La obligación suprema
Es un privilegio para mí estar con ustedes esta noche y estudiar juntos la Palabra de Dios.
Consideraremos el tema de la adoración de nuestro Dios.
De todas las tareas, de todas las obligaciones, de todas las demandas y presiones que están sobre ustedes a lo largo del curso de la vida, ¿cuál es la más importante?
¿Cuál es esa obligación suprema y más importante que destaca sobre todas las demás obligaciones? Quizá muchas cosas comiencen a agolparse en sus mentes; piensan ustedes en la importancia de mantener su salud, en cuidar de sus hijos, en cumplir con las demandas del trabajo y de las responsabilidades de su puesto, o quizá sus mentes tiendan a valores más trascendentes.
¿Qué podría ser más importante que cuidar de la tierra e interesarse por la ecología? O quizá el cese de la guerra, la lucha contra el hambre y la pobreza, corregir las injusticias, quizá esas cosas vengan a sus mente como cosas que son, sin duda alguna, personalmente importantes, universalmente importantes.
Pero espero que, como pueblo de Dios, cuando les hagan la pregunta: ¿Cuál es el mayor bien? ¿Qué es lo más valioso? ¿Qué cosa es extremadamente importante? comiencen a pensar en términos de los mandamientos de Dios: que no tengan ningunos otros dioses delante, que no se hagan para ustedes mismos una imagen grabada, que no tomen el nombre del Señor su Dios en vano, que se acuerden del día de reposo para santificarlo.
Ciertamente, la primera tabla de la ley prescribe para nosotros lo que es de suprema importancia, porque nuestra obligación hacia Dios es lo que tiene importancia suprema. Antes de que se nos enseñe que debemos honrar a nuestro padre y a nuestra madre, que no debemos matar, que no debemos cometer adulterio, que no debemos robar, que no debemos dar falso testimonio, que no debemos codiciar, de suprema importancia es lo que se resume como amor a Dios.
Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y con toda tu alma, con toda tu mente, y con todas tus fuerzas. Amar a Dios es la empresa de suprema importancia para nosotros, que somos creados a imagen de Él y redimidos por la sangre de Cristo.
Es lo que debemos hacer con toda nuestra mente, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas; es la suprema obligación que está sobre nosotros, un amor que se expresa por la obediencia a la ley de Dios, y, en particular, ese mandato que nos obliga a adorar al Señor como nuestro Dios.
Quiero darles, a ustedes y a los hermanos que están aquí como pastores, cuatro sermones a fin de estudiar temas relacionados con la adoración eclesial colectiva, con la adoración del pueblo de Dios reunido.
No voy a hablar sobre nuestra adoración privada y personal a Dios ni sobre nuestra adoración familiar a Dios, sino concretamente sobre la adoración de la Iglesia de Cristo, la adoración a Dios colectiva, y este es un tema sobre el que se debate y se habla mucho, un tema en el cual muchos son creativos e innovadores, un tema en el cual existe mucha confusión, pero espero que, por la gracia de Dios, este estudio sobre el tema de la adoración ayude a aclarar en nuestras mentes algunos de los asuntos primordiales, algunos de los principios importantes que se derivan de nuestras Biblias con respecto al tema de la adoración colectiva.
Esta noche quiero abordar cinco preguntas que conciernen a nuestra prioridad en cuanto a la adoración de Dios, y la primera pregunta es esta: ¿Qué es adoración?
¿Qué es adoración?
Bien, adoración significa dar a Dios honor, alabar a Dios, otorgarle a Él suprema dignidad y valía. En la adoración, la iglesia se acerca a Dios según los mandamientos de Él, apoyándose en su gracia que nos es dada en el sacrificio de Jesucristo.
Nos acercamos a Dios y Él se acerca a nosotros. Él se reúne con nosotros como pueblo suyo, y Él viene a nuestra asamblea a fin de alimentarnos y darnos una experiencia, la experiencia de ser amados por Dios.
Adoración es la comunión del pueblo adorador de Dios con su Dios amoroso, quien se reúne personalmente con su congregación reunida. Adoración no es esencialmente evangelismo. Adoración no es esencialmente y principalmente edificación. Adoración es una empresa esencialmente enfocada en Dios y dirigida a Dios.
Edificación y evangelismo son subproductos del principal enfoque de la adoración, de modo que, si un hombre no convertido o sin instrucción entra en la asamblea, y todos están profetizando, prestando su atención a la lectura de la Palabra de Dios, él se quebrantará al ser sacados a la luz sus pensamientos; él se quebrantará y dirá de la verdad: “Dios está entre ustedes. Dios está entre ustedes”; y no: “¿Ven mi tarjeta de visitante? ¿No ven que estoy aquí?”. No; Dios está entre ustedes. Ese es el enfoque de la adoración.
Edificación y evangelismo son subproductos de la principal empresa: que acudamos a dar adoración y alabanza a Dios como su familia de redimidos, quienes, cuando nos reunimos, somos edificados como un templo santo, como piedras vivas conectadas a una morada de Dios en el Espíritu, y llegamos a su presencia, y Él se nos da a conocer, revelándose a sí mismo por su Espíritu mediante su Palabra, una palabra que glorifica a su Hijo: nuestro Señor Jesucristo.
El principio se expresa sencillamente en Santiago, capítulo cuatro y versículo ocho. Yo ya he expresado el principio; ahora quiero que ustedes lo vean en Santiago cuatro, versículo ocho:
“Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros”.
En nuestra adoración somos a la vez activos y pasivos. Nos acercamos a Dios como respuesta a su llamado, como respuesta a su convocatoria. Como respuesta a la invitación de Él, nos acercamos como nación de reyes sacerdotales que acuden a ofrecerle a Él sacrificio espiritual de alabanza y de acción de gracias; y cuando nos acercamos a Él, Él se acerca a nosotros. Y por su Espíritu, mediante su Palabra, Él mora en medio de nosotros.
