Una humilde decisión (Sal. 119:8)
Tus estatutos guardaré; No me dejes enteramente (Sal. 119:8).
El evangelio revela una lógica que desciende del cielo, y que nadie a excepción de los cristianos sinceros puede realmente entender y abrazar. Implica la relación entre la gracia de Dios y la obediencia a Dios; declara que la gracia de Dios precede a nuestra obediencia, no sólo cronológicamente sino con una relación de causa y efecto. “Nosotros Le amamos a Él, porque Él nos amó primero.” (1 Juan 4:19). Sin la iluminación que sólo viene por medio del Espíritu Santo, somos capaces de pensar exactamente lo contrario a esto — el pensamiento sería: si tomo la iniciativa de buscar a Dios y amarle, mostrándole mi amor por medio de la obediencia a Sus mandamientos; entonces Él responderá amándome como a un hijo fiel. Si este fuese el caso, todos permaneceríamos en nuestros pecados.
Esta forma mundana de pensar se vuelve a infiltrar incluso después de que Dios nos salve. La evidencia es que intentamos agradar a Dios con nuestra propia fuerza, sin orar de una manera deliberada y decidida pidiendo Su ayuda para poder progresar espiritualmente. O, incluso cuando oramos, de alguna manera tenemos más confianza en nuestras oraciones que en un Dios que da sin que se le pida.
Prácticamente hemos llegado al tiempo en que muchos hacen “propósitos de Año Nuevo”. Quizás, igual que yo, usted ha empezado a pensar ya en ellos. Algunas personas solían hacerlos y luego los dejaban porque se daban cuenta, por la propia experiencia, de que tales decisiones rara vez se mantienen. Se han vuelto cínicos al hacer cualquier propósito acerca de cualquier cosa en cualquier momento. ¡Oh cómo deberíamos resistirnos a esa tentación! Por otra parte, muchos toman las decisiones confiando en ellos mismos. “Esta vez sí que voy a hacer esto, o aquello porque me lo estoy tomando realmente en serio y estoy seguro de que tendré la fuerza de voluntad para lograrlo.” Esta actitud mental no es menos mundana que la primera, porque es exactamente igual de arrogante que irreverente.
Francamente me quedé pasmado en mi estudio al ver lo que le han hecho varias traducciones modernas (o malas traducciones) de la Biblia a Sal. 119:8. La exactitud a la hora de traducir la Biblia no solo exige una dependencia de los mejores manuscritos en el idioma original y una inmensa habilidad lingüística. Requiere también un profundo entendimiento y fidelidad a la visión total del mundo y de la teología que las Escrituras revelan. Estas interpretaciones, por ejemplo, no llegan a la excelencia de la VA:
“¡Los obedeceré todos! No me vuelvas la espalda” (CEV). Esto suena prácticamente a reprimenda dirigida a Dios por uno que Le es más fiel a Él de lo que Él parece ser para el que Le está reprobando.
“Obedeceré tus requisitos, así es que por favor no me dejes nunca” (NCV). Esto se entiende como el argumento de alguien que lloriquea porque merece ser amado continuamente por Dios. ¡Qué patético! “Obedeceré tus decretos. ¡Por favor no me dejes! (NLT). La misma objeción básica se aplica a esta traducción; insinúa sutilmente la “falta de lógica” inversa de incredulidad mundana.
La paráfrasis de la “Living Bible” es doctrinalmente ortodoxa aquí, pero “añade” de forma irreverente al texto inspirado: “¡Obedeceré! ¡Oh, no me abandones y me dejes caer de nuevo en pecado!” No existen palabras en hebreo que se aproximen ni por asomo a las ocho últimas palabras (¡más de la mitad del versículo!). Las traducciones deberían traducir y mantener los comentarios interpretativos completamente al margen del texto sagrado. La interpretación es para los sermones y comentarios.
Yo, personalmente, tengo mis dudas en cuanto a que las traducciones modernas hayan igualado el juicio de los traductores de la VA referente a los manuscritos, la pericia lingüística y la profunda fidelidad a las enseñanzas bíblicas. Vuelva a leer y aprecie la simple precisión de la VA antes citada y considere lo siguiente como su doctrina básica:
Los santos verdaderos deciden obedecer a Dios por Su gracia.
Los propósitos son algo bueno, mientras estén justificados por las Escrituras y se hagan en consciente y humilde dependencia de la ayuda de Dios. Con estos principios, Sal. 119:8 es una de las mejores decisiones que alguien pueda tomar.
UNA DECISIÓN PIADOSA
“Tus estatutos guardaré.” Es importante tener en mente el sentido total de los versículos anteriores, a la hora de interpretar este.
El salmista ha hablado de la bienaventuranza de una piedad verdadera (vv. 1-3). Reconoce que una excelencia semejante de piedad es su solemne deber moral (v. 4). Por lo tanto, ora con denuedo buscando la ayuda divina para poder llegar a ser ese tipo de persona (v. 5). Solo cuando se logra alcanzar esa obediencia reverente e integral hacia Dios, toda ocasión de vergüenza personal se disipa (v.6). Al contestar Dios su oración, llevándole poco a poco hacia una vida hábil y sabia que demuestre un dominio de la piedad; el salmista sabe que será capaz de alabar a Dios de una forma más pura (v. 7). El salmista confiesa que la gloria de Dios es el mayor propósito de la piedad del hombre.
