esposa debe tener la misma forma de pensar que él. Deben trabajar conjuntamente sin dejarse la tarea el uno al otro y, mucho menos, oponerse o deshacer lo que se ha hecho.
Cuando el marido está en casa, él dirige la adoración familiar; cuando él está ausente, la esposa debe siempre tomar su lugar”. Algunos hombres dejan la instrucción de los hijos pequeños a sus esposas. Algunas esposas, tan pronto como los hijos son mayores, piensan que deben pasar al cuidado paterno. Esto es una equivocación.
Los hijos nunca son jóvenes para ser enseñados y disciplinados por el padre, ni mayores para ser amonestados y advertidos por la madre. A veces él puede tener una mayor influencia a la hora de domar el carácter difícil de los más jóvenes.
Sin embargo, el suave tono persuasivo de ella puede tener un delicioso poder para derretir o quebrantar el corazón duro y obstinado de los más mayores. De este modo, al tener un interés conjunto en la familia, deben atender a su cuidado en el ejercicio de una labor conjunta.
Deben ayudarse el uno al otro en obras de humanidad y caridad su mutua influencia debería ejercitarse en estimular el celo, la compasión y la liberalidad y no en frenarlos. ¡Qué hermosa imagen de la vida familiar describe la pluma de los historiadores del Antiguo Testamento:
“Y aconteció que un día pasaba Eliseo por Sunem, donde había una mujer distinguida, y ella le persuadió a que comiera. Y así fue que siempre que pasaba, entraba allí a comer. Y ella dijo a su marido:
He aquí, ahora entiendo que éste que siempre pasa por nuestra casa, es un hombre santo de Dios. Te ruego que hagamos un pequeño aposento alto, con paredes, y pongamos allí para él una cama, una mesa, una silla y un candelero; y será que cuando venga a nosotros, se podrá retirar allí.
Y aconteció que un día vino él por allí, se retiró al aposento alto y allí se acostó”.
Cada parte de esta escena es hermosa: el deseo generoso y piadoso de la esposa de proporcionar alojamiento para un profeta independiente e indigente; su rápido y prudente esfuerzo por hacer que su marido se involucre dentro del esquema de su benevolencia; su forma discreta y modesta de estar en su sitio y no actuar sin su permiso.
De manera elegante reclama su derecho a asociarse con él en esta obra de misericordia y dice: hagamos un pequeño aposento alto con paredes. Es encantadora la forma en la que lo expresa, como debe ser. También lo es por parte del hombre porque seguramente no se opuso a la petición de ella, ni rechazó la propuesta con altivez porque no había sido idea suya.
No se ve que hubiese una falta de generosidad ni la intención de dejar el plan de lado por los gastos en los que pudieran incurrir. Él consintió de buena gana, como debería hacer todo marido, y estuvo dispuesto a complacer los deseos caritativos de su esposa. Apoyó el esquema liberal de su esposa con toda prudencia. El pequeño aposento alto se construyó y esta santa pareja lo amuebló. Muy pronto, el profeta lo ocupó.
No se puede hallar en la tierra una escena más hermosa que la de esta pareja piadosa. ¡Qué contraste entre ellos y las parejas que solemos ver, casi por todas parte! Se pasan el tiempo calculando cuánto pueden sustraer a la caridad para gastarlo en muebles espléndidos o en lujos para la casa, en vez de ahorrar de los gastos innecesarios y emplearlo en la causa de Dios y de los hombres.
Quizás podríamos preguntarnos si es adecuado que una esposa entregue algo que pertenece a su esposo a actos de humanidad o caridad religiosa.
Sin embargo ninguna mujer debería verse obligada a tener que elegir entre no hacer nada para Dios, ni para los hombres, o hacer lo que pueda a escondidas. No permitir atribuciones en este tema a una mujer casada es degradarla. También lo es no darle libertad de poder dar, según su criterio, sin tener que pedírselo primero a su marido.
Si tomamos al pie de la letra lo que el hombre pronunció en el momento solemne del matrimonio, cuando dijo: “te doto de todos mis bienes”, la mujer podría invertir como propietaria conjunta, y ejercer su derecho de propiedad. Pero aun así no deberíamos sacrificar los principios generales en aras de casos concretos.
Publicaciones Aquila ©2009