Oímos su voz mediante la locura de la predicación, y vemos la demostración de su gracia hacia nosotros en el evangelio cuando practicamos las ordenanzas del bautismo y de la Santa Cena: la familia de Dios teniendo comunión con Dios como su Padre.
En Efesios, capítulo dos, hemos de entender que la adoración del nuevo pacto está definida por la Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo. En Efesios dos, versículo dieciocho, leemos, hablando de Cristo:
“Porque por medio de él los unos y los otros”, o sea, los judíos y los gentiles, “tenemos entrada por un mismo Espíritu al Padre”.
Por medio de Él, Cristo, nosotros (los redimidos) tenemos acceso en un Espíritu al Padre, para que ya no seamos extraños y extranjeros, sino ciudadanos con los santos y miembros de la casa de Dios, de la familia de Dios, habiendo sido edificados en el fundamentos de los apóstoles y profetas, Cristo Jesús mismo siendo la piedra angular sobre la que todo el edificio se levanta, creciendo para ser un templo santo en el Señor, en quien también ustedes están siendo edificados para ser morada de Dios en el Espíritu.
La iglesia es un templo santo, el lugar de la morada de Dios en la tierra, y nuestra adoración está definida por el Dios a quien adoramos, el trino Dios: Padre, Hijo y Espíritu. Así, nos acercamos al Padre, clamando Abba Padre, por el Espíritu Santo, a través del ministerio mediador de Jesucristo.
Estamos capacitados para adorar porque hemos sido regenerados por el Espíritu. Estamos vivos para Dios por el Espíritu, y nuestra adoración es aceptada por medio de la obra mediadora de nuestro gran Sumo Sacerdote, sobre cuyo sacrificio está basada nuestra adoración; y acudimos a nuestro Padre, que depositó su amor sobre nosotros desde la eternidad, y nos llamó a Él.
Adoración es la comunidad del pueblo que Dios ha salvado. Adoración es acudir delante de Dios que es espíritu, el Dios verdadero. Por tanto, nuestra adoración es en espíritu y verdad, y acudimos a nuestro Padre como hijos e hijas redimidos, una comunidad, comunidad con Dios.
Por tanto, hemos de entender que la esencia de la adoración ―lo que es la adoración―, la esencia de la adoración es la experiencia de Dios morando entre nosotros. Es la experiencia de ser el pueblo de Dios congregado en la presencia de Dios.
Adoración es el cumplimiento de la promesa del pacto que se repite a lo largo de la historia de la redención, la esencia del compromiso de Dios con su pueblo: Yo seré su Dios; ustedes serán mi pueblo, y moraré entre ustedes.
Esa es la esencia de la adoración: vivir con Dios, vivos para Dios, amando a Dios y siendo amados por Él, y en ese amor ser transformados a la semejanza de Dios, para que reflejemos la imagen de su Hijo, para que seamos conformados según Cristo Jesús. ¿para qué? Para que Él pueda ser revelado como primogénito entre muchos hermanos. Nuestra adoración se solapa con nuestra salvación y no es sino una degustación de nuestro destino y gloria eternos: vivir con Dios.
¿A quién adoramos?
Segunda pregunta: ¿A quién adoramos? Bien, regresemos a la revelación de Dios al pueblo del antiguo pacto. Éxodo capítulo veinte, Éxodo capítulo veinte, leyendo desde el versículo uno al versículo tres:
“Y habló Dios todas estas palabras, diciendo: Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. No tendrás dioses ajenos delante de mí”.
Adoramos al único Dios verdadero, adoramos al Creador de los cielos y la tierra, adoramos al Salvador del pueblo de Dios, adoramos al Juez de la tierra, adoramos al Señor, Jehová, Yahweh, Dios, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de Israel, su pueblo escogido y amado.
Hay muchos dioses y muchos señores en este mundo. Pablo nos dice, en Primera de Corintios capítulo ocho, esta verdad; hay muchos dioses, muchas deidades rivales. “No tendrás dioses ajenos delante de mí”. ¿Por qué dice Dios esto? Porque el hombre, si no adora al Dios verdadero, adorará a dioses falsos. Y Pablo nos dice, en Primera de Corintios ocho, versículo cuatro:
“Acerca, pues, de las viandas que se sacrifican a los ídolos, sabemos que un ídolo nada es en el mundo, y que no hay más que un Dios. Pues aunque haya algunos que se llamen dioses, sea en el cielo, o en la tierra (como hay muchos dioses y muchos señores), para nosotros, sin embargo, sólo hay un Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas, y nosotros somos para él; y un Señor, Jesucristo, por medio del cual son todas las cosas, y nosotros por medio de él”.
Este es el trino Dios, el único Dios verdadero, y nosotros adoramos al Dios verdadero, adoramos al Dios de la Biblia, y cuando nos reunimos invocamos su nombre, y nos acercamos a Él en la luz de su Palabra, esa Palabra que se hizo carne y habitó entre nosotros, esa Palabra que es el Hijo de Dios encarnado: Jesucristo.
Adoramos al Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Adoramos a Jesucristo, y con Tomás, con alegría nos postramos ante sus pies y exclamamos: “Dios mío y señor mío”. No estamos interesados en juntarnos con religiones que no confiesen que “Jesús es el Señor”, porque si Jesús no es el Señor, estaremos adorando a un dios falso.
Hay muchos dioses, y hay muchos señores, y hay muchas confesiones de deidad. Nosotros confesamos: “Jesús es el Señor”. Nosotros confesamos: “Jesucristo es el Hijo divino de Dios, el Hijo del hombre”. Muchas voces nos dicen hoy que nosotros, como cristianos, realmente adoramos al mismo dios que los judíos, al mismo dios que los musulmanes. Todos somos hijos e hijas de Abraham, según nos dicen.