Este es el contexto en el que escribe “Tus estatutos guardaré”. Le está expresando solemnemente a Dios su decisión santa y celestial. Su declaración no es un alarde humanístico sino devoción espiritual. Puede incluso ser una expresión de esperanza basada en la fe con respecto al futuro, como si hubiese dicho “Señor, en una cosa confío, en que Tu que has comenzado la buena obra en mi, la perfeccionarás hasta el día de Jesucristo” (cf. Fil. 1:6). Spurgeon comentó,
Una determinación tranquila. Cuando la alabanza (v. 7) nos tranquiliza y nos lleva a una sólida determinación (v. 8) el alma va bien. El fervor que se desperdicia cantando, y no deja ningún residuo de vida santa, no merece mucho la pena: “Alabaré” (v. 7) debería emparejarse con “guardaré” (v. 8).
UN HUMILDE RECONOCIMIENTO
“No me dejes enteramente”. No hay ninguna consideración dispensacionalista que haga que esta petición sea más adecuada para los tiempos antiguos que para los modernos. Esto es una oración tan respetable para los cristianos de hoy como para los hebreos reverentes de hace 3.000 años.
La razón por la que digo esto es porque no he enseñado nunca ni he dado a entender que Dios pueda haber empezado salvando a un pecador elegido, solo para abandonarlo completamente después de un tiempo. No hace mucho oímos a un pastor (¡!) que expresaba dudas acerca de la corrección de orar el Sal. 51:11 “No quites de mi tu santo Espíritu” en un sitio donde la misma idea está latente.
Ninguna de esas oraciones del AT sugiere, de ninguna manera, la infidelidad de Dios hacia Su pueblo, sino más bien el sentimiento apasionado de dependencia de Su pueblo de Él. En el caso de Barac esa actitud fue un fallo porque su confianza estaba en Débora, la profetisa (Jueces 4:8); pero ¿no deberíamos mostrar esta misma perspectiva hacia el Señor? Deberíamos confiar a la hora de hacer cualquier cosa que Dios nos mande si Él va con nosotros. De la misma manera, deberíamos temer de levantar un solo dedo si Él no va con nosotros. Un espíritu así engendra necesariamente una gran dedicación a la oración en humildad, precursora de la victoria espiritual.
El salmista ha experimentado, junto con todos los santos verdaderos a lo largo de los siglos, abandonos parciales y temporales por parte de Dios, y el resultado ha sido caer en la tentación y en el abatimiento espiritual.
La deserción temporal puede ser el castigo conveniente a la negligencia espiritual. Cuando la gracia ha sido la respuesta a una oración no ha sido debidamente premiada, o diligentemente mejorada. . . . . Cuando hemos dado lugar a la tentación; cuando “nuestra montaña se levanta firme”; cuando el amor por nuestro Salvador “se enfría”, y nuestro fervor a la hora de buscarle se está desvaneciendo; no nos debe sorprender que Dios nos deje pasar durante un tiempo por la prueba de sentirnos abandonados. (Bridges, in loc.)
Este tipo de “calvinismo experimental” está casi perdido por completo, entre los evangélicos modernos. La culpa es de nuestra frecuente apostasía de la espiritualidad robusta basada en la biblia. Nuestros antepasados los puritanos la entendieron muy bien tanto intelectualmente como en la experiencia.
Firmes son sus resoluciones, pero sabe muy bien que la debilidad absoluta puede ser compatible con los fuertes deseos. La experiencia ha enseñado que cuando desearíamos hacer el bien, el mal está presente. Él sabe que la verdadera fuerza nace en el cielo; por lo tanto, sus gritos fervientes imploran que Dios le sustente en todo tiempo con Su gracia (Henry Law, in loc.)
Nuestra LBCF de 1689 expresa un sabio consenso:
Aquellos que Dios ha aceptado entre los Amados, efectivamente llamados y santificados por Su Espíritu, a los que ha entregado la preciosa fe de Su elegido, no pueden caer ni total ni finalmente del estado de gracia; pero deben ciertamente perseverar en ello hasta el final y ser salvos eternamente, . . . no obstante, por medio de la incredulidad y las tentaciones de Satanás la percepción sensible de la luz y del amor de Dios se puede ver enturbiada y oscurecida, aunque Él sigue siendo el mismo y pueden estar seguros de que serán guardados por el poder de Dios para salvación. (XVII.1)
De manera que, habiendo conocido estos abandonos parciales y temporales, el salmista ora fervientemente que no llegue nunca a conocer lo que sería estar enteramente dejado por Dios, abandonado al pecado con sus ataduras, su culpabilidad y su castigo. Como M. Poole interpreta:
Guardaré tus estatutos; este es mi firme propósito, me cueste lo que me cueste. No me dejes enteramente; no del todo y para siempre porque caeré en los más repugnantes pecados y la peor de las conductas. No estaba ni por asomo satisfecho con verse abandonado, sino que esto es lo que más desprecia, y tenía mucha razón. (in loc.)
Gracias a Dios — una petición tan humilde y tan de corazón como esta es la evidencia de que el que está orando así nunca será abandonado de esa manera.
¿Hará usted, querrá usted tomar esta humilde decisión? Como creyente cristiano, ¿cómo puede resistirse? “Tus estatutos guardaré; No me dejes enteramente.” Amén.
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