Jesús dijo:
“Abraham vio este día y se regocijó”.
Si a mí me dicen que yo adoro al mismo dios que los musulmanes y los judíos, entonces mi pregunta es: ¿están ahora los musulmanes y los judíos confesando a Jesús como el Señor? Porque ese es el Dios al que yo adoro. No me interesa subirme a una plataforma y abrazarme con todos los religiosos que se postran ante este dios, y ese otro dios, y esta religión, y afirman tener cierto tipo de pseudo unidad. Donde yo me uno con mis hermanos y hermanas es en la común confesión de que Jesús es el Señor, de que Él es nuestro Dios, y nosotros somos el pueblo de este Dios revelado en Jesucristo.
Nosotros no adoramos dioses inventados por nosotros mismos. No adoramos a Mamón, ni el poder, ni adoramos el placer. Existen tantos dioses, que somos tentados a querer que sea un dios quien no lo es; somos tentados a querer adorar a un dios inventado, un dios moldeado por nosotros, un dios popular de esta era presente.
Pero decidimos no adorar a un dios inventado, un dios falso, un dios fabricado, sino que adoramos al Dios verdadero, al Dios que es, cuyo nombre le fue revelado a Moisés en Éxodo tres: Yahweh, “Yo soy”. El Dios que es, el Dios que es el Dios verdadero, ese es el Dios al que adoramos.
¿Por qué adoramos?
Tercera pregunta: ¿Por qué adoramos? Y respondo a esta pregunta con la siguientes respuestas. En primer lugar, porque Dios merece nuestra adoración, merece ser adorado. Conocerlo, obtener una vislumbre de su gloria, nos impulsa a adorarlo porque es digno y merecedor de ello. Él es valiosísimo, y se merece ser alabado y adorado.
En nuestra lectura bíblica, leemos en Apocalipsis capítulo cinco, y les pido por favor que vayan de nuevo a ver a Aquel que es digno. Leyendo en el versículo doce, las palabras de esta alabanza que rinde toda la creación de Dios, ángeles, hombres, toda la creación de Dios, y ellos cantan en voz alta:
“El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza. Y todo lo creado que está en el cielo, y sobre la tierra, y debajo de la tierra, y en el mar, y a todas las cosas que en ellos hay, oí decir:
Al que está sentado en el trono, y al Cordero, sea la alabanza, la honra, la gloria y el poder, por los siglos de los siglos. Los cuatro seres vivientes decían: Amén; y los veinticuatro ancianos se postraron sobre sus rostros y adoraron”.
No existe nadie en ningún lugar que merezca más nuestra alabanza que nuestro Dios glorificado en el Cordero sobre el trono. Registren el universo, los cielos; busquen por la superficie del planeta, vayan debajo del mar; analicen toda la historia de la humanidad; traigan a los mejores hombres de cada época de la Historia, y todos ellos no tendrán más remedio que arrodillarse y confesar: “Jesucristo es el Señor”, para la gloria de Dios nuestro Padre. Sólo Él es digno de abrir los sellos, de recibir gloria y alabanza de toda la creación.
Sólo Él es Dios. En palabras de Isaías, en el capítulo cuarenta y cinco, Él es digno de ser adorado porque no hay otro Dios al que adorar. Leemos en Isaías cuarenta y cinco, versículo veintiuno:
“Proclamad, y hacedlos acercarse, y entren todos en consulta; ¿quién hizo oír esto desde el principio, y lo tiene dicho desde entonces, sino yo Jehová? Y no hay más Dios que yo; Dios justo y Salvador; ningún otro fuera de mí. Mirad a mí, y sed salvos, todos los términos de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay más. Por mí mismo hice juramento, de mi boca salió palabra en justicia, y no será revocada: Que a mí se doblará toda rodilla, y jurará toda lengua”.
Toda rodilla se postrará, toda lengua confesará. Estas palabras fueron retomadas por el apóstol Pablo en Filipenses dos, asociadas proféticamente con Jesucristo: que en el día de su gloria manifestada, nadie estará en pie salvo Él mismo, porque nadie es digno sino Él.
¿Por qué adoramos? Porque Él merece ser adorado. En segundo lugar, porque Dios nos creó para adorar, somos criaturas adoradoras. ¿Cuál es el principal fin del hombre? La respuesta más corta del catecismo: “El principal fin del hombre es glorificar a Dios y disfrutar de Él eternamente”. Ustedes fueron hechos para glorificar a la Deidad.
Ustedes son, por definición, portadores de la imagen de Dios. Ustedes están hechos para reflejar deidad, están hechos para reflejar a Dios. Por naturaleza, ustedes están orientados hacia el Dios que les hizo. Fueron creados para adorarlo, para glorificarlo.
Ustedes fueron creados para ser adoradores. Aquí, en Isaías capítulo cuarenta y cuatro, leyendo desde el versículo dieciséis y diecisiete, Isaías describe la necedad de la idolatría, la insensatez de un hombre que llega a un bosque, corta un árbol y se lleva parte de la madera y hace una fogata para cocinar su comida, y luego toma la otra parte de la madera y talla una pequeña estatua, le llama su dios y comienza a postrarse ante ese trozo de madera.
Miren cómo está descrito aquí, en Isaías cuarenta y cuatro, versículo dieciséis:
“Parte del leño quema en el fuego; con parte de él como carne, prepara un asado, y se sacia; después se calienta, y dice: ¡Oh! me he calentado, he visto el fuego; y hace del sobrante un dios, un ídolo suyo; se postra delante de él, lo adora, y le ruega diciendo:
Líbrame, porque mi dios eres tú. No saben ni entienden; porque cerrados están sus ojos para no ver, y s corazón para no entender. No discurre para consigo, no tiene sentido ni entendimiento para decir: Parte de esto quemé en el fuego, y sobre sus brasas cocí pan, asé carne, y la comí. ¿Haré del resto de él una abominación? ¿Me postraré delante de un tronco de árbol?”.
Acérquese hasta ese hombre y dígale: “¿Por qué está haciendo esto? Ahí está, postrándose ante un trozo de madera. Tóquelo en el hombro: “¿Por qué está usted haciendo esto? ¿Por qué se postra ante este trozo de madera? ¿Qué le ocurre?”. ¿Cuál es la respuesta?
Él no la sabe, fue creado para adorar, y si no adora al Dios verdadero, adorará cualquier cosa, adorará todo lo que se encuentre. Y tiene que adorar algo porque fue creado a imagen de Dios, y si está separado de Dios, caerá en la idolatría, porque fue creado para ser un adorador.
¿Por qué adoramos? Dios es digno; fuimos creados para adorar y, en tercer lugar, porque Dios nos salvó para adorarlo. En Éxodo capítulo tres, ya lo vimos antes, donde Dios revela su nombre como el Dios que existe: no hay otro Dios; Él es el Dios que existe. Y en Éxodo capítulo tres, Dios le da a Moisés la razón de la redención de su pueblo de Egipto, lo cual leemos en el versículo doce:
“Y él respondió: Vé, porque yo estaré contigo; y esto te será por señal de que yo te he enviado: cuando hayas sacado de Egipto al pueblo, serviréis a Dios sobre este monte”.
Y luego Moisés va al encuentro del faraón y repetidamente le dice que debe dejar salir al pueblo de Dios. ¿Por qué? Porque Dios les había emplazado en el monte Sinaí, donde le ofrecerían sacrificio de adoración, y Dios establecería un pacto con ellos y les haría una nación apartada para Él.
Serían redimidos por medio de la sangre del cordero pascual, liberados de la esclavitud de los ídolos de Egipto y sacados de esa oscuridad para salir al lugar de la presencia de Dios. Y allí, con Dios, ellos le adorarían. Por eso han de ser salvos, faraón, porque Dios desea ser adorado, y a aquellos a quienes salva, los salva con el propósito de darle adoración.
Este pueblo después fue constituido una nación, y fueron una nación liberada, y recibieron una bendición especial, la bendición de la morada de Dios en medio de ellos. Dios les estableció el complejo del templo y todo el sacerdocio y los sacrificios, y todas las ceremonias de los días de reposo, y todas las regulaciones que aseguraban que el Dios santo pudiera morar en medio del hombre pecador al proveerles los medios y los recursos para la expiación de sus pecados, para que su promesa de pacto fuera cumplida:
“Yo soy tu Dios, y tú eres mi pueblo, y habitaré en medio de ti”.
Yo les salvé para que pudieran adorarme, para que pudieran conocer mi morada. En el nuevo pacto se aplican los mismos principios. Somos salvos para adorarle. Son una nación santa, un pueblo que es posesión de Dios, un real sacerdocio. Ustedes, reunidos en la presencia del Dios viviente, no para ofrecer sacrificio de sangre, sino para ofrecer sacrificio de alabanza espiritual y acción de gracias a Dios. Ustedes son un templo, la morada de Dios, y su esperanza es ser para siempre parte de la morada eterna de Dios, el templo de Dios.
En Apocalipsis capítulo veintiuno, Juan ve descender la ciudad celestial, y tiene una forma muy poco usual en esta visión apocalíptica. Se parece a un cubo inmenso, la misma forma del arca del pacto que fue colocada en el centro del lugar santísimo en el templo, el lugar identificado como la presencia de Dios morando entre su pueblo, Dios ahora vencedor. Esta imagen de la ciudad, este lugar de morada comunal, con Dios haciendo de la totalidad del cosmos que Él creó su lugar de morada donde habitará con su pueblo para siempre, y donde le adoraremos por la eternidad viviendo y amando a nuestro Dios. Él nos salvó para adorarlo.
¿Por qué adoramos? En cuarto lugar, porque Él quiere que lo hagamos. Alguien podría decir: “Es que yo voy a una iglesia amigable con quienes buscan”. Y todos ustedes también. En Juan, capítulo cuatro y versículo veintitrés, el buscador al que usted trata amigablemente es Aquel que está buscando su adoración. Juan, capítulo cuatro, versículo veintitrés:
“Mas la hora viene ―dice Jesús―, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren”.
Ahí está el buscador que acude a la congregación: el Padre que busca adoración en espíritu y verdad. Dios quiere que le adoremos, y que lo hagamos con la vitalidad de un encuentro espiritual. Él quiere que le adoremos de acuerdo a la provisión de su verdad, esa verdad que se hizo carne y habitó entre nosotros: Jesucristo.
Él quiere que le adoremos, Él desea nuestra adoración, y nos dice que la adoración es muy, muy importante. Es tan importante que eso es lo que Dios quiere. Eso es lo que Dios quiere, quiere adoración, verdadera adoración; eso es lo que Él busca de los hombres.
¿Dónde adoramos?
Adoramos porque Dios es digno de adoración; adoramos porque Dios nos creó para adorar; adoramos porque Dios nos salvó para adorar; adoramos porque eso es lo que Dios quiere de nosotros. Él quiere su adoración. Cuarta pregunta: ¿Dónde adoramos? ¿Dónde adoramos? Y nuevamente, en Juan, capítulo cuatro, el pasaje que tenemos delante de nosotros, leyendo desde el versículo veinte al versículo veintiuno, la mujer en el pozo dice:
“Nuestros padres adoraron en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar. Jesús le dijo: Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre”.
Ven, en el antiguo pacto, el lugar de la adoración era crucial porque la presencia de Dios estaba localizada en su presencia en el templo en Jerusalén, pero ahora, en el nuevo pacto, Jesús dice que el lugar geográfico ya no es algo relevante. Ya no será ni en Gerasene ni en Jerusalén. De hecho, Él nos dice que dondequiera que su pueblo se reúna e invoque su nombre, ahí estará Él, ahí acudirá, y su lugar de asamblea será el lugar donde Dios sea adorado.
Como ven, la respuesta a la pregunta ―dónde debemos adorar a Dios― fue respondida hace mucho tiempo en Deuteronomio doce, versículo cinco. ¿Dónde debemos adorar a Dios? Deuteronomio doce, cinco:
“Sino que el lugar que Jehová vuestro Dios escogiere de entre todas vuestras tribus, para poner allí su nombre para su habitación, ése buscaréis, y allá iréis”.
Ese es el lugar donde, el lugar que Dios escoja, el lugar donde Dios identifica su nombre, y el lugar donde a Dios le agrada ir. Ese era el lugar en el antiguo pacto. Era el complejo del templo en Jerusalén, pero en el nuevo pacto, en Mateo, capítulo dieciocho, las cosas ahora han cambiado.
Como pueden ver, no se trata ya de un lugar geográfico específico, ya no era que ese lugar en concreto de alguna manera tuviera un significado mágico en sí, como si la tierra allí fuera diferente del resto de la tierra en cualquier otra parte del mundo. Lo que hacía a ese lugar en el antiguo pacto tan distintivo y especial era el hecho de que Dios mismo diseñó y se propuso colocar su lugar de adoración allí.
Su presencia allí era lo que hacía santo a ese lugar. No era el lugar en sí, sino la presencia de Dios en ese lugar. Y era allí donde le agradaba habitar, donde le agradaba identificar su nombre, donde le agradaba recibir a todos los pecadores que acudían a su presencia, que se habían apropiado de la provisión hecha por medio del sacrificio de sangre y la mediación sacerdotal.
Pues bien, el mismo principio se aplica en Mateo dieciocho, leyendo en el versículo veinte: “Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.
Es lo mismo que Dios le dijo a Israel en Deuteronomio doce, cinco. Ese lugar ahí, donde pongo mi nombre, reunidos en mi nombre, ahí estaré, y moraré en medio de ustedes. ¿Dónde está ese sitio ahora? Donde dos o tres discípulos unidos de corazón y llenos de fe invoquen EL NOMBRE.
Ahí Dios acude y se agrada de hacer de esa asamblea el lugar santo de su morada. No es la tierra, ni el suelo, ni la montaña, sino las piedras vivas que se juntan para hacer el templo de la morada de Dios, ahí, por su confesión de fe, por su creencia y confianza en el nombre que es sobre todo nombre dado en esta era o en la venidera, el nombre de nuestro Señor Jesucristo; ahí, Jesús dice, yo estaré.
¡Miren! Yo estoy con ustedes hasta el fin de los tiempos ―con quién―, con ustedes mis discípulos de cada tribu, lengua, raza y nación que han sido bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y que ahora se congregan para ser enseñados en las cosas que yo les he mandado, y cuando invoquen mi nombre yo estaré allí, porque ustedes son mi templo, el lugar donde yo habito y magnifico mi nombre.
Rechazamos la idea de un lugar santo, una tierra santa, una ciudad santa. Nosotros no vendemos entradas al final del servicio para pedirles que hagan una peregrinación a Jerusalén. No necesitamos ir a Jerusalén para experimentar la presencia de Dios.
Creer en el Señor Jesucristo e invocar su nombre hará que Él esté con nosotros ahora mismo, en este mismo lugar. No necesitamos peregrinajes a la Meca, ni tenemos que ir a los Grandes Rápidos de Michigan, que tengo entendido que le llaman la Jerusalén de los Estados Unidos; dicen que si se va un domingo por la mañana a los Grandes Rápidos de Michigan es muy probable que sea atropellado por el autobús de alguna iglesia.
Nosotros somos un pueblo que en sí somos el lugar de la morada de Dios. ¿Saben lo que es un templo? Una intersección es el lugar donde dos caminos se encuentran y se unen. Eso es un templo: la intersección entre el cielo y la tierra, el lugar donde el cielo se cruza con la tierra.
Así que, cuando nos reunimos, nos reunimos en la tierra, pero las cosas que hacemos en el templo se llevan a cabo también en el cielo, porque el templo es la intersección; y lo que hacemos como templo, nuestras oraciones, nuestra alabanza, nuestra adoración sentida, no se queda entre estas paredes, ni se queda dentro de nuestros cuerpos, sino que se eleva como un incienso aromático agradable ante el Señor Dios, que está sentado en su trono en el verdadero templo, no en un tipo ni en un dibujo, no en un habitáculo terrenal, sino en el lugar de la verdadera morada de Dios.
En Hebreos, capítulo doce, el escritor contrasta el lugar de la adoración del Antiguo Testamento con el lugar del Nuevo Testamento. En Hebreos doce, versículo dieciocho: “Porque no os habéis acercado al monte”; lo ven ¿dónde adoramos? No aquí,
“No os habéis acercado al monte que se podía palpar, y que ardía en fuego, a la oscuridad, a las tinieblas y a la tempestad, al sonido de la trompeta, y a la voz que hablaba, la cual los que la oyeron rogaron que no se les hablase más, porque no podían soportar lo que se ordenaba: Si aun una bestia tocare el monte, será apedreada, o pasada con dardo; y tan terrible era lo que se veía, que Moisés dijo: Estoy espantado y temblando”.
Ese no es el lugar al que han venido. No han venido al monte Sinaí, no, versículo veintidós:
“Sino que os habéis acercado al monte de Sion, a la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial, a la compañía de muchos millares de ángeles, a la congregación de los primogénitos que están inscritos en los cielos, a Dios el Juez de todos, a los espíritus de los justos hechos perfectos, a Jesús el Mediador del nuevo pacto, y a la sangre rociada que habla mejor que la de Abel”.
Se han acercado a la presencia de Jesucristo en el cielo; ahí es donde se lleva la adoración, es ahí donde se oye su alabanza, y es ahí donde sus oraciones suben como un dulce aroma de incienso ante Dios. Ustedes se reúnen en la tierra, pero se reúnen como un templo, y un templo es la intersección del cielo y la tierra, y lo que hacen en el templo se desarrolla en la presencia del Dios del cielo.
¿Donde se adora? Se adora en todos los lugares del planeta. Me encanta pensar en la mañana del día del Señor de todos nuestros hermanos y hermanas que ya se han reunido. Oramos por estas preciosas personas, y pienso en ellas.
Y ya, cuando me estoy levantando para ir a adorar con nuestra gente aquí en Nueva Jersey, nuestros queridos hermanos en Nueva Zelanda están terminando el día del Señor y ya han estado adorando. Nuestros queridos hermanos en las Filipinas… y continúo desde el horario del Pacífico y sigo por todo el oeste, y pienso en todos los hermanos y hermanas por los que oramos en China, y en todo el Oriente Medio, y por toda Europa, y a lo largo de África, y por toda la Europa occidental, luego cruzo el Atlántico y la adoración estalla de nuevo cuando alcanzo las costas del este y bajo hasta Brasil, y continúo por todo el medio oeste hasta llegar a California y Hawai, y durante todo el día toda esta alabanza de todos los templos vivientes se está alzando y uniéndose en alabanza a Dios, en el trono celestial.
¿Dónde adoramos? En todas partes. ¿Dónde adoramos? En su presencia. ¿Dónde nos unimos como una Iglesia universal? En su presencia.
Puede que sólo seamos aquí dos o tres, pero realmente estamos cantando en un gran coro porque nuestras voces se unen con las voces de los hombres justos hechos perfectos, y los ángeles en las alturas, y las miríadas de miríadas, y en la gloria de Cristo, su magnificencia en su presencia. Así que aunque seamos sólo dos o tres, veinte o treinta, cantemos lo más alto que podamos y llevemos nuestras voces ante el trono. ¿Dónde adoramos? En la presencia de nuestro Rey.
¿Cuándo adoramos?
Finalmente: ¿Cuándo adoramos? Bien, en Romanos, capítulo doce, estamos de acuerdo con los que nos dirían que adoramos cada día. Adoramos cada día. Todas nuestras actividades han de ser hechas como un ejercicio de adoración y devoción a Jesucristo:
“Así que, hermanos, os ruego por las misericordias de Dios, que presentéis vuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios, que es vuestro culto racional”.
Cada día tenemos que adorar a Dios en nuestras tareas, en nuestras relaciones, en todo lo que hacemos en este cuerpo físico, ofrecido a Dios como adoración espiritual, como una forma de sacrificio y alabanza a Dios. Pero recuerden: no estoy hablando de la adoración privada de cada uno, sino que estoy hablando de la adoración colectiva, estoy hablando de la adoración que se lleva a cabo por el pueblo de Dios congregado en la presencia de Dios.
¿Responde la Biblia a la pregunta: cuándo ocurre esto? La respuesta del Nuevo Testamento es que esto ocurre en el primer día de la semana, el día que la Iglesia primitiva comenzó a llamar el día del Señor. En el antiguo pacto, el día de reposo, el séptimo, de adoración a Dios era un descanso de las labores cotidianas para poder dedicarse a la labor de adorar a Dios.
Se nos dieron dos razones para cumplir el cuarto mandamiento. En Éxodo veinte, en el versículo once, la razón para el día de reposo, la de acordarse de santificarlo, se dio debido a la actividad creadora de Dios. Dios creó los cielos y la tierra en seis días, y al séptimo día descansó. Y como nosotros somos portadores de la imagen del Dios que nos creó, la creación es una razón para la observancia del día de reposo.
Pero luego, en la segunda entrega de la ley, en Deuteronomio cinco, quince, la razón para el cuarto mandamiento cambió, y ahora al pueblo de Dios se le dice que se acuerde del día de reposo para santificarlo porque han sido redimidos de Egipto con brazo fuerte y poderoso.
La creación y la redención son las dos razones para guardar el día de reposo en la adoración del antiguo pacto. Ellos recibieron leyes ceremoniales que también estaban asociadas con los servicios de adoración del séptimo y el octavo día, para responder a la pregunta de cuándo se debe reunir la comunidad para adorar en la presencia de Dios en una adoración colectiva.
Ahora bien, en el nuevo pacto las cosas viejas pasaron y todas las cosas han sido hechas nuevas. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué ha cambiado en el nuevo pacto? Jesucristo resucitó de los muertos, y esa es la diferencia, algo sin precedente alguno. Jesucristo resucitó de los muertos, así que ahora, si algún hombre está en Cristo, es ¿qué? Es una nueva criatura.
El nuevo cosmos, el nuevo cielo y la nueva tierra, ya han comenzado a ser formados en la sustancia y el material del Jesucristo resucitado. En ese cuerpo resucitado existe un universo totalmente nuevo que se está formando. Él es el segundo Adán, y con su cuerpo glorificado y resucitado está también la promesa de un nuevo cielo y una nueva tierra, glorificados y purificados.
Cuando Jesucristo resucitó de los muertos, resucitó el primer día de la semana, y en ese día se reunió con sus discípulos. Juan es específico en Juan veinte, que fue el primer día de la semana cuando Jesús se reunió con sus discípulos.
Y al hacer eso, al acudir a su asamblea, al estar Jesús con ellos, les comunicó la bendición sabática de su presencia, y mediante ese hecho, no por su mandamiento, Él cambió el día: del séptimo al primero. Y después, en el día de Pentecostés, que fue el primer día de la semana, Él derramó su Espíritu y le dio a la iglesia el inicio de la herencia, el anticipo del glorioso día de reposo que está delante de ellos en los cielos nuevos y la nueva tierra, el Espíritu Santo, el anticipo de nuestra herencia.
Así como el día de reposo del antiguo pacto estaba basado en la obra de la creación de Dios y en la obra de la redención de Dios, ahora, en el nuevo pacto, la obra de la redención es la obra de la creación, porque la redención abarca la creación.
Somos nuevas criaturas, y como nuevas criaturas, ahora tenemos nuestro día que conmemora esta gran obra redentora de la nueva creación. Y es nuestra esperanza, y es nuestra experiencia como personas nacidas de nuevo y resucitadas de entre los muertos, que nosotros ya tenemos un anticipo de esta bendición sabática gloriosa y eterna de entrar en el reposo de Dios.
Así que ahora tenemos nuestro día, un día en el que nos reunimos ante el Señor del día de reposo y experimentamos la esencia de la bendición sabática, la cual es de nuevo:
“Yo seré tu Dios, y tú serás mi pueblo, y moraré en medio de ti”.
Dios viniendo a morar con su pueblo era la esencia de su adoración asociada con la bendición sabática, y cuando Jesús vino a morar con ese grupo congregado de discípulos en el primer día de la semana, transfirió la bendición sabática al primer día de la semana. Realmente podría predicar toda una serie sobre este tema.
Como ven, la bendición sabática se le dio a los portadores de su imagen. Es parte de nuestra imitación de Dios, parte de haber sido hechos a su imagen. Es hacer lo que Él hace, estar con Él, es vivir con Él; esa es la esencia de lo que es adoración, esa es la esencia de lo que es salvación.
Esa es la esencia de lo que es la bendición sabática: Dios con nosotros, Dios con nosotros. Nosotros somos su pueblo, y Él está con nosotros. En la Iglesia primitiva, en Hechos capítulo veinte y versículo siete:
“El primer día de la semana, reunidos los discípulos para partir el pan”.
Primera de Corintios capítulo dieciséis, versículo uno (versículo dos):
“Cada primer día de la semana cada uno de vosotros ponga aparte algo, según haya prosperado, guardándolo, para que cuando yo llegue no se recojan entonces ofrendas”.
En Apocalipsis capítulo uno, en el versículo diez, Juan dice:
“Yo estaba en el Espíritu en el día del Señor”.
Luego, al final del primer siglo, cuando se escribió el libro del Apocalipsis y la Iglesia primitiva leyó las palabras de Juan: “Yo estaba en el Espíritu en el día del Señor”, no se miraron el uno al otro diciendo: “¿qué está diciendo?”. ¿Cuándo fue, entonces? Alguien dijo: “Miércoles por la mañana”; nooooo, “jueves por la tarde”; no. “Yo estaba en el Espíritu en el día del Señor”.
Todos ellos sabían exactamente de qué día estaba hablando; estaba hablando del primer día de la semana, estaba hablando del día que marca la bendición de la resurrección, ese día que marca la redención de las nuevas criaturas, ese día que conmemora la venida de Jesucristo a la asamblea de su pueblo, ese día que marca la venida del Espíritu Santo como el anticipo de nuestra herencia, ese día que nos da una probada de las glorias del día de reposo que nos esperan.
Por tanto, en Hebreos, capítulo cuatro, versículo nueve, cuando el escritor nos dice: “Por tanto, queda un reposo para el pueblo de Dios” (el original dice: “queda un reposo esperando para el pueblo de Dios”), no nos está enseñando; lo siento, no estoy de acuerdo con algunos maestros modernos a los que respeto, pero que toman este pasaje y le dicen al pueblo de Dios que el escritor aquí está enseñando sobre la justificación y el descanso de nuestras obras y confiando en la obra terminada de Jesucristo, y por eso ese entrar en el reposo de Dios es simplemente lo mismo que ser justificado sólo por la fe, por medio de la gracia, en Cristo.
Yo creo que la justificación es sólo por la fe, por medio de la gracia, en Cristo solamente, pero no creo que esto sea lo que está enseñando este pasaje. El escritor de Hebreos no está tratando de explicarle al pueblo de Dios la doctrina de la justificación, sino la doctrina de la santificación, y en particular la doctrina de la perseverancia.
Y está señalando a Jesucristo, y está diciendo, que como Cristo terminó su obra y entró en el reposo de Dios ―algo que no les dio Josué, algo que David no conoció, algo que el hombre no ha conocido desde que cayó y fue expulsado de la presencia de Dios en el huerto―, hay uno que ha entrado en ese reposo: Jesucristo.
Ahora ustedes también, que están en el desierto como lo estuvieron los israelitas, no hagan como ellos, que oyeron la palabra en incredulidad y muchos de ellos cayeron y no pudieron entrar en el reposo, no entraron en la promesa de Dios porque no perseveraron hasta el fin; Jesús perseveró hasta el fin, y ustedes, como Él, al seguirlo, deben perseverar hasta el fin.
Deben perseverar y terminar las obras que Dios les ha dado que hagan, y cuando las hagan, también entrarán en su reposo. Por eso nos espera un reposo, hay un recuerdo, hay una observancia de un día de reposo del nuevo pacto en el día del Señor. Eso nos dice que estamos en el desierto, que no hemos llegado aún a nuestro destino, pero que nos dirigimos a la tierra prometida.
Estamos de camino, y cada día del Señor recibimos un ajuste quiropráctico y enfocamos nuestra cabeza en la dirección correcta. Nos dirigimos a casa; sigamos hacia delante. Nos dirigimos a casa, estamos en la presencia de Dios, así que sigamos adorando, sigamos sirviendo, sigamos obedeciendo, y no nos demos la vuelta, sino perseveremos. Eso es lo que está diciendo en Hebreos capítulo cuatro. Terminen las buenas obras, no sólo que Dios ha terminado la buena obra en ustedes, sino que en Apocalipsis ellos entran en su reposo porque sus obras les siguen. Han descansado de sus obras.
De esto está hablando, de terminar la obra de la santificación, la obra de la perseverancia, y requiere que usted se ocupe de su salvación con temor y temblor y ponga todo de su parte, porque Dios está obrando en usted tanto en el querer como en el hacer por su buena voluntad. No ponga el punto muerto; no ponga el control de crucero ni dé marcha atrás, sino siga hacia delante.
Por tanto, acuérdese del día de reposo y santifíquelo. Reúnase con el pueblo de Dios, fije sus ojos en Cristo Jesús, y corra la carrera que tiene por delante, dejando a un lado los pecados y estorbos que tan fácilmente le acosan, y mantenga sus ojos en Cristo. Guarde el día santo, siga congregándose. No dejen de congregarse, Hebreos diez, veinticinco.
Cuando hay un día de reposo esperando, cuando la iglesia se reúne, acuda. Cuando se abre la Palabra de Dios, escúchela. Cuando se dé la Comunión, participe. Usted llega a la mesa de Cristo, Él está presente ahí con usted, y eso es una muestra del cielo; siga probando, pruebe y vea que el Señor es bueno, siga bebiéndole, siga comiéndole, siga respirándole, siga viviendo con Él y para Él, y persevere, continúe. Este es el mensaje de Hebreos, y es en este contexto que tenemos que entender lo que se dice.
Cuando dice que hay un reposo esperando, no está hablando de la justificación, sino que está hablando de la perseverancia, está hablando de terminar la carrera, de llegar a la línea de meta. Por tanto, el día de reposo fue hecho para el hombre, y no el hombre para el día de reposo. Es la bendición de Dios morando entre nosotros, y probar eso nos hace tener hambre para continuar.
¿Para qué está viviendo? ¿Para qué sirve su vida? ¿Qué es aquello en lo que merece la pena gastar sus energías? ¿Cuál será el pequeño epitafio que se leerá en su tumba? ¿Por qué cosa le recordarán sus familiares y amigos? Eso es lo que harán, sabía, cuando usted muera. Usted vive toda su vida; pequeño epitafio: así es como hizo todo su dinero. ¿Qué dirán ellos de usted? Ah, recuerdo a mi papá, recuerdo a mi tío, recuerdo a mi tía, recuerdo a mi hermana; saben, su vida consistió en… ¿qué? Y su vida se resumirá en una cosa que la gente sabe que es por la que usted vivía: ¿cuál es esa cosa?
Oro para que sus familiares y amigos, cuando usted muera, digan esto de usted: adoraba al Dios viviente. Adoraba al Dios viviente. Para él o ella, no había nada más importante.
En medio de una crisis económica, en medio de una crisis familiar, en medio de una crisis nacional, en medio de la enfermedad, en medio del desafío, en los buenos momentos, en los malos momentos, cada día del Señor. Ellos vivieron por una cadencia sabática. Camine en ella.
Cada séptimo día: me congrego, estoy con el pueblo de Dios. Así es como logré atravesar mi desierto: guardando el templo sabático, reuniéndome con el pueblo de Dios, ofreciendo adoración, viviendo con Él y probando el amor del Dios que me ama y me visita, y me enseña cómo amar a mis hermanos y hermanas y me da a probar algo más glorioso de lo que yo pudiera imaginar.
Quiero ir al cielo con ustedes, donde viviremos juntos en la presencia de Dios para siempre. Y eso es lo que estamos haciendo aquí, probando un poco, y sabe bastante bien ¿no es así? Lo pruebo y me hace querer probarlo más, me hace querer estar con ustedes, y con nuestro Salvador, viviendo eternamente con Dios. Esto es adoración: Yo seré tu Dios; tú serás mi pueblo, y moraré contigo.
Ahora bien, el pueblo de Dios se reúne cada día del Señor. ¿Dirían que hay algún otro lugar donde preferirían estar? ¿Dirían que hay alguna otra persona con la que preferirían estar? ¿Dirían que hay algo más importante que hacer para ustedes? Perdón, usted es una piedra viva del templo del Dios viviente y quería hacer, ¿qué? Ve, cuando agarran la bendición, nada de esto es legalismo, nada de esto nos supone un esfuerzo, sino que es vida. Esto es vida, vivir para la gloria de nuestro Dios y Salvador, Jesucristo. ¡Aleluya! Gloria sea al Dios que viene a morar entre nosotros en amor, y vida, y bendición, y gracia. Adoremos y postrémonos ante Dios nuestro hacedor. Amén.
Oremos: Dios y Padre nuestro, oramos que puedas encontrarnos en nuestros corazones congregados en torno a ese trono glorioso sobre el que el Cordero es exaltado, junto a las miríadas de miríadas y alabando a nuestro Salvador y Rey. Digno es el Cordero. Digno es el Cordero.
Nos postramos, y adoramos tu santo nombre. Déjanos probar tu presencia, déjanos probarte a ti, el buen Dios viviente, y aumenta nuestra hambre, aumenta nuestro gozo, aumenta nuestra esperanza, aumenta nuestra fe, aumenta nuestro amor. Glorifica el nombre de Jesucristo entre nosotros, te rogamos. Amén.
Derechos Reservados ©2009